Benedicto XVI exhorta a anunciar con vigor y alegría el acontecimiento de la resurrección
de Cristo que “nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia”
Martes, 11 may (RV).- Benedicto XVI ha exhortado esta tarde en Lisboa a anunciar con
vigor y alegría el acontecimiento de la resurrección de Cristo que “nos asegura que
ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia”. El Santo Padre ha celebrado
esta tarde la Santa Misa en la Plaza del Palacio, nombre histórico de la actual Plaza
del Comercio, y que proviene del antiguo palacio real destruido en el gran terremoto
y posterior maremoto que destruyó prácticamente Lisboa en 1775.
En su homilía
el Pontífice ha elogiado el papel desempeñado por Portugal en la historia ganándose
“un puesto glorioso entre las naciones por el servicio prestado a la difusión de la
fe”.
“En las cinco partes del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias
a la acción misionera portuguesa. En tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros
pueblos no ha impedido ni destruido los vínculos con lo que erais y creíais, más aún,
habéis logrado transplantar experiencias y particularidades con sabiduría cristiana,
abriéndoos a las aportaciones de los demás para ser vosotros mismos, en una aparente
debilidad que es fuerza. Hoy, al participar en la construcción de la Comunidad Europea,
lleváis la contribución de vuestra identidad cultural y religiosa”.
Particular
importancia ha dado en esta ocasión Benedicto XVI al papel de los hijos de la Iglesia
y sobre todo el de los santos, en “donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos
y saborea su alegría más profunda.
“Al fijar la mirada sobre sus propios santos,
esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad pastoral de
hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva
evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política.
Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales
y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es
cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras
y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué
pasaría si la sal se volviera insípida?”
En este contexto el Pontífice ha
exhortado a “anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte
y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra
fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión,
cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún
poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia”.
“Sólo Cristo puede satisfacer
plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a sus interrogantes
que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte
y la vida del más allá”.
Por último el Santo Padre se ha dirigido de forma
concreta a los jóvenes portugueses exhortándoles a que den testimonio entre sus coetáneos
y proclamen que “es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo”, que muestren
con entusiasmo que “de las muchas formas de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy
– aparentemente todas del mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero
sentido de la vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a
Jesús”.
DISCURSO COMPLETO
Queridos
hermanos y hermanas,
Jóvenes amigos
«Id y haced discípulos
de todos los pueblos, [...] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed
que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas
palabras de Cristo resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa,
de donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos, sacerdotes, personas
consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes – obedeciendo a la
llamada del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy
con vosotros todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las naciones
por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes del mundo, hay
Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera portuguesa.
En
tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros pueblos no ha impedido ni destruido
los vínculos con lo que erais y creíais, más aún, habéis logrado transplantar experiencias
y particularidades con sabiduría cristiana, abriéndoos a las aportaciones de los demás
para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad que es fuerza. Hoy, al participar
en la construcción de la Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad
cultural y religiosa. En efecto, Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos
en el camino de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo diferente a los Apóstoles,
también nosotros tenemos una experiencia auténtica y personal de la presencia del
Señor resucitado. Se supera la distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece
vivo y operante por medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es
nuestra gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está
a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre nosotros y nos
da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.
Está
presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus Pastores y, de modo
eminente, Jesús está con nosotros aquí en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Saludo al Señor Cardenal Patriarca de Lisboa, a quien agradezco las amables palabras
que me ha dirigido al comienzo de la celebración, en nombre de su comunidad, que me
acoge y que abrazo con sus casi dos millones de hijos e hijas. Dirijo un saludo fraterno
y amistoso a todos los presentes, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos consagrados, consagradas y laicos comprometidos, queridas familias, queridos
jóvenes, catecúmenos y bautizados, y que extiendo a los que se unen a nosotros mediante
la radio y la televisión. Agradezco cordialmente al Señor Presidente de la República
por su presencia, y a las demás autoridades, con una mención especial del Alcalde
de Lisboa, que ha tenido la amabilidad de honrarme con la entrega de las llaves de
la ciudad.
Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que
ponía en ti quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy
estas llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas humanas en
la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de proclamar, tomada de la primera
Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y
preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos
al Señor, «la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante
Dios» (1 P 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará defraudado;
esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada
por una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos
y lenguas», y que el autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas
y con palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están sólo los
santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la persecución de Diocleciano,
o san Vicente, diácono y mártir, patrón principal del Patriarcado, san Antonio y san
Juan de Brito, que salieron de aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras
tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos
hace algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro Dios»
de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de la cruz, con
el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el rito inicial que se
ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo, sacramento por el que la Iglesia
da a luz a los «santos».
Sabemos que no le faltan hijos reacios e
incluso rebeldes, pero es en los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos
característicos y, precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen
en común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso del eterno
animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar la mirada sobre sus
propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad
pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante
de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía
y la política. Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales,
culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente,
es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras
y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué
pasaría si la sal se volviera insípida?
Para que esto no ocurra, es
necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección
de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte
de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier
duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso
podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues, nuestra fe tiene fundamento, pero hace
falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer
un gran esfuerzo capilar para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz
de dar cuenta siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1 P 3,15). Sólo
Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y
dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia
y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.
Queridos hermanos
y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia,
la acompaña y la protege, como Él nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al
Señor Jesús, creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar
su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría
y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad gratuita, generosa, fiel hasta
la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por su presencia, fuerte y
suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús
y que vale la pena seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas
de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy – aparentemente todas del mismo nivel
–, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y, por tanto,
la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.
Buscad cada
día la protección de María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Ella, la toda
Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo.