Santa Misa Crismal, Homilía del Santo Padre Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas El sacramento es el centro del culto de la Iglesia.
Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo,
sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos
mira y nos conduce hacia él. Pero hay algo todavía más singular: Dios nos toca por
medio de realidades materiales, a través de dones de la creación, que él toma a su
servicio, convirtiéndolos en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo.
Los elementos de la creación, con los cuales se construye el cosmos de los sacramentos,
son cuatro: el agua, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva. El agua, como
elemento básico y condición fundamental de toda vida, es el signo esencial del acto
por el que nos convertimos en cristianos en el bautismo, del nacimiento a una vida
nueva. Mientras que el agua, por lo general, es el elemento vital, y representa el
acceso común de todos al nuevo nacimiento como cristianos, los otros tres elementos
pertenecen a la cultura del ambiente mediterráneo. Nos remiten así al ambiente histórico
concreto en el que el cristianismo se desarrolló. Dios ha actuado en un lugar muy
determinado de la tierra, verdaderamente ha hecho historia con los hombres. Estos
tres elementos son, por una parte, dones de la creación pero, por otra, están relacionados
también con lugares de la historia de Dios con nosotros. Son una síntesis entre creación
e historia: dones de Dios que nos unen siempre con aquellos lugares del mundo en los
que Dios ha querido actuar con nosotros en el tiempo de la historia, y hacerse uno
de nosotros. En estos tres elementos hay una nueva gradación. El pan remite a
la vida cotidiana. Es el don fundamental de la vida diaria. El vino evoca la fiesta,
la exquisitez de la creación y, al mismo tiempo, con el que se puede expresar de modo
particular la alegría de los redimidos. El aceite de oliva tiene un amplio significado.
Es alimento, medicina, embellece, prepara para la lucha y da vigor. Los reyes y sacerdotes
son ungidos con óleo, que es signo de dignidad y responsabilidad, y también de la
fuerza que procede de Dios. El misterio del aceite está presente en nuestro nombre
de "cristianos". En efecto, la palabra "cristianos", con la que se designaba a los
discípulos de Cristo ya desde el comienzo de la Iglesia que procedía del paganismo,
viene de la palabra "Cristo" (cf. Hch 11,20-21), que es la traducción griega de la
palabra "Mesías", que significa "Ungido". Ser cristiano quiere decir proceder de Cristo,
pertenecer a Cristo, al Ungido de Dios, a Aquel al que Dios ha dado la realeza y el
sacerdocio. Significa pertenecer a Aquel que Dios mismo ha ungido, pero no con aceite
material, sino con Aquel al que el óleo representa: con su Santo Espíritu. El aceite
de oliva es de un modo completamente singular símbolo de cómo el Hombre Jesús está
totalmente colmado del Espíritu Santo. En la Misa crismal del Jueves Santo los
óleos santos están en el centro de la acción litúrgica. Son consagrados por el Obispo
en la catedral para todo el año. Así, expresan también la unidad de la Iglesia, garantizada
por el Episcopado, y remiten a Cristo, el verdadero "pastor y guardián de nuestras
almas", como lo llama san Pedro (cf. 1 P 2,25). Al mismo tiempo, dan unidad a todo
el año litúrgico, anclado en el misterio del Jueves santo. Por último, evocan el Huerto
de los Olivos, en el que Jesús aceptó interiormente su pasión. El Huerto de los Olivos
es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la
redención: Dios no ha dejando a Jesús en la muerte. Jesús vive para siempre junto
al Padre y, precisamente por esto, es omnipresente, y está siempre junto a nosotros.
Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre "activo" también en el óleo
sacramental de la Iglesia. En cuatro sacramentos, el óleo es signo de la bondad de
Dios que llega a nosotros: en el bautismo, en la confirmación como sacramento del
Espíritu Santo, en los diversos grados del sacramento del orden y, finalmente, en
la unción de los enfermos, en la que el óleo se ofrece, por decirlo así, como medicina
de Dios, como la medicina que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer
y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación
definitiva, la resurrección (cf. St 5,14). De este modo, el óleo, en sus diversas
formas, nos acompaña durante toda la vida: comenzando por el catecumenado y el bautismo
hasta el momento en el que nos preparamos para el encuentro con Dios Juez y Salvador.
Por último, la Misa crismal, en la que el signo sacramental del óleo se nos presenta
como lenguaje de la creación de Dios, se dirige, de modo particular, a nosotros los
sacerdotes: nos habla de Cristo, que Dios ha ungido Rey y Sacerdote, de Aquel que
nos hace partícipes de su sacerdocio, de su "unción", en nuestra ordenación sacerdotal. Quisiera
brevemente explicar el misterio de este signo santo en su referencia esencial a la
vocación sacerdotal. Ya desde la antigüedad, en la etimología popular se ha unido
la palabra griega "elaion", aceite, con la palabra "eleos", misericordia. De hecho,
en varios sacramentos, el óleo consagrado es siempre signo de la misericordia de Dios.
Por tanto, la unción para el sacerdocio significa también el encargo de llevar la
misericordia de Dios a los hombres. En la lámpara de nuestra vida nunca debería faltar
el óleo de la misericordia. Obtengámoslo oportunamente del Señor, en el encuentro
con su Palabra, al recibir los sacramentos, permaneciendo junto a él en oración. Mediante
la historia de la paloma con el ramo de olivo, que anunciaba el fin del diluvio y,
con ello, el restablecimiento de la paz de Dios con los hombres, no sólo la paloma,
sino también el ramo de olivo y el aceite mismo, se transformaron en símbolo de la
paz. Los cristianos de los primeros siglos solían adornar las tumbas de sus difuntos
con la corona de la victoria y el ramo de olivo, símbolo de la paz. Sabían que Cristo
había vencido a la muerte y que sus difuntos descansaban en la paz de Cristo. Ellos
mismos estaban seguros de que Cristo, que les había prometido la paz que el mundo
no era capaz de ofrecerles, estaba esperándoles. Recordaban que la primera palabra
del Resucitado a los suyos había sido: "Paz a vosotros" (Jn 20,19). Él mismo lleva,
por así decir, el ramo de olivo, introduce su paz en el mundo. Anuncia la bondad salvadora
de Dios. Él es nuestra paz. Los cristianos deberían ser, pues, personas de paz, personas
que reconocen y viven el misterio de la cruz como misterio de reconciliación. Cristo
no triunfa por medio de la espada, sino por medio de la cruz. Vence superando el odio.
Vence mediante la fuerza más grande de su amor. La cruz de Cristo expresa su "no"
a la violencia. Y, de este modo, es el signo de la victoria de Dios, que anuncia el
camino nuevo de Jesús. El sufriente ha sido más fuerte que los poderosos. Con su autodonación
en la cruz, Cristo ha vencido la violencia. Como sacerdotes estamos llamados a ser,
en la comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a oponernos a la violencia
y a fiarnos del poder más grande del amor. Al simbolismo del aceite pertenece
también el que fortalece para la lucha. Esto no contradice el tema de la paz, sino
que es parte de él. La lucha de los cristianos consistía y consiste no en el uso de
la violencia, sino en el hecho de que ellos estaban y están todavía dispuestos a sufrir
por el bien, por Dios. Consiste en que los cristianos, como buenos ciudadanos, respetan
el derecho y hacen lo que es justo y bueno. Consiste en que rechazan lo que en los
ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia. La lucha de los mártires
consistía en su "no" concreto a la injusticia: rechazando la participación en el culto
idolátrico, en la adoración del emperador, no aceptaban doblegarse a la falsedad,
a adorar personas humanas y su poder. Con su "no" a la falsedad y a todas sus consecuencias
han realzado el poder del derecho y la verdad. Así sirvieron a la paz auténtica. También
hoy es importante que los cristianos cumplan el derecho, que es el fundamento de la
paz. También hoy es importante para los cristianos no aceptar una injusticia, aunque
sea retenida como derecho, por ejemplo, cuando se trata del asesinato de niños inocentes
aún no nacidos. Así servimos precisamente a la paz y así nos encontramos siguiendo
las huellas de Jesús, del que san Pedro dice: "Cuando lo insultaban, no devolvía el
insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que
juzga justamente. Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al
pecado, vivamos para la justicia" (1 P 2,23s.). Los Padres de la Iglesia estaban
fascinados por unas palabras del salmo 45 [44], según la tradición el salmo nupcial
de Salomón, que los cristianos releían como el salmo de bodas de Jesucristo, el nuevo
Salomón, con su Iglesia. En él se dice al Rey, Cristo: "Has amado la justicia y odiado
la impiedad: por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos
tus compañeros" (v.8). ¿Qué es el aceite de júbilo con el que fue ungido el verdadero
Rey, Cristo? Los Padres no tenían ninguna duda al respecto: el aceite de júbilo es
el mismo Espíritu Santo, que fue derramado sobre Jesucristo. El Espíritu Santo es
el júbilo que procede de Dios. Cristo derrama este júbilo sobre nosotros en su Evangelio,
en la buena noticia de que Dios nos conoce, de que él es bueno y de que su bondad
es más poderosa que todos los poderes; de que somos queridos y amados por Dios. La
alegría es fruto del amor. El aceite de júbilo, que ha sido derramado sobre Cristo
y por él llega a nosotros, es el Espíritu Santo, el don del Amor que nos da la alegría
de vivir. Ya que conocemos a Cristo y, en Cristo, a Dios, sabemos que es algo bueno
ser hombre. Es algo bueno vivir, porque somos amados. Porque la verdad misma es buena. En
la Iglesia antigua, el aceite consagrado fue considerado de modo particular como signo
de la presencia del Espíritu Santo, que se nos comunica por medio de Cristo. Él es
el aceite de júbilo. Este júbilo es distinto de la diversión o de la alegría exterior
que la sociedad moderna anhela. La diversión, en su justa medida, es ciertamente buena
y agradable. Es algo bueno poder reír. Pero la diversión no lo es todo. Es sólo una
pequeña parte de nuestra vida, y cuando quiere ser el todo se convierte en una máscara
tras la que se esconde la desesperación o, al menos, la duda de que la vida sea auténticamente
buena, o de si tal vez no habría sido mejor no haber existido. El gozo que Cristo
nos da es distinto. Es un gozo que nos proporciona alegría, sí, pero que sin duda
puede ir unido al sufrimiento. Nos da la capacidad de sufrir y, sin embargo, de permanecer
interiormente gozosos en el sufrimiento. Nos da la capacidad de compartir el sufrimiento
ajeno, haciendo así perceptible, en la mutua disponibilidad, la luz y la bondad de
Dios. Siempre me hace reflexionar el episodio de los Hechos de los Apóstoles, en el
que los Apóstoles, después de que el sanedrín los había mandado flagelar, salieron
"contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús" (Hch 5,41). Quien
ama está siempre dispuesto a sufrir por el amado y a causa de su amor y, precisamente
así, experimenta una alegría más profunda. La alegría de los mártires era más grande
que los tormentos que les infligían. Este gozo, al final, ha vencido y ha abierto
a Cristo las puertas de la historia. Como sacerdotes, como dice San Pablo, "contribuimos
a vuestro gozo" (2 Co 1,24). En el fruto del olivo, en el óleo consagrado, nos alcanza
la bondad del Creador, el amor del Redentor. Pidamos que su júbilo nos invada cada
vez más profundamente y que seamos capaces de llevarlo nuevamente a un mundo que necesita
urgentemente el gozo que nace de la verdad. Amén.