2010-03-29 16:26:07

Viernes Santo: María al pie de la cruz


Viernes, 2 abr )RV).- RealAudioMP3 Hoy es Viernes Santo. Contemplamos la escena del Calvario. «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre» (Jn 19,25)
Allí, junto a la situación aparente de muerte, de falta de esperanza, de falta de vida... de silencio de Dios, estaba María.
Una situación así sólo puede mantenerse si en ella se dan dos circunstancias:
- los ojos, fijos en la cruz, fijos en el Señor
- los pies, en el suelo, en tierra firme.
En aquel momento de dolor, de angustia, María tenía los ojos fijos en el Señor, en su Hijo. No los apartó de Él en ningún instante. No quería que nadie le robase ninguno de los últimos segundos en los que podía contemplar su presencia. Los ojos, fijos en el Señor. Nosotros, como María, estamos llamados a tener los ojos fijos en el Señor. El Venerable Juan Pablo II nos señala en su carta apostólica Novo millennio ineunte: «Nuestro testimonio sería enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro» (n. 16). Hoy, más que nunca, nuestra mirada debe estar fija en el rostro del Señor. A Él queremos conocer, a Él queremos escuchar, queremos descubrir su presencia en medio de nuestras circunstancias, de nuestra vida cotidiana. De Él queremos enamorarnos, a Él queremos seguir. Los ojos fijos en el Señor.
«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre». Sus ojos fijos en su Dios y su Todo, sus pies firmes en el suelo, en la tierra, en el lugar cotidiano de la vida del ser humano. Sus pies, como la raíz del árbol, la hacían no desarraigarse del mundo que la rodeaba. Siempre había actuado así. Siempre. Atenta a las necesidades de los hermanos. Contemplar el rostro de Dios lleva, siempre, a contemplar el rostro del ser humano, a saber descubrir las necesidades de aquellos que nos rodean, a comprometernos, de modo radical, con su existencia. Son dos caras, inseparables, de la misma moneda. Debemos vivir el amor que hemos descubierto, tal como nos recuerda el apóstol Santiago: «Poned, pues, en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (Sant 1,22). Lo contrario es engañoso, es falsedad. Ya lo dice San Juan en su primera carta: «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20).
Los cristianos estamos llamados a estar con los pies en el suelo. Estamos llamados a contemplar a Dios, pero teniendo los pies bien fijos en el suelo. María supo dar respuesta a las necesidades de los hombres porque sus ojos estaban fijos en el Señor, pero también estaban fijos en los hermanos. De modo contrario, nuestra palabra, nuestro anuncio no será significativo para el mundo actual. Estaremos predicando algo que no tiene nada que ver con aquello que el hombre de hoy vive.
«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre». Y porque tenía sus ojos en el Señor y sus pies en tierra firme, en la tierra de la vida cotidiana, María estaba junto a la Cruz, y estaba de pie. Este modo de estar junto a la cruz no es una referencia secundaria. Estar de pie junto a la cruz es proclamar que en ella se produce la exaltación de Cristo. Estar de pie es un signo de firmeza, de victoria y de gloria.
María estaba junto a la cruz, pero no de cualquier modo, sino de pie. No desalentada ni derrotada, sino con firmeza, con dignidad y con esperanza, aunque todo indique que se está viviendo un momento de derrota y de muerte.
Nosotros estamos llamados a estar junto a las cruces de nuestro mundo. Como María, el cristiano debe estar atento a las necesidades del mundo. Y debe saber oír la voz de Dios y de la Iglesia que le llama a salir de sí y entregarse, sin medida, a los demás. Y estamos llamados a estar de pie, entonando un canto de solidaridad y de esperanza.
Pero no se nos piden heroísmos. No. Junto a la Cruz, junto a ninguna cruz se puede estar de pie si contamos sólo con nuestras propias fuerzas. Pero con la ayuda de Dios, podemos mantenernos firmes, acompañando, aliviando, compartiendo. Uno puede estar de pie junto a las cruces de los demás cuando ha tenido la experiencia de Dios en su vida, cuando ha descubierto que Dios está ahí, junto a él, amándole.
«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre». Y Dios quiera que podamos decir que junto a las cruces de los hombres estemos, de pie, con su ayuda, cada uno de nosotros.
Rvdo. José Jaime Brosel Gavilá


Jueves Santo: Día del Amor Fraterno

Jueves, 1 abr (RV).- RealAudioMP3 Hoy es Jueves Santo. En este día del Amor fraterno resuenan de modo especial las palabras del Apóstol San Pablo: “Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’ ” (1 Co 11,23-25).

Haced esto en memoria mía. Pero, ¿qué es eso que debemos hacer? Podemos subrayar un doble aspecto de este mandato, una doble vertiente que se encuentra íntimamente unida, que se implican y exigen: celebrar su entrega, vivir su entrega.

La Eucaristía debe ocupar el lugar central de nuestra vida como cristianos y como comunidad de fe. En ella, como en Emaús, Jesús se hace compañero de camino. Como el maná en el desierto, Jesús se hace alimento para el camino. Jesús se hace Eucaristía. Él es Dios para nosotros, Dios con nosotros, Dios en nosotros. Pero en nosotros también se hace Dios para los demás.

En la Eucaristía experimentamos la gratuidad de un modo desbordante, nos encontramos frente a un amor inmerecido, que nos sobrepasa. Tomando prestadas las palabras de Santa Teresa de Jesús, hoy podemos decir: “¡Oh Amor, que me amas más de lo que yo me puedo amar, ni entiendo!”

La gracia de experimentar el don que Dios nos ha hecho en Cristo imprime en nuestra vida un dinamismo nuevo, que nos compromete a ser testigos de su amor. Somos llamados a dejarnos transformar, a desaparecer para que Él aparezca, de modo que, haciendo vida las palabras del apóstol Pablo, no seamos nosotros quienes vivamos, sino que Cristo sea quien viva en nosotros, que sea Él quien aparezca y se comunique en nuestras palabras, en nuestros gestos, en nuestras actitudes, en nuestras acciones.

En la exhortación apostólica sinodal Sacramentum Caritatis, el Santo Padre Benedicto XVI nos habla de coherencia eucarística, y asegura que «el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe» (n. 83).

Sacramento del Amor y mandato del amor, nacidos en la misma mesa, que se contienen y se exigen mutuamente. En la comunión eucarística se incluye al mismo tiempo el ser amados y el amar a los demás. El sacramento eucarístico sería estéril si no se continuase en una vida hecha eucaristía, en una vida para los otros, entregada a los otros. Por su parte, una vida entregada, generosa, solidaria, encuentra en la Eucaristía su fuente, su fuerza, su apoyo. En la Eucaristía experimentamos el amor que nos permite amar, y que nos consiente amar más allá de nuestras pobres fuerzas. Así, en la Última Cena, Jesús pronuncia el mandato del amor, al tiempo que instituye la comida que nos posibilitaría el poder observarlo. Con palabras de Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est, podemos afirmar que “el amor puede ser «mandado» porque antes es dado” (n. 14). “Así, pues, no se trata ya de un «mandamiento» externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor” (n. 18).

En la misma idea insistía el Santo Padre cuando en la homilía de Jueves Santo del pasado año subrayaba: “La Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el ágape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo” (Homilía en la Misa ‘in Cena Domini’, 9 abril 2009).

Celebrando la Eucaristía, “la cena que recrea y enamora”, tal como la definió el místico San Juan de la Cruz, brote de nuestro corazón una plegaria agradecida: “Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén”.

Rvdo. José Jaime Brosel Gavilá



Miércoles Santo: Jesús carga con la cruz

Miércoles, 31 mar (RV).- RealAudioMP3 Hoy es Miércoles Santo. Pilato entregó a Jesús “para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado ‘de la calavera’ ” (Jn 19,16-17).

Jesús carga con la cruz, con la suya y con la mía. La cruz es la palabra definitiva del amor de Dios y la muestra más patente de su misericordia.

Dios es misericordioso. Es la actitud que mejor lo define. Porque es la actitud que caracteriza su ser más profundo. Así, en el Benedictus, Zacarías alaba las “entrañas de misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78). La referencia a estas entrañas se repite en la parábola del hijo pródigo, cuando al padre, viendo venir al hijo que había abandonado el hogar, “se le conmovieron las entrañas” (Lc 15,20). Éste es un gesto maternal del amor de Dios. Pues del mismo modo, a la madre se le conmueven las entrañas en el momento de dar a luz a su hijo. Y es que la misericordia supone un nuevo nacimiento, ofrece la posibilidad de nacer de nuevo, de emprender una nueva vida.

En referencia a la misericordia divina, el Venerable Juan Pablo II escribía en la Encíclica Dives in misericordia que Cristo “no sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia»” (n. 2). Y esta misericordia alcanza su máxima expresión en la cruz. La cruz de Cristo nos revela el gran amor de un Dios que sale al encuentro del pecado y de la muerte. San Pablo nos invita a descubrir el gran misterio que se encierra en el Crucificado: “En Cristo Dios mismo estaba reconciliando consigo al mundo, sin pedirle cuentas de sus pecados” (2 Co 5, 19). Así, en la cruz, Dios no estaba acusando al mundo de sus pecados, sino ofreciendo su perdón.

Cuando Cristo abraza la cruz, la suya y la mía, está llevando a su plenitud aquel abrazo ofrecido por el padre de la parábola del hijo pródigo. Cuando éste decide volver a casa, el padre lo abraza rápidamente. El hijo intenta frenarlo con sus argumentos: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo” (Lc 15,21). Pero al padre no le sirven esos argumentos, y responde con un abrazo. En el abrazo está toda la gracia del perdón, la gracia de la Pascua, del paso de la muerte a la vida. El abrazo permite al hijo pasar de la muerte a la vida, y así lo reconoce el padre cuando quiere hacer fiesta, “porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido” (Lc 15,24). Esta es la fiesta del amor de un padre que hace renacer a su hijo porque en ningún momento ha dejado de amarlo, pues para él siempre ha sido su hijo. Es la misericordia sobreabundante de un padre que regala todo su amor, se regala totalmente a sí mismo, sin condiciones, sin medias tintas, plenamente.

De un padre que no mira con ojos humanos, sino con los ojos del corazón, que no juzga cerebralmente sino desde el corazón, desde sus entrañas de misericordia.

El amor que esconde el abrazo del padre, el amor radical que supone el abrazo de Cristo a su cruz es el que nos ofrece una nueva oportunidad, el que nos permite crecer. Estamos llamados a cambiar, y no simplemente para ser algo mejores, sino para ser más hermanos. El perdón es lo que me une de nuevo a los demás, e implica reconstruir la fraternidad. Cambiar significa liberarse del propio pecado y aprender a amar.

Estamos llamados a cambiar. Y este es el tiempo. Las Pascuas no son infinitas. No podemos dejar siempre la tarea para mañana. No podemos justificarnos repetidamente, pensando que no soy yo quien debe cambiar, sino los otros. No podemos atribuir a los demás lo que en realidad debemos hacer cada uno de nosotros.

Si cambio yo, algo cambiará a mi alrededor. Si cambio yo, otros me seguirán.

No podemos habituarnos al mal. Esto genera en nosotros la convicción profunda de que todo es engañoso, de que no existe el amor verdadero, de que todos buscan su propio interés.

Y quien, conociendo sus propias miserias, experimenta la misericordia está llamado a ser misericordioso. A ello nos invita Cristo, a ser misericordiosos como nuestro Padre del cielo es misericordioso. La misericordia se convierte en el camino para todo cristiano, en la vía para alcanzar la verdadera felicidad: “Felices los misericordiosos...” (Mt 5,7).

Pero cuántas veces buscamos la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de la viga que hay en el nuestro (cfr. Lc 6,41-42). En cada uno de nosotros hay a menudo un fariseo, que no sabe o no quiere ver su propia viga, que busca comprensión y exige que sus justificaciones sean aceptadas. Pero al mismo tiempo nos mostramos inflexibles, rápidos, despiadados con respecto a la paja que hay en el ojo del otro. Creemos que pensando negativamente podremos comprender mejor las cosas, y en cambio eso nos hace prisioneros del mal. Esta actitud no es más que buscar la razón para dejar de amar y para justificar mi incapacidad de amar. Como los fariseos y los escribas, tantas veces respondemos a la misericordia con la ley, al amor con las reglas, al pecado con la justicia. Hoy se nos invita a no contemplar el mundo con sentido de condena, sino con una mirada de amor.

Pascua es buscar con inteligencia la limpieza de la mirada. A fuerza de fijarnos en la paja ajena, nos convertimos en esclavos de la misma, eliminando en nosotros todo brillo del gozo de Dios.

Jesús condena el pecado pero perdona al pecador. Así nos lo recordaba el Santo Padre cuando hace unos días nos invitaba: “Aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado – empezando por el nuestro – e indulgentes con las personas” (Ángelus, 21 marzo 2010).

Dejaos reconciliar por Dios. Dejémonos abrazar por Dios. Dejemos que Cristo cargue en su cruz todas nuestras cruces, todas nuestras esclavitudes, todas nuestras miserias.
Y Dios sigue “saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado” (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 13).

Dostoievski, en Crimen y castigo, nos muestra a su personaje Marmeladov exaltando la misericordia divina en una taberna. Es una escoria humana, capaz únicamente de emborracharse; pero sabe que la bondad divina es superior a su lamentable estado y confía en ella:

“Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y nosotros oiremos también su palabra. Él nos dirá: “Acercaos, acercaos también vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas”. Y entonces todos nos acercaremos, sin avergonzarnos, y nos detendremos delante de Él […]. Entonces los sabios dirán: “¡Señor! ¿Por qué los acoges?”. Y Él responderá: “Los acojo, ¡oh sabios!, los acojo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos jamás se consideró digno de eso...”. Y nos tenderá las manos y caeremos de rodillas... y lloraremos... ¡y comprenderemos todo!”.

Rvdo. José Jaime Brosel Gavilá



Martes Santo: La flagelación de Jesús
Martes, 30 mar (RV).- RealAudioMP3 Hoy es Martes Santo. “Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’ Y le daban bofetadas” (Jn 19,1-3). En el Pretorio empieza a cumplirse el macabro ritual de tortura. ¿Puede haber una injusticia mayor? A aquél que pasó haciendo el bien, entregando su vida por los demás, al justo, al misericordioso, al inocente… a Jesús de Nazaret lo vemos sometido a los mayores sufrimientos, al ensañamiento inhumano.

En este cuerpo torturado reconocemos todos los cuerpos torturados del mundo, en los que se manifiesta el mismo sufrimiento: los enfermos, los perseguidos, los que viven el hambre y la miseria, los obligados a abandonar su país buscando un futuro digno, los que carecen de todo derecho, los que padecen tortura física o psíquica, los que no tienen hogar, los ancianos olvidados, las mujeres maltratadas, los abandonados, los que sufren la violencia o los horrores de la guerra, los asesinados antes de nacer, los que viven sin esperanza...
Y frente a esta imagen, nos preguntamos: ¿tiene sentido el sufrimiento de Jesús?, ¿tienen sentido todos estos sufrimientos, todas estas humillaciones?

Jesús no inventa el mal. Él combate el mal. Él sufre y muere en la cruz por amor. La Resurrección ilumina la cruz, le da sentido, si bien no la elimina. Y también da significado a nuestro sufrimiento. La cruz no es justa. Pero la cruz existe, está y estará presente, formando parte de la existencia humana. Y desde aquel momento, toda cruz es iluminada por su amor.

No es un Dios que se entretiene en teorías e intenta explicar el origen del mal, sino que se hace solidario. Es un Dios que consuela, porque es compasivo, se compadece, es decir, padece con el que sufre, comparte su sufrimiento. No sólo es el Emmanuel, el “Dios-con-nosotros” (Is 7,14), sino que también es el Dios que sufre con nosotros. Ahí, en la columna, en el calvario, en la cruz, Él está sufriendo con nosotros y por nosotros. Un Dios que se ha identificado con el que sufre, con el inocente en que se ha cebado la injusticia. Un Dios que está claramente de parte de los débiles, y cuya existencia no transcurre lejos de nuestros sufrimientos ni de nuestras angustias. El sufrimiento de Cristo es un misterio de amor y de vida, y nos muestra el inmenso amor que Dios nos tiene. En la cruz está toda la fuerza de Dios. Y desde aquel momento nada ni nadie podrán separarnos de su amor. Con San Pablo creemos que ya nada “podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro” (Rom 8,39).

Jesús nos invita a permanecer junto al mal, junto al sufrimiento, a no tener miedo. Nos invita a no aceptar el mal con resignación cómoda, a no acostumbrarnos a él, a no ser cómplices. Al contrario, nos empuja a luchar contra el sufrimiento de los demás y contra las causas que lo generan, nos anima a compartir esas angustias. Viviendo desde el amor, como el buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37), nos convertimos en rostro de Dios para los demás, somos signo de la presencia cercana de Dios. En la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico, aparece la escena del buen samaritano. Ambos, el samaritano y el herido, tienen la misma cara, la cual se identifica, a su vez, con el rostro del Cristo que preside el mosaico. Y es que cuando somos asistidos, es Cristo quien nos asiste; y cuando somos nosotros quien portamos, es a Cristo a quien atendemos.

Este es el pensamiento que quiso transmitirnos el Santo Padre Benedicto XVI, cuando, al concluir el Vía Crucis del Viernes Santo del año 2007, afirmó: “Siguiendo a Jesús en el camino de su pasión, no sólo vemos la pasión de Jesús; también vemos a todos los que sufren en el mundo [...]. Nuestro Dios no es un Dios lejano, intocable en su bienaventuranza. Nuestro Dios tiene un corazón; más aún, tiene un corazón de carne. Se hizo carne precisamente para poder sufrir con nosotros y estar con nosotros en nuestros sufrimientos. Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y para despertar en nosotros el amor a los que sufren, a los necesitados [...]. Pidamos al Señor que nos dé realmente un corazón de carne, que nos haga mensajeros de su amor, no sólo con palabras, sino también con toda nuestra vida. Amén” (Benedicto XVI, Vía crucis, 6 abril 2007).
Rvdo. José Jaime Brosel Gavilá 

Lunes Santo: humildad y paciencia
Lunes, 29 mar (RV).- RealAudioMP3 Hoy es Lunes Santo. Estamos en el pretorio. Pilato había mandado azotar a Jesús, y unos soldados habían trenzado una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza, al tiempo que lo cubrían con un manto color púrpura. Y así fue presentado a la multitud. Y así lo contemplamos también hoy nosotros.
En él toman cuerpo las palabras del profeta Isaías: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado […]. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,2-4.7).
Poncio Pilato, sin pretenderlo ni saberlo, lanza una palabra profética: “Ecce homo” (Jn 19,5). Aquí tenéis al hombre, aquí tenéis el hombre perfecto, el modelo para todo ser humano. “Ecce homo”.
Cristo nos muestra dónde reside la dignidad del ser humano. Pilato no le puede robar su dignidad, los gritos de la multitud no pueden destruir su dignidad. En él descubrimos que nuestra dignidad está por encima de ideologías y de manipulaciones arbitrarias, que no depende de la aceptación por parte de los demás, ni está supeditada a la aprobación de los poderosos de la tierra. “El hombre está siempre más allá de lo que se ve o de lo que se percibe mediante la experiencia” ha enfatizado el Santo Padre Benedicto XVI (Discurso, 28 enero 2008). La grandeza, la dignidad del ser humano reside en ser creado por Dios, en ser hijos de Dios, ser imagen de Dios, ser amados y hechos para amar.
En Cristo vemos al hombre humilde y paciente, quien, como escribe San Pablo en su carta a los Filipenses, “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8).
Hoy, en la práctica, la humildad no es valorada una gran virtud. Es más, en el fondo es considerada como sinónimo de debilidad o de fracaso. El mismo Judas lo considera un fracasado, incapaz de liberarlos de la opresión romana. Desde nuestra forma de actuar y juzgar, son numerosas las situaciones en las que Dios aparece como un ser débil, un ser vulnerable. El modo de actuar de Dios es distinto del nuestro. No es el del triunfador. El Dios que viene a salvarnos parece que no puede salvarse ni a sí mismo, tal como lo reconoce el ladrón que con Él es crucificado. Su proyecto pasa siempre por la cruz, por ocupar el último lugar.
Cristo nos enseña a ser humildes, ser humildes para ser nosotros mismos, para reconocernos en nuestra realidad. Y es que cuando somos humildes, entonces somos grandes. Pero, en cambio, cuando nos consideramos grandes, entonces somos mediocres.
Lo contrario a la humildad es el protagonismo, el narcisismo, el que se estudia siempre, en cada gesto, en cada palabra, en cada comportamiento. ¡Cuánta energía perdida en el propio protagonismo!, ¡cuánta insatisfacción genera esa búsqueda errónea! Lo contrario a la humildad es la autocontemplación, que se detiene en si mismo y, por ello, no sabe soñar, no sabe buscar, no sabe crecer.
El escritor inglés Gilbert K. Chesterton, en su obra sobre San Francisco de Asís, afirmaba: “Los hombres dan generalmente un sentido cínico a la frase cuando dicen: ‘Bienaventurado quien nada espera porque no será defraudado’. En un sentido plenamente serio y entusiasta san Francisco dijo: ‘Bienaventurado quien nada espera porque de todo disfrutará’. A causa de esta idea deliberada de arrancar de cero, de partir de la oscura nada de los propios desiertos llegó el Santo a gozar aún de las mismas cosas terrenas como pocos lo lograron, y son ellas en sí mismas el ejemplo más valedero de la idea. Porque no hay otra manera para el hombre de conquistar una estrella o merecer los esplendores de un ocaso”.
Francisco de Asís es el humilde que piensa cosas grandes, quien sueña con poder cambiar el mundo. Es grande porque no es para sí mismo.
Al escuchar cantar el gallo, Pedro lloró. Entre las bendiciones de la mañana, cuando se oye cantar el gallo, el pueblo judío recita: “Bendito eres Tú, Oh Dios nuestro Señor, Rey del Universo, que dotaste al gallo de entendimiento para que distinguiera el día y la noche”. Y al escuchar cantar el gallo, Pedro lloró. Lloró porque no había sabido distinguir el día de la noche, porque no había sabido descubrir en Cristo la luz que guiara sus pasos y porque se había abandonado en la oscuridad de la noche y del pecado.
San Pedro, en su primera carta, proclama que “Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas” (1 Pe 2,21). Que con la fuerza de su amor se nos permita poner nuestros pasos en los suyos.
Rvdo. José Jaime Brosel Gavilá 







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