Os anuncio la Pascua con estas palabras de la
Liturgia, que evocan el antiquísimo himno de alabanza de los israelitas después del
paso del Mar Rojo. El libro del Éxodo (cf. 15, 19-21) narra cómo, al atravesar el
mar a pie enjuto y ver a los egipcios ahogados por las aguas, Miriam, la hermana de
Moisés y de Aarón, y las demás mujeres danzaron entonando este canto de júbilo: «Cantaré
al Señor, sublime es su victoria, / caballos y carros ha arrojado en el mar». Los
cristianos repiten en todo el mundo este canto en la Vigilia pascual, y explican su
significado en una oración especial de la misma; es una oración que ahora, bajo la
plena luz de la resurrección, hacemos nuestra con alegría: «También ahora, Señor,
vemos brillar tus antiguas maravillas, y lo mismo que en otro tiempo manifestabas
tu poder al librar a un solo pueblo de la persecución del faraón, hoy aseguras la
salvación de todas las naciones, haciéndolas renacer por las aguas del bautismo. Te
pedimos que los hombres del mundo entero lleguen a ser hijos de Abrahán y miembros
del nuevo Israel». El Evangelio nos ha revelado el cumplimiento de las figuras
antiguas: Jesucristo, con su muerte y resurrección, ha liberado al hombre de aquella
esclavitud radical que es el pecado, abriéndole el camino hacia la verdadera Tierra
prometida, el Reino de Dios, Reino universal de justicia, de amor y de paz. Este “éxodo”
se cumple ante todo dentro del hombre mismo, y consiste en un nuevo nacimiento en
el Espíritu Santo, fruto del Bautismo que Cristo nos ha dado precisamente en el misterio
pascual. El hombre viejo deja el puesto al hombre nuevo; la vida anterior queda atrás,
se puede caminar en una vida nueva (cf. Rm 6,4). Pero, el “éxodo” espiritual es fuente
de una liberación integral, capaz de renovar cualquier dimensión humana, personal
y social. Sí, hermanos, la Pascua es la verdadera salvación de la humanidad. Si
Cristo, el Cordero de Dios, no hubiera derramado su Sangre por nosotros, no tendríamos
ninguna esperanza, la muerte sería inevitablemente nuestro destino y el del mundo
entero. Pero la Pascua ha invertido la tendencia: la resurrección de Cristo es una
nueva creación, como un injerto capaz de regenerar toda la planta. Es un acontecimiento
que ha modificado profundamente la orientación de la historia, inclinándola de una
vez por todas en la dirección del bien, de la vida y del perdón. ¡Somos libres, estamos
salvados! Por eso, desde lo profundo del corazón exultamos: «Cantemos al Señor, sublime
es su victoria». El pueblo cristiano, nacido de las aguas del Bautismo, está llamado
a dar testimonio en todo el mundo de esta salvación, a llevar a todos el fruto de
la Pascua, que consiste en una vida nueva, liberada del pecado y restaurada en su
belleza originaria, en su bondad y verdad. A lo largo de dos mil años, los cristianos,
especialmente los santos, han fecundado continuamente la historia con la experiencia
viva de la Pascua. La Iglesia es el pueblo del éxodo, porque constantemente vive el
misterio pascual difundiendo su fuerza renovadora siempre y en todas partes. También
hoy la humanidad necesita un “éxodo”, que consista no sólo en retoques superficiales,
sino en una conversión espiritual y moral. Necesita la salvación del Evangelio para
salir de una crisis profunda y que, por consiguiente, pide cambios profundos, comenzando
por las conciencias. Le pido al Señor Jesús que en Medio Oriente, y en particular
en la Tierra santificada con su muerte y resurrección, los Pueblos lleven a cabo un
“éxodo” verdadero y definitivo de la guerra y la violencia a la paz y la concordia.
Que el Resucitado se dirija a las comunidades cristianas que sufren y son probadas,
especialmente en Iraq, dirigiéndoles las palabras de consuelo y de ánimo con que saludó
a los Apóstoles en el Cenáculo: “Paz a vosotros” (Jn 20,21). Que la Pascua de
Cristo represente, para aquellos Países Latinoamericanos y del Caribe que sufren un
peligroso recrudecimiento de los crímenes relacionados con el narcotráfico, la victoria
de la convivencia pacífica y del respeto del bien común. Que la querida población
de Haití, devastada por la terrible tragedia del terremoto, lleve a cabo su “éxodo”
del luto y la desesperación a una nueva esperanza, con la ayuda de la solidaridad
internacional. Que los amados ciudadanos chilenos, asolados por otra grave catástrofe,
afronten con tenacidad, y sostenidos por la fe, los trabajos de reconstrucción. Que
se ponga fin, con la fuerza de Jesús resucitado, a los conflictos que siguen provocando
en África destrucción y sufrimiento, y se alcance la paz y la reconciliación imprescindibles
para el desarrollo. De modo particular, confío al Señor el futuro de la República
Democrática del Congo, de Guínea y de Nigeria. Que el Resucitado sostenga a los
cristianos que, como en Pakistán, sufren persecución e incluso la muerte por su fe.
Que Él conceda la fuerza para emprender caminos de diálogo y de convivencia serena
a los Países afligidos por el terrorismo y las discriminaciones sociales o religiosas.
Que la Pascua de Cristo traiga luz y fortaleza a los responsables de todas las Naciones,
para que la actividad económica y financiera se rija finalmente por criterios de verdad,
de justicia y de ayuda fraterna. Que la potencia salvadora de la resurrección de Cristo
colme a toda la humanidad, para que superando las múltiples y trágicas expresiones
de una “cultura de la muerte” que se va difundiendo, pueda construir un futuro de
amor y de verdad, en el que toda vida humana sea respetada y acogida. Queridos
hermanos y hermanas. La Pascua no consiste en magia alguna. De la misma manera que
el pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la
Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los
dolores y angustias de la historia. Y, sin embargo, esta historia ha cambiado, ha
sido marcada por una alianza nueva y eterna, está realmente abierta al futuro. Por
eso, salvados en esperanza, proseguimos nuestra peregrinación llevando en el corazón
el canto antiguo y siempre nuevo: “Cantaré al Señor, sublime es su victoria».