El Papa elogia la vida consagrada como “signo de gratuidad y amor” en una sociedad
que arriesga ahogarse en la espiral de lo efímero y de lo útil
Martes, 2 feb (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta tarde a las cinco y media las
vísperas de la fiesta de la Presentación del Señor. Durante la homilía en las Vísperas
de la fiesta de la Presentación del Señor, Jornada también de la Vida Consagrada,
Benedicto XVI ha señalado que “sin la vida consagrada el mundo sería más pobre”, y
ha recordando que la fe, la confianza, la misericordia, y el amor son las característica
principales de quienes se dedican a la vida consagrada. En concreto, el Papa ha alabado
la presencia de la vida consagrada al ser “signo de gratuidad y de amor, sobre todo
en una sociedad que arriesga verse ahogada en la espiral de lo efímero y de lo útil”
Según
ha explicado el Pontífice, esta jornada tiene un triple objetivo: “primero, alabar
y agradecer al Señor el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover la conciencia
y la estima por parte de todo el Pueblo de Dios; y por último, invitar a cuantos han
dedicado plenamente la propia vida a la causa del evangelio, a celebrar las maravillas
que el Señor ha obrado en ellos”. Por estas razones, el Papa ha señalado que para
el hombre de hoy, la vida consagrada “es una escuela privilegiada de la ‘compunción
del corazón’”, pero también, “es una escuela de confianza en la misericordia de Dios,
en su amor que nunca nos abandona”. Porque como ha recordado el Santo Padre, “cuanto
más nos acercamos a Dios, más nos acercamos a Él, más somos útiles a los demás”.
Benedicto
XVI ha tenido palabras de agradecimiento para las comunidades de clausura, y para
quienes sienten el peso del cansancio cotidiano privo de gratificaciones humanas.
“Nadie es inútil –ha exhortado- son un don precioso para la Iglesia y para el mundo,
sediento de Dios y de su Palabra”. El Papa ha concluido su homilía invitando a todos
a participar en el encuentro internacional de sacerdotes que se celebrará en junio
en Roma en el marco de las celebraciones del Año Sacerdotal.
HOMILÍA
COMPLETA
Queridos hermanos y hermanas
En la fiesta
de la Presentación de Jesús al Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo,
ligado al precepto de la ley mosaica que prescribía a los padres, cuarenta días después
del nacimiento del primogénito, que acudiera al Templo de Jerusalén para la purificación
ritual de la madre (cfr Es 13,1-2.11-16; Lv 12,1-8). También María y José cumplieron
este rito, ofreciendo – según la ley – un par de tórtolas o de pichones. Leyendo las
cosas con mayor profundidad, comprendemos que en aquel momento es Dios mismo el que
presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del viejo Simeón
y de la profetisa Ana. Simeón, en efecto, proclama a Jesús como “salvación” de la
humanidad, come “luz” de todas las naciones y “signo de contradicción”, porque manifestará
los pensamientos íntimos de muchos (cfr Lc 2,29-35). En Oriente esta fiesta se llamaba
Hypapante, fiesta del encuentro: en efecto, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en
el Templo y reconocen en Él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que
encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también
en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las
candelas, que dio origen al término “Candelaria”. Con este signo visible se quiere
significar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es “la luz de los hombres”
y lo acoge con todo el impulso de la su fe para llevar esta “luz” al mundo.
En
concomitancia con esta fiesta litúrgica, el Venerable Juan Pablo II, a partir de 1997,
quiso que se celebrara en toda la Iglesia una especial Jornada de la Vida Consagrada.
En efecto, la oblación del Hijo de Dios – simbolizada por su presentación al Templo
– es modelo para todo hombre y mujer que consagra toda su propia vida al Señor. El
objetivo de esta Jornada es triple: ante todo alabar y agradecer al Señor por el don
de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y la estima de parte
de todo el Pueblo de Dios; y en fin, invitar a cuantos han dedicado plenamente su
propia vida a la causa del Evangelio a celebrar la maravillas que el Señor ha obrado
en ellos. Al agradecernos por haber venido tan numerosos, en esta jornada dedicada
particularmente a vosotros, deseo saludar con grande afecto a cada uno de vosotros:
religiosos, religiosas y persone consagradas, expresándoos mi cordial cercanía y vivo
aprecio por el bien que realizáis al servicio del Pueblo de Dios.
La
breve lectura tomada de la Carta a los Hebreos, que hace poco se ha proclamado, une
muy bien los motivos que dan origen de esta significativa y bella celebración y nos
ofrece algunas pautas de reflexión. Este texto – se trata de dos versículos, aunque
muy densos – abre la segunda parte de la Carta a los Hebreos, introduciendo el tema
central de Cristo sumo sacerdote. En verdad habría que considerar también el versículo
inmediatamente precedente, que dice: “Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios,
un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión
de nuestra fe.” (Heb 4,14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre;
el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. Cristo es presentado
como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero e hombre, por lo tanto pertenece realmente
al mundo divino y al humano.
En realidad, es precisamente y sólo a partir
de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo,
que en la Iglesia tiene sentido una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante
Cristo. Tiene sentido sólo si Él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros,
si no fuera así se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo
no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, desaparecería
el fundamento de la vida cristiana en cuanto tal, pero, de forma totalmente particular,
desaparecería el fundamento de toda consagración cristiana del hombre y de la mujer.
La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa de forma “fuerte” precisamente
la búsqueda recíproca de Dios y del hombre, el amor que los atrae; la persona consagrada,
por el mismo hecho de existir, representa como un “puente” hacia Dios para todos aquellos
que la encuentran, un llamado, un reenvío. Y todo esto se afianza en la mediación
de Jesucristo, el Consagrado por el Padre ¡El fundamento es Él! Él, que ha compartido
nuestra fragilidad, para que nosotros pudiéramos participar de su naturaleza divina.
Nuestro
texto insiste, más que sobre la fe, sobre la “confianza” con que podemos acercarnos
al “trono de la gracia”, desde el momento que nuestro sumo sacerdote ha sido Él mismo
“puesto a prueba en todo como nosotros”. Podemos acercarnos para “recibir misericordia”,
“encontrar gracia”, y para “ser ayudados en el momento oportuno”. Me parece que estas
palabras contienen un gran verdad y al mismo tiempo un gran consuelo para nosotros
que hemos recibido el don y el compromiso de una especial consagración en la Iglesia.
Pienso en particular en vosotros, queridas hermanas y hermanos. Os habéis acercado
con plena confianza al “trono de la gracia” que es Cristo, a su Cruz, al su Corazón,
a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a Él
como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que merece todo,
aún más, más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar
lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado,
y cada día os acercáis a Él, también para ser ayudados en el momento oportuno y en
la hora de la prueba.
Las personas consagradas están llamadas de modo
especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra
su propia salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque
tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen
pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen
su propio pecado. Por ello, también para el hombre de hoy, la vida consagrada permanece
como una escuela privilegiada de la “compunción del corazón”, del reconocimiento humilde
de la propia miseria, pero, al mismo tiempo, permanece como una escuela de la confianza
en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más
nos acercamos a Dios, más cerca estamos de Él, más útiles somos para los demás. Las
personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no
sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, siendo llamadas a llevar en el
corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, en especial de
aquellos que están lejos de Dios. En particular, las comunidades que viven en la clausura,
con su específico compromiso de fidelidad en el “estar con el Señor”, en el “estar
a los pies de la cruz”, desarrollan a menudo este rol vicario, unidas al Cristo de
la Pasión, asumiendo en sí los sufrimientos y las pruebas de los demás ofreciendo
con alegría todo, por la salvación del mundo.
En fin, queridos amigos,
queremos elevar al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza precisamente
por la vida consagrada. Si ella no existiera ¡cuán pobre sería todavía más el mundo!
Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es
importante precisamente por su ser signo de gratuidad y de amor, y ello aún más en
una sociedad que corre el riesgo de quedar sofocada en el vórtice de lo efímero y
de lo útil’ (cfr Esort. ap. post-sinod. Vita consecrata, 105). La vida consagrada,
sin embargo, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a “perder” la propia
vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que fue el primero que
“perdió” su vida por nosotros. En este momento pienso en las personas consagradas,
que sienten el peso de la fatiga cotidiana, escasa de gratificaciones humanas, pienso
en los religiosos y en las religiosas ancianos y enfermos, en cuantos se sienten en
dificultad en su apostolado… Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia
al “trono de la gracia”. Son, al contrario, un don precioso para la Iglesia y para
el mundo, sediento de Dios y de la su Palabra.
Llenos de confianza y
de gratitud, renovemos pues también nosotros el gesto del ofrecimiento total de nosotros
mismos presentándonos al Templo. Que el Año Sacerdotal sea una ocasión ulterior, para
los religiosos presbíteros, para intensificar el camino de santificación y, para todos
los consagrados y las consagradas, un estímulo para acompañar y sostener su ministerio
con ferviente oración. Este año de gracia tendrá un momento culminante en Roma, el
próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito
a cuantos ejercen el Sagrado Ministerio. Acerquémonos al Dios tres veces Santo, para
ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres
consagrados al Reino de Dios. Cumplamos este gesto interior en íntima comunión espiritual
con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús
al Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por ese Dios que
lleva en sus brazos; Virgen, pobre y obediente, toda dedicada a nosotros, porque toda
de Dios. En su escuela, y con su ayuda materna, renovemos nuestro “heme aquí” y nuestro
“fiat”. Amén.