Vigilia Pascual: el Papa indica que el Bautismo no significa ingresar en una nueva
asociación, sino el renacimiento a la vida nueva, la hierba medicinal contra la muerte
Sábado, 3 abr (RV).- Benedicto XVI ha presidido en la Basílica de San Pedro la Vigilia
Pascual en esta noche Santa de Pascua con toda la riqueza de la liturgia de esta
Vigilia que san Agustín acuñó como, “Madre de todas las Santas Vigilias”. La Vigilia
Pascual comenzó a las 9 de la noche con la bendición del fuego nuevo en el atrio,
la entrada en procesión a la Basílica con el cirio Pascual y el canto del Exsultet.
Tras la liturgia de la Palabra, la liturgia bautismal siguió la liturgia Eucarística,
que el Pontífice concelebró con los cardenales.
El Santo Padre dedicó
su homilía a la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte
que se le ha impuesto. Partiendo de una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo
«La vida de Adán y Eva», el Papa subrayó como evidencia la resistencia que el hombre
opone a la muerte. De forma exhaustiva el Pontífice describió cómo los hombres de
todos los tiempos han buscado una hierba medicinal contra la muerte. E incluso hoy
la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, si
de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más, de
ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva.
En este contexto Benedicto
XVI se preguntó si sería positivo retrasar la muerte indefinidamente y alcanzar una
edad de varios cientos de años. “La humanidad –afirmó el Papa- envejecería de manera
extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad
de innovación y una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena.
La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería llevar
sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra
vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad,
transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en
plenitud sólo con ella”.
El Santo Padre ha hablado a continuación de
la novedad y emoción del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo como hierba
medicinal contra la muerte, “un fármaco que sí existe”. Y precisamente esa medicina
se nos da en el Bautismo. “Una vida nueva comienza en nosotros, -prosiguió el Papa-
una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua
vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz”.
El ser revestido
con los nuevos indumentos de Dios es lo que sucede en el Bautismo y es un proceso
que dura toda la vida, como explicó el Pontífice. “Lo que ocurre en el Bautismo es
el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces
de eternidad”. En concreto Benedicto XVI habló también del rito de las renuncias y
promesas del Bautismo. Y para ilustrar este proceso el Papa recordó cómo en la iglesia
antigua “se rechazaba de esta forma un tipo de cultura que encadenaba al hombre a
la adoración del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Era un
acto de liberación respecto a la imposición de una forma de vida, que se presentaba
como placer y que, sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo mejor que tiene el
hombre”. La renuncia –afirmó el Santo Padre- es una promesa en la cual damos la mano
a Cristo, para que Él nos guíe y nos revista”, porque las anteriores son las vestiduras
de la muerte.
“En el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo
más escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha permanecido igual.
No es solamente un lavacro, y menos aún una acogida un tanto compleja en una nueva
asociación. Es muerte y resurrección, renacimiento a la vida nueva. Sí, la hierba
medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida hecho de nuevo accesible”.
Durante la Vigilia 6 catecúmenos recibieron los sacramentos de la
iniciación cristiana. Dos de ellos procedentes de Albania y uno respectivamente de
Somalia, Sudán, Rusia y Japón.
HOMILÍA COMPLETA
Queridos
hermanos y hermanas
Una antigua leyenda judía tomada
del libro apócrifo «La vida de Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le
llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso
para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara.
Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se
les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol
de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos han
añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de consuelo. El
arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo,
el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran
en él: «El óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen
por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo,
descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto
al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre
ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia
la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte –han pensado repetidamente
los hombres– deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes o después,
se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o aquella enfermedad,
sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte. En suma, debería existir la
medicina de la inmortalidad. También hoy los hombres están buscando una sustancia
curativa de este tipo. También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar
propiamente la muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla
cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos
un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero
sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería
bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio
para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable,
en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra
la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente
esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en
nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal
manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella.
Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo
es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco
de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en
el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la
fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale
plenamente a la luz.
Ante esto, algunos, tal vez muchos,
responderán: ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien
desea creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se
desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida
nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío puede ayudarnos
a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en nosotros con el Bautismo.
En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono.
Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana,
no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces – prosigue el libro de Henoc – Dios
dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y
revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo
suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos
del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos»
(Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524).
Precisamente
esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo;
así nos dice la fe cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso
que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que
abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con
el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre
con él.
En el rito del Bautismo hay dos elementos en
los que se expresa este acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto
su necesidad para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las
renuncias y promesas. En la Iglesia antigua, el bautizando se volvía hacia el occidente,
símbolo de las tinieblas, del ocaso del sol, de la muerte y, por tanto, del dominio
del pecado. Miraba en esa dirección y pronunciaba un triple «no»: al demonio, a sus
pompas y al pecado. Con esta extraña palabra, «pompas», es decir, la suntuosidad del
diablo, se indicaba el esplendor del antiguo culto de los dioses y del antiguo teatro,
en el que se sentía gusto viendo a personas vivas desgarradas por bestias feroces.
Se rechazaba de esta forma un tipo de cultura que encadenaba al hombre a la adoración
del poder, al mundo de la codicia, a la mentira, a la crueldad. Era un acto de liberación
respecto a la imposición de una forma de vida, que se presentaba como placer y que,
sin embargo, impulsaba a la destrucción de lo mejor que tiene el hombre. Esta renuncia
– sin tantos gestos externos – sigue siendo también hoy una parte esencial del Bautismo.
En él, quitamos las «viejas vestiduras» con las que no se puede estar ante Dios. Dicho
mejor aún, empezamos a despojarnos de ellas. En efecto, esta renuncia es una promesa
en la cual damos la mano a Cristo, para que Él nos guíe y nos revista. Lo que son
estas «vestiduras» que dejamos y la promesa que hacemos, lo vemos claramente cuando
leemos, en el quinto capítulo de la Carta a los Gálatas, lo que Pablo llama «obras
de la carne», término que significa precisamente las viejas vestiduras que se han
de abandonar. Pablo las llama así: «fornicación, impureza, libertinaje, idolatría,
hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo,
envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo» (Ga 5,19ss.). Estas son las vestiduras
que dejamos; son vestiduras de la muerte.
En la Iglesia
antigua, el bautizando se volvía después hacia el oriente, símbolo de la luz, símbolo
del nuevo sol de la historia, del nuevo sol que surge, símbolo de Cristo. El bautizando
determina la nueva orientación de su vida: la fe en el Dios trinitario al que él se
entrega. Así, Dios mismo nos viste con indumentos de luz, con el vestido de la vida.
Pablo llama a estas nuevas «vestiduras» «fruto del Espíritu» y las describe con las
siguientes palabras: «Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad,
amabilidad, dominio de sí» (Ga 5, 22).
En la Iglesia
antigua, el bautizando era a continuación desvestido realmente de sus ropas. Descendía
en la fuente bautismal y se le sumergía tres veces; era un símbolo de la muerte que
expresa toda la radicalidad de dicho despojo y del cambio de vestiduras. Esta vida,
que en todo caso está destinada a la muerte, el bautizando la entrega a la muerte,
junto con Cristo, y se deja llevar y levantar por Él a la vida nueva que lo transforma
para la eternidad. Luego, al salir de las aguas bautismales, los neófitos eran revestidos
de blanco, el vestido de luz de Dios, y recibían una vela encendida como signo de
la vida nueva en la luz, que Dios mismo había encendido en ellos. Lo sabían, habían
obtenido el fármaco de la inmortalidad, que ahora, en el momento de recibir la santa
comunión, tomaba plenamente forma. En ella recibimos el Cuerpo del Señor resucitado
y nosotros mismos somos incorporados a este Cuerpo, de manera que estamos ya resguardados
en Aquel que ha vencido a la muerte y nos guía a través de la muerte.
En
el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo más escasos, pero lo que
acontece esencialmente en el Bautismo ha permanecido igual. No es solamente un lavacro,
y menos aún una acogida un tanto compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección,
renacimiento a la vida nueva.
Sí, la hierba medicinal
contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida hecho de nuevo accesible. Si
nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantaremos en esta noche de
la resurrección, de todo corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa
palabras. Por eso, Pablo puede decir a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el
Señor; os lo repito: estad alegres» (Flp 4,4). No se puede ordenar la alegría. Sólo
se la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida. Estamos
ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido dado todo poder en el
cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso pedimos, seguros de ser escuchados,
con la oración sobre las ofrendas que la Iglesia eleva en esta noche: Escucha, Señor,
la oración de tu pueblo y acepta sus ofrendas, para que aquello que ha comenzado con
los misterios pascuales nos ayude, por obra tuya, como medicina para la eternidad.
Amén