En la homilía del Domingo de Ramos, y dirigiéndose a los jóvenes, Benedicto XVI señala
que ser cristianos significa considerar el camino de Jesucristo como la vía justa
Domingo, 28 mar (RV).- “Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza” (Lc 19,28).
Reflexionando sobre el Evangelio de la bendición de las palmas, ante miles de fieles
en la Plaza de San Pedro, Benedicto XVI ha reiterado que con esta frase, inmediatamente
después del inicio de la liturgia de este día, la Iglesia anticipa su respuesta al
Evangelio, diciendo: “Sigamos al Señor”. Con ello, el tema del Domingo de Ramos está
claramente expresado. Es el seguimiento: “Ser cristianos significa
considerar el camino de Jesucristo como la vía justa para ser hombres, como aquel
que conduce a la meta, a una humanidad plenamente realizada y auténtica. De modo particular
quisiera repetir a todos los jóvenes, en esta XXV Jornada Mundial de la Juventud,
que el ser cristiano es un camino, o mejor: una peregrinación, un ir juntos con Jesucristo.
Un ir en aquella dirección que Él nos ha indicado y nos indica”.
Camino exterior
que es, sobre todo, imagen del movimiento interior de la existencia, que se cumple
en el seguimiento de Cristo: es una ascensión a la verdadera altitud del ser humano.
El hombre puede elegir un camino cómodo y descansar de toda fatiga. Puede incluso
descender hacia lo bajo, a lo vulgar. Puede hundirse en el barro de la mentira y la
deshonestidad. Jesús nos guía hacia lo que es grande, puro, hacia la vida según la
verdad; hacia el coraje que no se deja intimidar por la habladuría de las opiniones
dominantes; hacia la paciencia que soporta y sostiene al otro.
Cristo conduce
a ayudar a los que sufren, a los abandonados; hacia la fidelidad que está de la parte
del otro, aún cuando la situación se vuelve difícil. Conduce hacia la disponibilidad
para buscar ayuda; hacia la bondad que no se deja desarmar ni siquiera por la ingratitud:
“Él nos
conduce hacia el amor – el amor nos conduce hacia Dios”.
Camino y meta que
nos recuerdan que Dios es uno solo en todo el mundo, que supera inmensamente todos
nuestros lugares y tiempos. Aquel Dios a quien pertenece toda la creación. El Dios
que todos los hombres buscan y que de algún modo conocen. Infinito y al mismo tiempo
cercano, que no puede ser encerrado en ningún edificio, que quiere habitar en medio
de nosotros, estar totalmente con nosotros.
Jesús junto con el Israel peregrinante
sube hacia Jerusalén, para celebrar la Pascua: el memorial de la liberación de Israel,
memoria que, al mismo tiempo, es siempre esperanza de la libertad definitiva, que
Dios donará. Va con la conciencia de ser Él mismo el Cordero en el que se cumplirá
aquello que el Libro del Éxodo dice al respecto. Él permanece siempre cerca de nosotros
en la tierra y al mismo tiempo ya ha llegado ante Dios, nos guía sobre la tierra y
más allá de la tierra.
Jesús quiere conducirnos a la comunión con Dios y en
la Iglesia. Nos impulsa y sostiene. Forma parte del seguimiento de Cristo que nos
dejemos integrar en tal grupo; aceptar que no podemos lograrlo solos. En acto de humildad
y responsable, sin terquedad y presunción. Sin correr detrás de una idea equivocada
de emancipación. La humildad del “estar-con” es esencial para la ascensión. Forma
parte de ella que en los Sacramentos nos dejemos siempre tomar de nuevo por la mano
del Señor; que de Él nos dejemos purificar y corroborar; que aceptemos la disciplina
de la ascensión, aunque estemos cansados.
Y la Cruz forma parte de la ascensión
hacia la altura de Jesucristo, de la ascensión hasta la altura de Dios mismo. Como
en las vicisitudes de este mundo no se pueden alcanzar grandes resultados sin renuncias
y duro ejercicio, como la gran alegría por un gran descubrimiento cognoscitivo o por
una verdadera capacidad operativa está ligada a la disciplina, es más a la fatiga
de la adquisición de conocimientos, así el camino hacia la vida misma, hacia la realización
de la propia humanidad está ligada a la comunión con Aquel que subió a la altura de
Dios a través de la Cruz. “La Cruz es expresión de lo que significa el amor: sólo
quien se pierde a sí mismo, se encuentra”.
“Resumamos: el seguimiento de Cristo
requiere como primer paso el renovarse en la nostalgia por el auténtico ser hombres
y así el renovarse por Dios. Requiere, pues, que se entre en el grupo de cuantos suben,
en la comunión de la Iglesia”. “Se requiere
además que se escuche la Palabra de Jesucristo y que se la viva: en la fe, la esperanza
y el amor. Así estaremos en camino hacia la Jerusalén definitiva y ya desde ahora,
de alguna manera, nos encontraremos allá, en la comunión de todos los Santos de Dios”.
Nuestra
peregrinación en el seguimiento de Cristo no va hacia una ciudad terrena, sino hacia
la nueva Ciudad de Dios que crece en medio de este mundo. Y, sin embargo, esta peregrinación
hacia la Jerusalén terrestre, puede ser también para nosotros, los cristianos, un
elemento útil para ese viaje más grande. Benedicto XVI ha evocado su peregrinación
a Tierra Santa del año pasado. Haciendo hincapié en que «la fe en Jesucristo no es
una invención legendaria», sino que «se fundamenta en una historia verdaderamente
acaecida. Historia que podemos, por así decir, contemplar y tocar», el Papa ha recordado
con emoción los lugares ligados al Redentor, desde la Anunciación hasta llegar a la
Resurrección: “Seguir los caminos
exteriores de Jesús debe ayudarnos a caminar más alegremente y con una nueva certeza
sobre el camino interior que Él nos ha indicado y que es Él mismo”.
Cuando
vamos a Tierra Santa como peregrinos –ha destacado una vez más Benedicto XVI– vamos
también como mensajeros de la paz, con la oración por la paz; con la invitación a
todos de hacer en aquel lugar, que lleva en el nombre la palabra “paz”, todo lo posible
para que llegue a ser verdaderamente un lugar de paz. Así esta peregrinación es al
mismo tiempo – como tercer aspecto – un estímulo para los cristianos a permanecer
en el País de sus orígenes y a comprometerse intensamente en él por la paz.
“Bendito
el que viene, el rey, en el nombre del Señor”. Esta aclamación es expresión de una
profunda pena y es oración de esperanza, ha enfatizado Benedicto XVI, concluyendo
luego su homilía con esta exhortación: “Oremos al Señor para
que nos traiga el cielo: la gloria de Dios y la paz de los hombres. Entendamos tal
saludo en el espíritu del ruego del Padre Nuestro: “¡Hágase tu voluntad así en el
cielo como en la tierra!”. Sepamos que el cielo es cielo, lugar de la gloria y de
la paz, porque allí reina totalmente la voluntad de Dios. Y sepamos que la tierra
no es el cielo desde cuando en ella no se realiza la voluntad de Dios. Saludemos,
por lo tanto, a Jesús que viene del cielo y roguémosle que nos ayude a conocer y
a hacer la voluntad de Dios. Que la realeza de Dios entre en el mundo y así sea colmado
con el esplendor de la paz. Amén”.