Misa del Gallo: el Papa invita a huir de la prisión de nuestro egoísmo y nuestro minúsculo
mundo privado, causas del conflicto en el mundo y de la imposibilidad de reconciliación
Jueves, 24 dic (RV).- Los pastores han sido esta noche el hilo conductor de toda la
homilía de Benedicto XVI en la Misa del Gallo. La historia de los pastores vigilantes
narrada en el Evangelio con un propósito preciso: la de responder de forma justa al
mensaje que se dirige también a nosotros y que anuncia el nacimiento de un Salvador,
la llegada de un Mesías que no puede dejarnos indiferentes.
La figura de los
pastores vigilantes ha dado pié al Papa a utilizar un símil para resaltar que tenemos
que estar despiertos para poder recibir el mensaje. “La diferencia entre uno que sueña
y uno que está despierto –ha explicado el Pontífice- consiste en que quien sueña está
encerrado en un mundo que obviamente es sólo suyo y no lo relaciona con los otros.
Despertarse significa salir de dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad
común, en la verdad, que es la única que nos une a todos.
“El conflicto en
el mundo, la imposibilidad de conciliación recíproca, es consecuencia del estar encerrados
en nuestros propios intereses y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo
mundo privado. El egoísmo, tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero
de nuestros intereses y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de
otros”.
Benedicto XVI, que ha afirmado también que en cada alma, de modo oculto
o patente, hay un anhelo de Dios, ha lamentado cómo la mayoría de los hombres no considera
una prioridad las cosas de Dios, cómo “en la lista de las prioridades, Dios se encuentra
frecuentemente casi en último lugar”. Y de nuevo ha recurrido al ejemplo de los pastores
para aprender de ellos a “no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida
cotidiana”.
“Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan
totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos
continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del enredo
de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia
Él”.
“Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, ha subrayado el Papa, un signo
diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza”. Y sin embargo,
“la señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro
clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él se hace pequeño;
se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor”.
“Dios es así, ha
finalizado Benedicto XVI. Nos invita a ser semejantes a Él. Y nos hacemos semejantes
a Dios si aprendemos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza; si renunciamos
a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y el amor”.
HOMILÍA
COMPLETA
Queridos hermanos y hermanas
«Un niño nos
ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el
futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del
que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: «Hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). El Señor
está presente. Desde este momento, Dios es realmente un «Dios con nosotros». Ya no
es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede
intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro
lado. Cristo resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: «Sabed que yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Por vosotros
ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios nos lo vuelve
a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Ésta es una noticia que
no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo cambia. Si es cierta, también
me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo decir como los pastores: Vayamos, quiero
ir derecho a Belén y ver la Palabra que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra
la historia de los pastores sin motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera
justa al mensaje que se dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen, pues, estos primeros
testigos de la encarnación de Dios?
Ante todo, se dice que los pastores
eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar precisamente porque estaban
velando. Nosotros hemos de despertar para que nos llegue el mensaje. Hemos de convertirnos
en personas realmente vigilantes. ¿Qué significa esto? La diferencia entre uno que
sueña y uno que está despierto consiste ante todo en que, quien sueña, está en un
mundo muy particular. Con su yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente,
es solamente suyo y no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de
dicho mundo particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es
la única que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación
recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses y en
las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo, tanto del
grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses y deseos, que
contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad, nos dice el Evangelio.
Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la comunión del único Dios. Así,
despertarse significa desarrollar la sensibilidad para con Dios; para los signos silenciosos
con los que Él quiere guiarnos; para los múltiples indicios de su presencia. Hay quien
dice «no tener religiosamente oído para la música». La capacidad perceptiva para con
Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra
manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras
diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos
«sin oído musical» para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada alma
hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta vigilancia,
este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por los demás, por los
que parecen «no tener este oído musical» y en los cuales, sin embargo, está vivo el
deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia
de ver como vio Pablo, podría ahora (durante la Liturgia) contemplar un gran ejército
de Ángeles (cf. In Lc 23,9). En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios
y los Santos nos rodean. El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre
los ojos de nuestro corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos
llevar así tu cercanía a los demás.
Volvamos al Evangelio de Navidad.
Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron
uno a otro: «Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo» (Lc 2,15s.). Se apresuraron,
dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante
que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se les había dicho iba mucho más allá
de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha nacido el Salvador. El Hijo de David tan
esperado ha venido al mundo en su ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente,
les impulsaba también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza
de lo que se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas
aparentemente irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria
las cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las cosas
de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la inmensa mayoría,
estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo que aquí y ahora parece
urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra frecuentemente casi en último
lugar. Esto – se piensa – siempre se podrá hacer. Pero el Evangelio nos dice: Dios
tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo en nuestra vida merece premura sin tardanza,
es solamente la causa de Dios. Una máxima de la Regla de San Benito, reza: «No anteponer
nada a la obra de Dios (es decir, al Oficio divino)». Para los monjes, la liturgia
es lo primero. Todo lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida
para cada persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida.
Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de ellos
a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana. Queremos aprender
de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras ocupaciones – por más
importantes que sean – para encaminarnos hacia Dios, para dejar que entre en nuestra
vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios y, por Él, al prójimo, nunca es
tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos verdaderamente, en el que vivimos nuestro
ser personas humanas.
Algunos comentaristas hacen notar que los
pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver a Jesús en el pesebre
y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios de Oriente, los representantes
de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron mucho más tarde. Y los comentaristas
añaden que esto es del todo obvio. En efecto, los pastores estaban allí al lado. No
tenían más que «atravesar» (cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir
donde un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino
largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues bien,
también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor. Por decirlo
así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la mayor parte de
nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel que se ha hecho hombre,
del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en filosofías, en negocios y ocupaciones
que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el pesebre es muy largo.
Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que
podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así
encontrar el camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos
adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos decir:
¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha venido a nuestro
encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No podríamos llegar hasta Él
sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado.
Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos
pide: Venid a ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem,
dice la Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos peregrinos
hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia Él. Pero también
a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la Iglesia, en el servicio al
prójimo, en el que Cristo me espera.
Escuchemos directamente el Evangelio
una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se ponen en camino:
«Veamos qué ha pasado». El texto griego dice literalmente: «Veamos esta Palabra que
ha ocurrido allí». Sí, ésta es la novedad de esta noche: se puede mirar la Palabra,
pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del que no se debe hacer imagen alguna, porque
cualquier imagen sólo conseguiría reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha
hecho, él mismo, visible en Aquel que es su verdadera imagen, como dice San Pablo
(cf. 2 Co 4,4; Col 1,15). En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en
su morir y resucitar, podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio
del mismo Dios viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores: «Aquí tenéis
la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12;
cf. 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es
un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es que Él
se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro amor.
Cuánto
desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del
poder de Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso
nos da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser
semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con esta
señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la verdadera grandeza;
si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la verdad y del amor. Orígenes,
siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha visto expresada en el símbolo de las
piedras la esencia del paganismo: paganismo es falta de sensibilidad, significa un
corazón de piedra, incapaz de amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los
paganos, «faltos de sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera» (In
Lc 22,9). Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a
Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa,
Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos.
Escuchemos de nuevo a Orígenes: «En efecto, ¿para qué te serviría que Cristo haya
venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu alma? Oremos para venga a nosotros
cotidianamente y podamos decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí
(Ga 2,20)» (In Lc 22,3).
Sí, por esto queremos pedir en esta Noche
Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con nosotros. Entra en mí,
en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos nosotros, de madera y piedra,
nos convirtamos en personas vivas, en las que tu amor se hace presente y el mundo
es transformado.