El cardenal Ruini exhorta con urgencia a ayudar a los que sufren, de forma que el
Vía Crucis no será baldío si nos lleva a realizar gestos concretos de amor y de solidaridad
activa
Viernes, 2 abr (RV).- Esta noche ha tenido lugar en el Coliseo de Roma el Vía Crucis,
cuyas meditaciones y oraciones han estado a cargo este año del cardenal Camillo Ruini,
vicario general emérito del Papa para la diócesis de Roma.
El purpurado ha
introducido estas meditaciones recordando la razón principal de la muerte de Jesús,
el Hijo de Dios, que “ha muerto por ti, por mí, por cada uno de nosotros, y de este
modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos
de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver
en profundidad la realidad de las cosas”. “Al participar en el Vía Crucis, -ha proseguido-
pidamos a Dios que nos dé también a nosotros esa mirada suya de verdad y de amor para
que, unidos a él, seamos libres y buenos”.
En la primera estación, referida
a la condena de Jesús la meditación del cardenal Ruíni ha exhortado a “mirar a nosotros
mismos: al mal y al pecado que habitan dentro de nosotros y que con excesiva frecuencia
fingimos ignorar. Pero aún más debemos dirigir la mirada al Dios rico en misericordia
que nos ha llamado amigos (cf. Jn 15, 15). Así, el camino del Vía Crucis y todo el
camino de la vida se convierte en un itinerario de penitencia, de dolor y de conversión,
pero también de gratitud, fe y alegría”.
‘Jesús con la cruz a cuestas” ha sido
la segunda estación en la que se ha reflexionado sobe la paradoja del apóstol Pablo:
“Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí… El bien que quiero hacer no lo
hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago” (Rom 7, 18-19). Esta paradoja
ha dado pie a la reflexión de que “en nuestra conciencia se enciende la luz del bien,
una luz que en muchos casos se hace evidente y por la cual, afortunadamente, nos dejamos
guiar en nuestras opciones. En cambio, a menudo, sucede lo contrario: esa luz queda
oscurecida por los resentimientos, por deseos inconfesables, por la perversión del
corazón. Y entonces nos hacemos crueles, capaces de las peores cosas, incluso de cosas
increíbles”.
La tercera estación: Jesús cae por primera vez, ha profundizado
en la pasión de Jesús, el dolor físico que tuvo que soportar. Un dolor enorme y tremendo,
hasta el último respiro en la cruz, un dolor que asusta. En esta meditación el cardenal
explica que “el sufrimiento físico es lo más fácil de vencer, o al menos de atenuar,
con nuestras actuales técnicas y métodos, con la anestesia y otras terapias del dolor.
Si bien, una masa gigantesca de sufrimientos físicos sigue presente en el mundo, debido
a muchas causas naturales o dependientes de comportamientos humanos”... “Mientras
lo vemos caer bajo el peso de la cruz, le pedimos humildemente el valor de agrandar
con una solidaridad hecha no sólo de palabras la pequeñez de nuestro corazón”.
‘El
Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz’, ha sido la quinta estación y punto de apoyo
para explicar que también en la vida de cada día, la cruz, bajo muchas formas diversas
–como una enfermedad o un accidente grave, la pérdida de una persona querida o del
trabajo- cae sobre nosotros a menudo sin esperarlo. “Y nosotros sólo vemos en ella
una mala suerte o en el peor de los casos una desgracia. Pero Jesús dijo a sus discípulos:
“El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y
me siga” (Mt 16, 24). No son palabras fáciles; más aún, en el contexto de la vida
concreta son las palabras más difíciles del Evangelio.
En efecto, con frecuencia
sucede que lo que al comienzo sólo parecía una mala suerte o una desgracia, luego
se ha revelado como una puerta que se ha abierto en nuestra vida llevándonos a un
bien mayor. Pero no siempre es así: a menudo, en este mundo, las desgracias no son
más que pérdidas dolorosas. Aquí de nuevo Jesús tiene algo que decirnos. O mejor,
algo que le sucedió: después de la cruz, resucitó de entre los muertos, y resucitó
como primogénito de muchos hermanos (cf. Rm 8, 29; 1 Co 15, 20). Sí, su cruz no se
puede separar de su resurrección. Sólo creyendo en la resurrección podemos recorrer
de manera sensata el camino de la cruz.
La Verónica enjugando el rostro de
Jesús con un paño ha sido la figura que ha ilustrado, en la sexta estación cómo en
el rostro sufriente de Jesús vemos, además, el cúmulo gigantesco de los sufrimientos
humanos. Y así el gesto de piedad de la Verónica se convierte para nosotros en una
provocación, en una exhortación urgente: en la petición, dulce pero imperiosa, de
no volver la cabeza hacia otra parte, de mirar también nosotros a los que sufren,
estén cerca o no. Y no sólo mirar, sino ayudar. El Vía Crucis de esta noche no será
baldío si nos lleva a realizar gestos concretos de amor y de solidaridad activa.
La
décima estación, dedicada a la desnudez de Jesús en la cruz, nos conduce a percibir
dentro de nosotros una necesidad imperiosa: mirar sin velos dentro de nosotros mismos;
pero, antes de desnudarnos espiritualmente ante nosotros mismos, hacerlo ante Dios
y ante nuestros hermanos los hombres. Despojarnos de la pretensión de aparecer mejores
de lo que somos, para tratar en cambio de ser sinceros y transparentes.
Llegamos
a la undécima estación donde Jesús es clavado en la cruz. Una tortura tremenda. Y
a pesar de las burlas y las provocaciones Jesús experimenta un sufrimiento incomparablemente
mayor, que le hace prorrumpir en un grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
(Mc 15, 34). Son palabras que hay que tomar totalmente en serio, ya que expresan la
prueba más grande a la que fue sometido Jesús. “Cuántas veces, frente a una prueba,
-han continuado exponiendo las meditaciones- pensamos que hemos sido olvidados o abandonados
por Dios. O incluso estamos tentados a concluir que Dios no existe”.
Y llegamos
a las tres últimas estaciones. La undécima nos habla de la muerte de Jesús en la cruz
y la meditación ha recurrido a la situación real de la llegad a de la muerte después
de una dolorosa enfermedad, cuando se suele decir con alivio: “Ha terminado de sufrir”.
En cierto sentido, estas palabras sirven también para Jesús. Sin embargo, frente a
la muerte de cualquier hombre y mucho más de ese hombre que es el Hijo de Dios, son
palabras demasiado limitadas y superficiales.
Y después de la soledad de la
muerte, Jesús encuentra enseguida –en su cuerpo exánime- al más fuerte y dulce de
sus vínculos humanos, el calor del afecto de su Madre. Es la decimotercera estación,
que capta y expresa, como los mejores artistas, la profundidad y la fuerza indestructible
de este vínculo. Recordando que María, al pie de la cruz, se ha convertido en madre
de cada uno de nosotros, le pedimos que ponga en nuestro corazón los sentimientos
que la unen a Jesús. En efecto, para ser verdaderamente cristianos hay que estar unidos
a Jesús con todo lo que hay dentro de nosotros: la mente, la voluntad, el corazón,
nuestras pequeñas y grandes opciones cotidianas. Sólo así Dios podrá ocupar el centro
de nuestra vida, sin quedar reducido a una consolación que, aunque esté siempre a
mano, no interfiera con los intereses concretos que nos impulsan a actuar.
En
la última de las estaciones ‘Jesús es colocado en el sepulcro’. Con la piedra que
cierra la entrada del sepulcro, parece que todo haya acabado realmente. ¿Pero podía
quedar prisionero de la muerte el Autor de la vida? Por eso, el sepulcro de Jesús,
desde entonces hasta hoy, no sólo se ha convertido en el objeto de la más conmovedora
devoción, sino que también ha provocado la más profunda división de las inteligencias
y de los corazones: aquí se divide el camino que separa a los que creen en Cristo
de los que, por el contrario, no creen en él, aunque a menudo lo consideren un hombre
maravilloso.
Efectivamente, aquel sepulcro quedó vacío muy pronto y jamás se
ha podido encontrar una explicación convincente de por qué quedó vacío, excepto la
que dieron María Magdalena, Pedro y los otros Apóstoles, los testigos de Jesús resucitado
de entre los muertos. Ante el sepulcro de Jesús detengámonos en oración, pidiendo
a Dios esos ojos de la fe que nos permitan unirnos a los testigos de la resurrección.
Así, el camino de la cruz se convertirá también para nosotros en fuente de vida.
MEDITACIONES
COMPLETAS
INTRODUCCIÓN
MEDITACIÓN
Cuando
el Apóstol Felipe dijo a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre”, él respondió: “Hace
tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces…? Quien me ha visto a mí ha
visto al Padre” (Jn 14, 8-9). Esta noche, mientras acompañamos en nuestro corazón
a Jesús, que camina bajo el peso de la cruz, no nos olvidemos de estas palabras suyas.
También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de
Dios Padre, una misma cosa con él. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la
fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro del Padre. Más aún, precisamente
en ese momento, la gloria de Dios, su luz demasiado fuerte para el ojo humano, se
hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilato ha mostrado
a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras “Aquí lo tenéis”
(Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que
ningún hombre podía imaginar.
En Jesús crucificado se revela además
otra grandeza, la nuestra, la grandeza que pertenece a todo hombre por el hecho mismo
de tener un rostro y un corazón humano. Escribe san Antonio de Padua: “Cristo, que
es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un
espejo… Si te miras en él, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad… y
tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede darse mejor cuenta de cuánto vale,
que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).
Sí, Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti, por mí, por cada uno de nosotros, y
de este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos
a los ojos de Dios, los únicos ojos que, superando todas las apariencias, son capaces
de ver en profundidad la realidad de las cosas.
Al participar en el
Via Crucis, pidamos a Dios que nos dé también a nosotros esa mirada suya de verdad
y de amor para que, unidos a él, seamos libres y buenos.
PRIMERA
ESTACIÓN
Jesús es condenado a muerte
Lectura
del Evangelio según San Juan. 19, 6 - 7. 12. 16
Cuando lo vieron
los sacerdotes y los guardias gritaron: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Pilato les dijo:
“Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Los judíos
le contestaron: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque
se ha declarado Hijo de Dios”…
Desde este momento Pilato trataba de
soltarlo, pero los judíos gritaban: “Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo
el que se declara rey está contra el César” …Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
MEDITACIÓN
¿Por qué Jesús fue condenado
a muerte, él, que “pasó haciendo el bien”? (Hch 10, 38). Esta pregunta nos acompañará
a lo largo del Vía Crucis como nos acompaña durante toda la vida. En los
Evangelios encontramos una respuesta verdadera: los jefes de los judíos quisieron
su muerte porque comprendieron que Jesús se consideraba el Hijo de Dios. Y hallamos
también una respuesta que los judíos utilizaron como pretexto para obtener de Pilato
su condena: Jesús habría pretendido ser un rey de este mundo, el rey de los judíos.
Detrás
de estas respuestas se abre un abismo, que los mismos Evangelios y toda la Sagrada
Escritura nos permiten contemplar: Jesús ha muerto por nuestros pecados. Y aún más
profundamente, ha muerto por nosotros, ha muerto porque Dios nos ama, y nos ama tanto
que entregó a su Hijo único, para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3, 16-17).
Debemos,
por tanto, mirar a nosotros mismos: al mal y al pecado que habitan dentro de nosotros
y que con excesiva frecuencia fingimos ignorar. Pero aún más debemos dirigir la mirada
al Dios rico en misericordia que nos ha llamado amigos (cf. Jn 15, 15). Así, el camino
del Vía Crucis y todo el camino de la vida se convierte en un itinerario de penitencia,
de dolor y de conversión, pero también de gratitud, fe y alegría.
SEGUNDA
ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
Lectura
del Evangelio según San Mateo. 27, 27 - 31
Los soldados del gobernador
se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo
desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas
se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando la
rodilla, se burlaban de él diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Luego lo escupían,
le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron
el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Del Evangelio
según san Juan. 19, 17
Y Jesús, cargando con
la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”, que en hebreo se dice Gólgota.
MEDITACIÓN
Después
de la condena viene la humillación. Lo que los soldados hacen a Jesús nos parece inhumano.
Más aún, es ciertamente inhumano: son actos de burla y desprecio en los que se expresa
una oscura ferocidad, sin preocuparse del sufrimiento, incluso físico, que sin motivo
se causa a una persona condenada ya al suplicio tremendo de la cruz. Sin embargo,
este comportamiento de los soldados es también, por desgracia, incluso hasta demasiado
humano. Miles de páginas de la historia de la humanidad y de la crónica cotidiana
confirman que acciones de este tipo no son en absoluto extrañas al hombre. El Apóstol
Pablo puso bien de manifiesto esta paradoja: “Sé muy bien que no es bueno eso que
habita en mí… El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso
es lo que hago” (Rom 7, 18-19).
Así es, precisamente: en nuestra conciencia
se enciende la luz del bien, una luz que en muchos casos se hace evidente y por la
cual, afortunadamente, nos dejamos guiar en nuestras opciones. En cambio, a menudo,
sucede lo contrario: esa luz queda oscurecida por los resentimientos, por deseos inconfesables,
por la perversión del corazón. Y entonces nos hacemos crueles, capaces de las peores
cosas, incluso de cosas increíbles.
Señor Jesús, también yo soy de
los que se han burlado de ti y te han golpeado. En efecto, tú has dicho: “cada vez
que hicisteis eso con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt
25, 40). Señor Jesús, perdóname.
TERCERA
ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
Lectura
del profeta Isaías. 53, 4 - 6
¡Eran nuestras
dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos
por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas
hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino,
y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros.
MEDITACIÓN
Los
Evangelios no nos hablan de las caídas de Jesús bajo el peso de la cruz, pero esta
antigua tradición es muy verosímil. Recordemos tan sólo que, antes de cargar con la
cruz, Jesús había sido flagelado por orden de Pilato. Después de todo lo que le había
sucedido desde la noche en el huerto de los olivos, sus fuerzas debían de estar prácticamente
agotadas.
Antes de detenernos en los aspectos más profundos e interiores
de la pasión de Jesús, consideremos simplemente el dolor físico que tuvo que soportar.
Un dolor enorme y tremendo, hasta el último respiro en la cruz, un dolor que asusta.
El
sufrimiento físico es lo más fácil de vencer, o al menos de atenuar, con nuestras
actuales técnicas y métodos, con la anestesia y otras terapias del dolor. Si bien,
una masa gigantesca de sufrimientos físicos sigue presente en el mundo, debido a muchas
causas naturales o dependientes de comportamientos humanos,.
De todas
formas, Jesús no rechazó el dolor físico y así se solidarizó con toda la familia humana,
en especial con aquella parte más numerosa cuya vida, todavía hoy, está marcada por
esta forma de dolor. Mientras lo vemos caer bajo el peso de la cruz, le pedimos humildemente
el valor de agrandar con una solidaridad hecha no sólo de palabras la pequeñez de
nuestro corazón.
CUARTA ESTACIÓN
Jesús
encuentra a su Madre
Lectura del Evangelio según san
Juan. 19, 25 - 27
Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre,
la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a
su Madre, y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su Madre: “Mujer, ahí tienes
a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora,
el discípulo la recibió en su casa.
MEDITACIÓN
En
los Evangelios no se habla directamente de un encuentro de Jesús con su Madre a lo
largo del camino de la cruz, sino de la presencia de María al pie de la cruz. Y allí
Jesús se dirige a ella y al discípulo amado, Juan el evangelista. Sus palabras tienen
un sentido inmediato: encomendar María a Juan, para que se ocupe de ella. Y un sentido
mucho más amplio y profundo: al pie de la cruz María ha sido llamada a pronunciar
un segundo “sí”, después del sí de la Anunciación, con el cual se convierte en Madre
de Jesús, abriéndonos así la puerta de la salvación.
Con este segundo
sí, María se convierte en madre de todos nosotros, de todo hombre y de toda mujer
por los cuales Jesús ha derramado su sangre. Una maternidad que es signo viviente
del amor y de la misericordia de Dios por nosotros. Por eso, los vínculos de afecto
y confianza que unen a María con el pueblo cristiano son tan profundos y fuertes;
por eso acudimos espontáneamente a ella, sobre todo en las circunstancias más difíciles
de la vida.
María, sin embargo, ha pagado un precio muy elevado por
su maternidad universal. Como profetizó de ella Simeón en el templo de Jerusalén,
“una espada te traspasará el corazón” (Lc 2, 35).
María, Madre de Jesús
y madre nuestra, ayúdanos a experimentar en nuestras almas, en esta noche y siempre,
ese sufrimiento lleno de amor que te unió a la cruz de tu Hijo.
QUINTA
ESTACIÓN
El Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
Lectura
del Evangelio según San Lucas. 23, 26
Mientras lo conducían, echaron
mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para
que la llevase detrás de Jesús.
MEDITACIÓN
Jesús
debía de estar verdaderamente agotado; por eso los soldados intentan remediarlo tomando
al primer desventurado que encuentran y lo cargan con la cruz. También en la vida
de cada día, la cruz, bajo muchas formas diversas –como una enfermedad o un accidente
grave, la pérdida de una persona querida o del trabajo- cae sobre nosotros a menudo
sin esperarlo. Y nosotros sólo vemos en ella una mala suerte o en el peor de los casos
una desgracia.
Pero Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir
en pos de mí, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24).
No son palabras fáciles; más aún, en el contexto de la vida concreta son las palabras
más difíciles del Evangelio. Todo nuestro ser, todo lo que existe dentro de nosotros,
se revela contra semejantes palabras.
Sin embargo, Jesús sigue diciendo:
“Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará”
(Mt 16, 25). Detengámonos en este “por mí”: aquí está toda la pretensión de Jesús,
la conciencia que él tenía de sí mismo y la petición que nos dirige a nosotros. Él
está en el centro de todo, él es el Hijo de Dios que es una sola cosa con Dios Padre
(cf. Jn 10, 30), él es nuestro único Salvador (cf. Hch 4, 12).
En efecto,
con frecuencia sucede que lo que al comienzo sólo parecía una mala suerte o una desgracia,
luego se ha revelado como una puerta que se ha abierto en nuestra vida llevándonos
a un bien mayor. Pero no siempre es así: a menudo, en este mundo, las desgracias no
son más que pérdidas dolorosas. Aquí de nuevo Jesús tiene algo que decirnos. O mejor,
algo que le sucedió: después de la cruz, resucitó de entre los muertos, y resucitó
como primogénito de muchos hermanos (cf. Rm 8, 29; 1 Co 15, 20). Sí, su cruz no se
puede separar de su resurrección. Sólo creyendo en la resurrección podemos recorrer
de manera sensata el camino de la cruz.
SEXTA
ESTACIÓN
La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Lectura
del profeta Isaías. 53, 2 - 3
Lo vimos sin
aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado.
MEDITACIÓN
Cuando
la Verónica enjugó el rostro de Jesús con un paño, ese rostro no debía ser ciertamente
atractivo: era un rostro desfigurado. Sin embargo, ese rostro no podía dejar indiferente,
turbaba. Podía provocar burla y desprecio, aunque también compasión e incluso amor,
deseo de ayudarlo. La Verónica es el símbolo de esos sentimientos.
A
pesar de estar muy desfigurado, el rostro de Jesús es siempre el rostro del Hijo de
Dios. Es un rostro desfigurado por nosotros, por el cúmulo enorme de la maldad humana.
Pero es también un rostro desfigurado en favor nuestro, que expresa el amor y la donación
de Jesús y es espejo de la misericordia infinita de Dios Padre.
En
el rostro sufriente de Jesús vemos, además, otro cúmulo gigantesco, el de los sufrimientos
humanos. Y así el gesto de piedad de la Verónica se convierte para nosotros en una
provocación, en una exhortación urgente: en la petición, dulce pero imperiosa, de
no volver la cabeza hacia otra parte, de mirar también nosotros a los que sufren,
estén cerca o no. Y no sólo mirar, sino ayudar. El Via Crucis de esta noche no será
baldío si nos lleva a realizar gestos concretos de amor y de solidaridad activa.
SÉPTIMA
ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
Lectura
del libro de los Salmos. 41, 6 - 10
Mis enemigos
me desean lo peor: “A ver si se muere, y se acaba su apellido”. El que viene a verme,
habla con fingimiento, disimula su mala intención, y, cuando sale afuera, la dice.
Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí, hacen cálculos siniestros: “Padece
un mal sin remedio, se acostó para no levantarse”. Incluso mi amigo, de quien yo me
fiaba, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme.
MEDITACIÓN
Jesús
cae de nuevo bajo el peso de la cruz. Cierto que estaba agotado físicamente, pero
estaba también herido mortalmente en su corazón. Pesaba sobre él el rechazo de los
que, desde el principio, se habían opuesto obstinadamente a su misión. Pesaba el rechazo
que, al final, le había mostrado aquel pueblo que parecía estar lleno de admiración
e incluso de entusiasmo por él. Por eso, mirando a la ciudad santa que tanto amaba,
Jesús había exclamado: “¡Jerusalén, Jerusalén, … cuántas veces quise reunir a tus
hijos a la manera que la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!”
(Mt 23, 37). Pesaba terriblemente la traición de Judas, el abandono de los discípulos
en el momento de la prueba suprema, pesaba en particular la triple negación de Pedro. Sabemos
bien que pesaba también sobre él la masa innumerable de nuestros pecados, de las culpas
que acompañan a la humanidad a lo largo de los milenios.
Por eso, supliquemos
a Dios, con humildad, pero también con confianza: ¡Padre rico en misericordia, ayúdanos
a no hacer todavía más pesada la cruz de Jesús! En efecto, como escribió Juan Pablo
II, de quien esta noche se celebra el quinto aniversario de su muerte: “el límite
impuesto al mal, del que el hombre es artífice y víctima, es en definitiva la Divina
Misericordia” (Memoria e identità, p. 70).
OCTAVA
ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
Lectura
del Evangelio según San Lucas. 23, 27 – 29. 31
Lo seguía un gran
gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús
se volvió a ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras
y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: “Dichosas las
estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”…
Porque
si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?».
MEDITACIÓN
En
efecto, es Jesús quien tiene compasión de las mujeres de Jerusalén, y de todos nosotros.
Incluso llevando la cruz, Jesús sigue siendo el hombre que tiene compasión de las
multitudes (cf. Mc 8, 2), que prorrumpe en llanto ante la tumba de Lázaro (cf. Jn
11, 35), que proclama bienaventurados a los que lloran, porque serán consolados (cf.
Mt 5, 5).
Jesús se muestra como el único que conoce realmente el corazón
de Dios Padre y que por lo mismo nos lo puede dar a conocer a nosotros: “nadie conoce
al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27).
Desde
los tiempos más remotos, la humanidad se ha preguntado, a menudo con angustia, cuál
es realmente la actitud de Dios hacia nosotros: ¿una actitud de solicitud providencial,
o por el contrario de soberana indiferencia, o incluso de desdén y de odio? No podemos
responder con certeza a una pregunta de este tipo con el único recurso de nuestra
inteligencia, de nuestra experiencia y ni siquiera de nuestro corazón.
Por
esto, Jesús –su vida y su palabra, su cruz y su resurrección– es con mucho la realidad
más importante de toda la existencia humana, la luz que ilumina nuestro destino.
NOVENA
ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Lectura
del la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios. 5, 19-21
Dios
mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus
pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación… En nombre de
Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios lo hizo
expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de
Dios.
MEDITACIÓN
He aquí el motivo más
profundo de las repetidas caídas de Jesús: no sólo los sufrimientos físicos y las
traiciones humanas, sino la voluntad del Padre. Esa voluntad misteriosa y humanamente
incomprensible, pero infinitamente buena y generosa, por la cual Jesús se hizo “pecado
por nosotros”; todas las culpas de la humanidad recaen sobre él, realizándose ese
misterioso intercambio que hace de nosotros pecadores “justicia de Dios”.
Mientras
tratamos de ensimismarnos en Jesús que camina y cae bajo el peso de la cruz, es justo
que experimentemos en nosotros sentimientos de arrepentimiento y de dolor. Pero más
fuerte aún debe ser la gratitud que invade nuestra alma.
Sí, oh Señor,
tú nos has rescatado, nos has librado, con tu cruz nos has hecho justos ante Dios.
Es más, nos has unido tan íntimamente contigo, que has hecho de nosotros, en ti, los
hijos de Dios, sus familiares y amigos. Gracias, Señor, haz que la gratitud hacia
ti sea la nota dominante de nuestra vida.
DÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras
Lectura
del Evangelio según San Juan. 19, 23 - 24
Los soldados... cogieron
su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era
una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron: “No
la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca”. Así se cumplió la Escritura:
“Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica”.
MEDITACIÓN
Jesús
es despojado de sus vestiduras: estamos en el acto final de aquel drama, iniciado
con la detención en el huerto de los olivos, a través del cual Jesús es despojado
de su dignidad de hombre, antes incluso que de la de Hijo de Dios.
Muestran
a Jesús desnudo a la vista de la gente de Jerusalén y de toda la humanidad. En un
sentido profundo, es justo que sea así: él en efecto se despojó totalmente de sí mismo,
para sacrificarse por nosotros. Por eso el gesto de despojarlo de las vestiduras es
también el cumplimiento de la Sagrada Escritura.
Viendo a Jesús desnudo
en la cruz, percibimos dentro de nosotros una necesidad imperiosa: mirar sin velos
dentro de nosotros mismos; pero, antes de desnudarnos espiritualmente ante nosotros
mismos, hacerlo ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres. Despojarnos de la
pretensión de aparecer mejores de lo que somos, para tratar en cambio de ser sinceros
y transparentes.
El comportamiento que, más que ningún otro indignaba
a Jesús era, en efecto, la hipocresía. Cuántas veces dijo a sus discípulos: no hagáis
“como los hipócritas” (Mt 6, 2.5.16), o a los que desacreditaban sus buenas acciones:
“¡Ay de vosotros hipócritas!” (Mt 23, 13.15.23.25.27.29).
Señor Jesús,
desnudo en la cruz, ayúdame a estar yo también desnudo ante ti.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús es clavado en la cruz
Lectura
del Evangelio según San Marcos. 15, 25 - 27
Era media mañana
cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: “El rey de los
judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
MEDITACIÓN
Jesús
es clavado en la cruz. Una tortura tremenda. Y mientras está colgado en la cruz hay
muchos que se burlan de él e incluso lo provocan: «A otros ha salvado y él no se puede
salvar… ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libere ahora. ¿No
decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27, 42-43). Así se mofaban no sólo de su persona,
sino también de su misión de salvación, la misión que Jesús estaba llevando a cumplimiento
precisamente en la cruz.
Pero, en su interior, Jesús experimenta un
sufrimiento incomparablemente mayor, que le hace prorrumpir en un grito: “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Se trata, en verdad, de las palabras
inciales de un salmo, que se concluye con la reafirmación de la plena confianza en
Dios. Y, sin embargo, son palabras que hay que tomar totalmente en serio, ya que expresan
la prueba más grande a la que fue sometido Jesús.
Cuántas veces, frente
a una prueba, pensamos que hemos sido olvidados o abandonados por Dios. O incluso
estamos tentados a concluir que Dios no existe.
El Hijo de Dios, que
bebió hasta el fondo su amargo cáliz y luego resucitó de entre los muertos, nos dice,
en cambio, con todo su ser, con su vida y su muerte, que debemos fiarnos de Dios.
En él sí que podemos creer.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús
muere en la cruz
Lectura del Evangelio según San Juan.
19, 28 - 30
Sabiendo Jesús que todo había llegado a su término,
para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de
vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la
acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando
la cabeza, entregó el espíritu.
MEDITACIÓN
Cuando
la muerte llega después de una dolorosa enfermedad, se suele decir con alivio: “Ha
terminado de sufrir”. En cierto sentido, estas palabras sirven también para Jesús.
Sin embargo, frente a la muerte de cualquier hombre y mucho más de ese hombre que
es el Hijo de Dios, son palabras demasiado limitadas y superficiales.
Efectivamente,
cuando Jesús muere, el velo del templo de Jerusalén se rasga en dos mientras tienen
lugar otros signos, que hacen exclamar al centurión romano que estaba de guardia en
la cruz: “Realmente éste era Hijo de Dios” (cf. Mt 27, 51-54).
En realidad,
nada hay tan oscuro y misterioso como la muerte del Hijo de Dios, que junto con Dios
Padre es la fuente y la plenitud de la vida. Pero, tampoco hay nada tan luminoso,
porque aquí resplandece la gloria de Dios, la gloria del Amor omnipotente y misericordioso.
Frente
a la muerte de Jesús, nuestra respuesta es el silencio de la adoración. Así nos encomendamos
a él, nos ponemos en sus manos, pidiéndole que nunca nada, tanto en la vida como en
la muerte, nos pueda separar de él (cf. Rom 8, 38-39).
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN
Jesús es bajado de la cruz y entregado a su Madre
Lectura
del Evangelio según San Juan. 2, 1 - 5
Había una boda
en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban
también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: “No les queda
vino”. Jesús le contestó: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. Su madre
dijo a los sirvientes: “Haced lo que él diga”.
MEDITACIÓN
La
hora de Jesús ya se ha cumplido y Jesús es depuesto de la cruz. Los brazos de su Madre
están prontos para acogerlo. Después de haber gustado hasta el final la soledad de
la muerte, Jesús encuentra enseguida –en su cuerpo exánime- al más fuerte y dulce
de sus vínculos humanos, el calor del afecto de su Madre. Los mejores artistas, pensemos
en la Piedad de Miguel Ángel, han sabido captar y expresar la profundidad y la fuerza
indestructible de este vínculo.
Recordando que María, al pie de la
cruz, se ha convertido en madre de cada uno de nosotros, le pedimos que ponga en nuestro
corazón los sentimientos que la unen a Jesús. En efecto, para ser verdaderamente cristianos,
para poder seguir de verdad a Jesús, hay que estar unidos a él con todo lo que hay
dentro de nosotros: la mente, la voluntad, el corazón, nuestras pequeñas y grandes
opciones cotidianas.
Sólo así Dios podrá ocupar el centro de nuestra
vida, sin quedar reducido a una consolación que, aunque esté siempre a mano, no interfiera
con los intereses concretos que nos impulsan a actuar.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Jesús es colocado en el sepulcro
Lectura
del Evangelio según San Mateo. 27, 57 - 60
Al anochecer
llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús.
Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran.
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el
sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada
del sepulcro y se marchó.
MEDITACIÓN
Con
la piedra que cierra la entrada del sepulcro, parece que todo haya acabado realmente.
¿Pero podía quedar prisionero de la muerte el Autor de la vida? Por eso, el sepulcro
de Jesús, desde entonces hasta hoy, no sólo se ha convertido en el objeto de la más
conmovedora devoción, sino que también ha provocado la más profunda división de las
inteligencias y de los corazones: aquí se divide el camino que separa a los que creen
en Cristo de los que, por el contrario, no creen en él, aunque a menudo lo consideren
un hombre maravilloso.
Efectivamente, aquel sepulcro quedó vacío muy
pronto y jamás se ha podido encontrar una explicación convincente de por qué quedó
vacío, excepto la que dieron María Magdalena, Pedro y los otros Apóstoles, los testigos
de Jesús resucitado de entre los muertos.
Ante el sepulcro de Jesús
detengámonos en oración, pidiendo a Dios esos ojos de la fe que nos permitan unirnos
a los testigos de la resurrección. Así, el camino de la cruz se convertirá también
para nosotros en fuente de vida.