Semana de oración por la unidad de los cristianos 2010: «Vosotros sois testigos de
todas estas cosas»
Lunes, 25 ene (RV).- El teólogo y ecumenista agustino P. Pedro Langa Aguilar nos acompañará
durante el Octavario con una breve reflexión sobre el tema de cada día, que este 2010,
centenario de la Conferencia Mundial de Misiones en Edimburgo, se inspira monográficamente
en la frase de Jesús momentos antes de su Ascensión: «Vosotros sois testigos de todas
estas cosas» (Lc 24,48).
Testimoniar por la hospitalidad Lunes,
25 de enero.- «¿Tenéis aquí algo que comer? » (Lc 24,41). La frase de Jesús se prolonga
en otra simplemente asertiva del evangelista, que dice: «Y, entonces, abrió sus inteligencias
para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,45). Comprender, pues, el movimiento
ecuménico supone primero vivir las Escrituras. Escribiendo a los Romanos, Pablo apoya
con otra de las suyas: «Procuremos –dice-, lo que fomente la paz y la mutua edificación
» (Rm 14, 19). O más brevemente aún: busquemos con afán lo que contribuye a la paz
y a la convivencia mutua. Como en tiempos de san Lucas, muchas son las personas y
comunidades forzadas al abandono de sus casas y a encontrar refugio en tierra extranjera.
La emigración ha permitido a numerosos colectivos descubrir nuevas religiones y culturas
gracias a la llegada de fieles de las grandes religiones del planeta. Durante la Semana
de oración por la unidad de los cristianos, reconocemos en nuestro común camino de
hermanos la hospitalidad y la fraternidad de los cristianos de todas las Iglesias.
El ecumenismo, por eso, también es testimoniar la unión en Cristo con la hospitalidad,
poner una y mil veces en práctica si fuere preciso, la teofanía de Mambré narrada
en el Génesis (Gn 18,1-18). También Cristo nos pide acoger al extranjero y dejarnos
acoger por el que será en adelante nuestro vecino. Porque si no podemos ver a Cristo
en el otro, tampoco podremos verlo de manera alguna. La historia de Mambré refiere
cómo Abraham recibió a Dios abriendo su casa y hospedando a los extranjeros: «Señor…,
no pases de largo cerca de tu servidor. Ea, que traigan un poco de agua y lavaos los
pies y recostaos bajo este árbol, que yo iré a traer un bocado de pan, y repondréis
fuerza. Luego pasaréis adelante» (Gn 18,3). Acogiendo a los tres misteriosos jóvenes
que accedieron a comer ante la tienda, Abrahán se convirtió, según la patrística,
nada menos que en anfitrión del mismo Dios unitrino. El episodio quedó incomparablemente
plasmado por Rüblev en el precioso icono de la Santísima Trinidad, sin duda uno de
los más valiosos y bellos del ecumenismo. Sublime hospitalidad, la de acoger al extranjero
en nombre de la Trinidad. A base de compartir dones podremos encontrar en los otros
al Señor. Concédanos él la gracia de estar unidos cuando caminamos juntos, y de reconocerle
en el compañero de viaje. Concluye así el Octavario en aras de una itinerancia que
en los discípulos de Emaús fue cristológica, y en la teofanía de Mambré, trinitaria.
El ecumenismo demuestra en ambas que, sobre ser irreversible, resulta de igual modo
inacabado, pues como el poeta dijo, «se hace camino al andar».
Dar testimonio
por la esperanza y la caridad Domingo,
24 de enero.- «¿Por que os asustáis y por qué dudáis tanto en vuestro interior?» (Lc
24,38). Los discípulos, en efecto, estaban sorprendidos y muy asustados y no era para
menos con la que había caído esos días en Jerusalén. Jesús resucitado, por eso, vino
a ellos en sucesivas apariciones para disipar dudas y consolidar certezas, para ahuyentar
pesimismos y alejar temores, para infundir confianza y encender definitivamente en
sus corazones la hoguera del amor y la esperanza. Aplicado todo ello al ecumenismo,
queda patente que practicar la unidad de la Iglesia es tanto como proclamar que «después
de levantado en la cruz y glorificado, el Señor Jesús envió el Espíritu que había
prometido, por medio del cual llamó y congregó al pueblo de la Nueva Alianza, que
es la Iglesia, en la unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad» (UR 2). Practicar
el ecumenismo, por eso mismo, equivale a testimoniar la unidad de la Iglesia por la
esperanza y la caridad. Esperanza para trabajar en esta Viña del Señor con decidida
voluntad y atento ánimo, sin atosigar, sin perder la calma, confiados en que Jesús,
que pidió insistentemente al Padre por la unidad de su Iglesia, acabará por darle
este regalo. Trabajar en el ecumenismo como si la hora de la unidad de la Iglesia
dependiese exclusivamente de quienes a tan laudable tarea se dedican es tanto como
no entender nada. La unidad eclesial es un don que Dios Padre otorgará por medio de
su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo cuando Él quiera, como El quiera y donde
El quiera. Seguir trabajando, pues, en el ecumenismo con arreglo a la voluntad del
«Ut unum sint» ya es, en sí, dar testimonio del ecumenismo por la esperanza. Testimoniar,
en cambio, por el amor supone adentrarse en los verdes praderíos del diálogo de la
caridad, esa feliz expresión del metropolita ortodoxo Melitón de Calcedonia, uno de
cuyos primeros y más logrados frutos fue el Tomos Agapis publicado a instancias de
Pablo VI y Atenágoras I. Bueno será recordar que la súplica del «Ut unum sint» brota
de labios de Jesús en la misma hora del lavatorio de los pies y del Sacramento de
la Eucaristía, «por el cual se significa y se realiza la unidad de la Iglesia» (UR
2). La Semana de oración por la unidad de los cristianos ofrece a nuestras comunidades
la posibilidad de crecer juntos en la fe, la esperanza y el amor. Es, sin duda, una
magnífica circunstancia para testimoniar el ecumenismo por la esperanza y la caridad.
Hacerlo así será también un estupendo modo de pedir por los que dudan o su vida se
obscurece con el peligro o el miedo.
Dar testimonio fiel según las escrituras Sábado, 23 de enero.-
« ¿No nos ardía ya el corazón cuando conversábamos con él por el camino y nos explicaba
las Escrituras? » (Lc 24,32). La súplica del salmista pidiendo a Dios que abra sus
ojos para ver las maravillas de su ley (cf. Sal 119 [118], 17-40) se convierte aquí
en diapasón con el que interpretar la música interior de los discípulos de Emaús informando
a los Apóstoles de cómo ardía por dentro su corazón cuando les hablaba el Señor Jesús
en el camino y les explicaba las Escrituras (cf. Lc 24, 28-35), las que Timoteo conoció
desde niño, capaces de darle la sabiduría que lleva a la salvación, pues « toda Escritura
es útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia » (2
Tm 3, 16). Oramos estos días para que los cristianos puedan adentrarse más y más en
la revelación divina. Suplicamos que el Espíritu nos ayude a comprender mejor la Palabra
de Dios y a congregarnos de nuevo a todos alrededor de la única mesa del Señor. Siempre
será de agradecer que el Vaticano II, hecho al fervor que la Reforma dispensaba a
la divina Palabra, decidiese apostar con la «Dei Verbum» por el puesto central de
las Escrituras Sagradas en la Iglesia, convencido de que «toda la predicación de la
Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada
Escritura » (DV 21). Apena por eso comprobar, con la Historia en mano, cómo los cristianos
se dividieron tanto, ya leyendo, ya comprendiendo, por la Palabra de Dios: controversias
cristológicas, disputa donatista, contencioso pelagiano y tanto problema aquí imposible
de resumir. Desdichadamente los cristianos han utilizado la Biblia, que por sí misma
tiende a unir, para justificar sus divisiones. Obviamente no es camino ecuménico de
fiar el que conduzca más a destacar desacuerdos que a buscar reconciliaciones. Por
fortuna, los vientos ecuménicos soplan en otra dirección: gracias a las Sagradas Escrituras
el pancristianismo empezó a cobrar conciencia desde 1910 de la importancia de la unidad.
El estudio común de la Biblia pasó a ser uno de los principales medios de crecer juntos
en la fe. Inspiradora tantas veces del «diálogo de la caridad», pauta hoy también
los encuentros de las comisiones mixtas en el «diálogo teológico». El Octavario discurre
todos los años bajo lemas extraídos de la Biblia. Alabanza y gratitud a Dios, pues,
por enviarnos su Palabra que nos salva y que las Escrituras nos ofrecen; por permitirnos
compartir y descubrir la abundancia de su amor en los hermanos de otras confesiones;
por concedernos, en fin, la luz del Espíritu, artífice del ecumenismo, y manantial
infinito de unidad.
Testimoniar en el sufrimiento
Viernes,
22 de enero.- «¿No tenía que sufrir el Mesías todo esto antes de ser glorificado?
» (Lc 24, 26). Hay veces en que la teología parece estar reñida con el sentimiento.
Sobre todo cuando entra por medio la lógica, que en la Pasión de Cristo fue mala cortesana
y le volvió las espaldas. Hoy el Octavario invita a testimoniar el ecumenismo por
los dificilísimos derroteros del dolor. La Sagrada Escritura enseña desde el pasaje
lucano que la glorificación de Cristo debía empezar por el sufrimiento, lo que no
deja de ser un implícito modo de señalar la esencia misma de la Pascua, que supone
un pasar de la muerte a la vida, o sea del mortal sufrir al pascual fruir. Con Jesucristo
de la mano, pues, los cristianos que buscan la plena unidad dicen estos días que saben
solidarizarse con la vida en las situaciones duras de sufrimiento. También el ecumenismo,
al fin, proclama que el amor es más fuerte que la muerte. La humillación extrema de
la tumba dio paso a la resurrección excelsa de la Pascua. Gracias a ella el Señor
llegó a ser como un nuevo sol para la humanidad; como un clamor anunciante de vida,
de perdón y de inmortalidad. Dios nuestro Padre ve compasivo las situaciones de miseria,
sufrimientos, pecado y muerte que afligen a la humanidad, bendice misericordioso con
el perdón, la curación, la consolación y el apoyo en la prueba y dispone providente
por medio de su Hijo y en el Espíritu Santo que todos los hombres lleguen a percibir
en la prueba la luz de la Trinidad. Se hace así la plena unidad completamente solidaria
hacia quienes en su vida se enfrentan al dolor. Testimoniar desde el sufrimiento supone,
haciéndolo en clave ecuménica, tener presente que la muerte y resurrección de Cristo
comprenden también la súplica del «Ut unum sint» en la última Cena. También por la
unidad de su Iglesia había Cristo de morir y resucitar. El ecumenismo al cabo, no
es sólo gozo y aleluya por la reconciliación obtenida y por la unidad intereclesial
reconquistada, sino también sufrimiento, pena y dolor por la división que lacera el
cuerpo místico de Cristo. Pero así como en la causa de la unidad es muchísimo más
lo que nos une que lo que nos separa, del igual modo es también mucho más fuerte y
consoladora la dicha que el ecumenismo reporta. Cada vez que las Iglesias practican
las reglas de la unidad intereclesial en el amor, están proclamando y compartiendo
con el mundo la victoria de Cristo. Están poniendo de relieve que testimoniar incluso
con el sufrimiento contribuye sencillamente a decirle al mundo que la Iglesia de Cristo,
a base de estar unida al dolor de su esposo Cristo el Señor y, en consecuencia, también
al aleluya de su Pascua será siempre la Iglesia de la unidad.
Dar testimonio
celebrando la herencia de la fe
Jueves,
21 de enero.- « ¿Pues qué ha pasado? Le dijeron: Lo de Jesús de Nazaret » (Lc 24,19).
Con esta frase de unos sorprendidos discípulos de Emaús ante el misterioso interlocutor
que llevan de camino, el Octavario intenta sentar que Jesús de Nazaret ejerciendo
de Mesías, es decir, haciendo el bien, centra de igual modo cualquier iniciativa que
aspire a «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos» (UR 1).
Los redactores del material han querido subrayar la centralidad cristiana del ecumenismo
y han tenido, además, la buena idea de corroborarlo con dos textos de san Lucas. Uno,
indicativo de cómo la unidad cristiana debe traducirse en esperar contra toda esperanza,
sin dejarse abatir nunca por el desánimo de los de Emaús: «nosotros esperábamos que
sería él» (Lc 24, 21). Hoy tampoco faltan en la unidad intereclesial quienes despachan
sus obstáculos en el proceso dialógico, por ejemplo, con una pregunta semejante: ”Nosotros
esperábamos que lo de reconciliarse las Iglesias sería cosa de dos días”. Y se quedan
tan frescos. No reparan en el otro texto elegido, a saber: « La multitud de los creyentes
no tenía sino un solo corazón y una sola alma » (Hch 4, 32). Dicho de otro modo: un
solo pensar y un solo sentir. Procura san Lucas con esta hermosa frase levantar acta
en los Hechos de los Apóstoles de lo que representa y supone la «koinonía». Uniéndonos
esta semana a nuestros hermanos y hermanas cristianos en la oración por la unidad,
no haremos sino compaginar la rica variedad y la no menos opulenta diversidad de nuestra
herencia cristiana, estaremos practicando el sublime ejercicio de la comunión. Estaremos
dando preferencia a lo que nos une por encima de lo que nos separa. Estaremos, en
fin, pidiendo que la conciencia de nuestra herencia común nos una más estrechamente
en el progreso de la fe. Buen ejercicio de unidad ecuménica será el dar gracias al
buen Dios por las personas y comunidades que nos transmitieron el mensaje de la Buena
Noticia dándonos así una base sólida para nuestra fe. Testimoniar juntos nuestra fe,
con el saludable fin de que otros conozcan a Dios y pongan su confianza en la verdad
de la salvación ofrecida por Jesucristo para la vida del mundo será un bello modo
de recordar a los primeros ecumenistas del lejano Edimburgo de 1910, aquellos que
pusieron las bases de cuanto ahora por los cuadrantes todos del orbe celebramos. Semana
de oración por la unidad de los cristianos, tiempo especial de oración común y compartida.
Magnífico modo de pedir que la conciencia de nuestra común herencia nos junte más
estrechamente progresando en la fe.
Dar testimonio con atención
Miércoles,
20 de enero.- «Eres el único en toda Jerusalén que no se ha enterado de lo que ha
pasado allí estos días » (Lc 24,18). Bien se ve que dar testimonio no basta, hay que
hacerlo resueltos a no perder comba, a cuidar el matiz. Ecuménicamente urge precisar,
por ejemplo, no sólo que se nos convoca a la unidad eclesial, sino que esa unidad
ha de ser plena y visible. Porque limitarse a lo primero sería tanto como andarse
por las ramas. Y en ecumenismo, más que en otros muchos campos de la vida, cumple
bajar siempre a las raíces. Para el Octavario de este año centenario concretamente
los organizadores han seleccionado como lema las palabras que el compañero de Pablo
nos transmite de Jesús antes de la Ascensión: «Vosotros sois testigos de todas estas
cosas» (Lc 24,48). ¿De qué cosas eran o debían ser testigos los Apóstoles? Por contexto
se desprende claro que de la pasión de Cristo y su resurrección de entre los muertos
al tercer día. Y luego, como añadidura, de la obligación de testificar predicando
en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando
por Jerusalén. Eran los Apóstoles, además, testigos de que todo lo escrito en la Ley
de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de Cristo tenía que cumplirse. A
la postre, tenían que ser asimismo declarantes de que cuanto precede lo había ya dicho
Jesús cuando con ellos estaba. «Testigos de todas estas cosas», dicho en clave patrística
equivaldría a testigos de las maravillas de Dios («mirabilia Dei»). Puede que las
ocupaciones y el estrés hagan difícil percibir lo que realmente salta a la vista.
Como los dos discípulos del Evangelio, tenemos una opinión parcial sobre la verdad,
y pensamos a veces conocer la realidad e intentamos explicar nuestra visión de las
cosas a los otros. En el mundo de hoy, estamos invitados a percibir la presencia de
Dios en todos los acontecimientos sorprendentes o improbables de nuestra vida. ¿Por
qué ofuscarse y no querer admitir las maravillas de Dios en esta santa causa de la
unidad? ¿Por qué no advertir de lo providencial del ecumenismo, que interpela diariamente
a los cristianos para que vivan unidos y juntos testimonien la unidad eclesial? Sería
bueno que en esta Semana de oración por la unidad cobráramos conciencia de un Dios
presente en los acontecimientos y experiencias diarias de la Ecumene. El ecumenismo
es intercambio de dones; es compartir la oración. A cuántos cristianos de hoy no cabría
decirles también, hablando de las maravillas en el ecumenismo: “¿Eres tú el único
que no sabe las cosas admirables que han pasado al movimiento ecuménico en los últimos
tiempos?”.
Dar testimonio compartiendo nuestras experiencias Martes,
19 de enero.- «¿Qué es eso que discutís mientras vais de camino?» (Lc 24,17). El sugestivo
episodio de Jesús con los discípulos de Emaús refleja la catequesis itinerante a unos
discípulos llenos de pesadumbre que abandonan Jerusalén camino de su tierra y se prestan,
después de todo, a compartir generosos con el extraño personaje que se les acaba de
unir, no diré las razones de su esperanza medio moribunda, pero sí cuanto durante
los días de Pascua en la Ciudad Santa ha sucedido. Por la otra cara del episodio aflora
el desconocido Maestro, ese misterioso peregrino que de igual modo comparte con ellos
lo que la Escritura dice del Mesías. Los tres comparten, siendo así, pero los de Emaús
salen sensiblemente enriquecidos: las criaturas no pueden enriquecer a la Riqueza;
sería tanto como querer utilizar una bombilla para ver el sol. Por supuesto que la
narración evangélica encierra lecciones para al ecumenismo. Así que las Iglesias que
sientan de lleno la escandalosa división entre cristianos, seguramente apesadumbradas
ellas también, deberán compartir su fe mostrándose al hacerlo discípulas del Maestro,
que una y otra vez vuelve y vuelve con la historia de aquella catequesis itinerante
de Emaús, por cuyo contenido asoma su ferviente deseo de unidad. Jesús es el maravilloso
catequista dispuesto a recordarle a su Iglesia las ventajas de una itinerancia compartida.
Porque la Iglesia, a la postre, como san Agustín dejó dicho en su inmortal Ciudad
de Dios, «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»
(ciu. Dei 18, 51,2; cf. LG 8), y ya es lástima que ese discurrir eclesiológico se
vea no pocas veces entorpecido por los obstáculos de la división. Este Octavario permite
que recordemos al catequista que se arrancó en Edimburgo frente al quehacer de una
misionología sin rubor a la hora de predicar un Cristo dividido. Tal vez aquella voz
diga poco a este mundo nuestro globalizado, pero su valiente denuncia sigue ahí. Los
medios modernos de comunicación pueden hacer el «milagro» de que nuestro compartir
resulte más amplio y, en consecuencia, más grande también el enriquecimiento de la
unidad. Haga el Señor de la historia que sepamos darle gracias por quienes nos hablaron
de su fe y dieron así testimonio de su presencia en nuestras vidas. Si la evangelización
consiste en anunciar por doquier la Buena Noticia de Jesús resucitado, el ecumenismo
hace que dicho mensaje llegue límpido y sin interferencias. Acompañe, pues, al hablar
de nuestra fe el propósito de hacerlo juntos. Sólo así nuestro testimonio de la Resurrección
de Cristo será creíble. Testimoniar celebrando
la vida Lunes, 18 de enero.-
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5). Testimoniar el ecumenismo
es tanto como celebrar la resurrección de Cristo, es decir, la vida exenta de amenazas,
condicionamientos y corruptela. En toda reconciliación ecuménica concurren siempre
ingredientes propios de la Pascua, que no en vano significa pasar, pero pasar de la
muerte a la vida, no a la inversa. Pasar, pues, ecuménicamente hablando, de las divisiones
a la unidad. La división es dispersiva, desequilibrante, disgregadora, mortal. La
unidad, en cambio, es acumulativa, equilibrante, congregadora, vital. La división
es muerte. La unidad, vida. Testimoniar el ecumenismo es apostar por la vida en la
Iglesia y de la Iglesia. El propio sepulcro vacío es un testimonio de la Resurrección
de Cristo: las vendas por el suelo y el sudario plegado en lugar aparte (cf. Jn 20,6-7),
ponen de manifiesto, son rastros del anterior estado de vida, pero a la vez anuncian
desde su muda quietud una realidad nueva. En el ecumenismo reflejan el anterior estado
de división a la vez que la nueva situación de la unidad. Las divisiones intercristianas
sobre cuestiones básicas de fe y de vida en cuanto discípulos de Cristo atentan de
lleno, por eso mismo, contra nuestra capacidad de testimoniar ante ese mundo sediento
de unidad. Por eso mismo las vendas por el suelo y el sudario aparte apuntan a las
divisiones, cuya realidad misma se vuelve antitestimonio de cara a la unidad. La unidad
cristiana es comunión basada en nuestra pertenencia a Cristo y a Dios. Resucitar en
y para Cristo conlleva irrumpir en la nueva realidad de la comunidad reconciliada,
de la unidad conseguida. No podía omitir este año la Semana de oración por la unidad
de los cristianos el centenario de Edimburgo. Así que las Iglesias cristianas de Escocia
encargadas de preparar el material, puestas ante los emblemáticos términos que en
aquel amanecer del siglo XX aunaron voluntades y proyectos, o sea unidad y misión,
han preferido al evangelista de la misericordia y encargado de levantar acta de la
«koinonía» eclesial en los Hechos de los Apóstoles, o sea san Lucas, como inagotable
manantial de consulta. Para el Octavario concretamente han seleccionado como lema
las palabras que el compañero de Pablo nos transmite de Jesús antes de la Ascensión:
«Vosotros sois testigos de todas estas cosas» (Lc 24,48). Si la Resurrección de Cristo
invita a testimoniar celebrando la vida, el ecumenismo esta vez empuja igualmente
a exaltar la realidad centenaria de Edimburgo reconociendo que «el Señor ha estado
grande con nosotros y estamos alegres» (Sal 125,3).