Card. Rouco: La Inmaculada reclama a los cristianos mayor compromiso por la vida
Martes, 8 dic (RV).- En la homilía celebrada en la Catedral de la Almudena de Madrid
en la Vigilia de la Inmaculada, el cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María
Rouco Varela dijo que “llamar a María, Inmaculada Concepción no fue un fruto más o
menos sentimental y poético de la admiración del pueblo cristiano por María, sino
sobre todo la respuesta de la fe de la Iglesia, surgida de la lectura, meditación
y acogida del relato de la Anunciación que nos trasmite con tanta belleza y emoción
el Evangelio de San Lucas”.
Y al iniciarse el nuevo año litúrgico, preparándonos
para el nuevo Nacimiento de su Hijo queremos -afirmó el arzobispo de Madrid- proclamar
de nuevo al mundo nuestra fe en María, la Inmaculada Concepción, Reina y Madre de
Misericordia, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra: ¡Madre de la nueva Vida! Al
amparo virginal de María Inmaculada, Madre de la Vida, podremos configurar y conducir
toda nuestra existencia como una vocación para la vida que no tiene fin: la vida sobrenatural,
la misma vida de Dios.
“La celebración de la solemnidad de la Inmaculada Concepción
de este año 2009, inmerso en una profunda situación crítica, no sólo económica sino
también cultural, moral y religiosa, -explicó el cardenal Rouco Varela- reclama de
los cristianos: primero, un serio, consecuente y valiente compromiso por “la vida”;
y, segundo, el recurso frecuente y perseverante a la plegaria dirigida y confiada
al amor maternal de María Santísima nuestra Madre, Virgen Inmaculada y Purísima, Madre
de la Vida. ¡Oh María, aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a ti confiamos
la causa de la vida. Texto completo de la Homilía: Mis
queridos hermanos y hermanas en el Señor:
De nuevo, en el comienzo del Año
litúrgico y a la espera de una nueva venida del Señor, nos reunimos para celebrar
la solemnísima Vigilia Eucarística de la Inmaculada de tan hondas raíces en la cultura
y en la piedad mariana del Madrid contemporáneo.
Queremos honrar a María,
demostrarle nuestro amor. Un amor renovado por la gracia del perdón recibido en el
sacramento de la penitencia y por la oración compartida de esta noche ofreciendo con
toda la Iglesia sobre el altar de la Eucaristía el sacrificio de la Cruz de su Hijo,
comulgando su sacratísimo Cuerpo y Sangre derramada por la salvación del mundo.
A
María la llamamos con el entrañable lenguaje de la fe y de la tradición cristiana:
Madre de Dios y Madre nuestra, Virgen Misericordiosa. Hoy la reconocemos y veneramos
especialmente como “la Inmaculada” y “la Purísima”. Expresión típica de la devoción
mariana de España, querida y defendida tenaz y ardientemente por nuestros padres y
antepasados en la Fe. Una advocación, por cierto, de extraordinaria actualidad por
lo que evoca de perenne verdad divino-humana y por las resonancias en ella de la problemática
más aguda y dramática de nuestro tiempo.
Por eso hoy con nuevas y apremiantes
razones proclamamos que es “Purísima” sintiendo muy hondamente las palabras del Prefacio:
“Purísima
había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el cordero inocente que quita el pecado
del mundo, Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo
de santidad”.
Llamar a María, Inmaculada Concepción no fue un fruto más o menos
sentimental y poético de la admiración del pueblo cristiano por María, la Madre de
Jesucristo su Señor y Salvador, sino sobre todo respuesta de la fe de la Iglesia,
surgida y alimentada con la lectura, meditación y acogida cordial del relato de la
Anunciación que nos trasmitió y trasmite con tanta belleza y emoción literaria el
Evangelio de San Lucas.
¿Cómo no iba el Magisterio de los Pastores de la Iglesia,
unidos en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, descubrir en el saludo y en
las palabras del Ángel Gabriel, anunciando a María que había sido elegida para ser
la Madre del Hijo del Altísimo, una vocación totalmente singular y única que la hacía
bendita entre todas las mujeres desde el momento inicial de su vida? Los fieles cristianos
los acompañarán y seguirán con una fe pronta y lúcida. “Llena de Gracia, el Señor
está contigo” le dice el Ángel a María. Su hijo se llamará Jesús, ¡“será grande”!
“El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob
para siempre y su reino no tendrá fin”. Concebirá por obra del Espíritu Santo; sin
concurso de varón.
La fe de la Iglesia percibe desde el principio, y cada
vez con mayor nitidez, que María es aquella mujer de la que hablaba el libro del Génesis,
“que herirá la cabeza” a la serpiente cuando ésta la hiera en el talón: la contrapuesta
a Eva, la mujer por la que se había iniciado la historia del hombre pecador. A María
se la identificará, sin vacilar, como la Mujer nueva; madre de la nueva estirpe; iniciadora
de la nueva historia del hombre: ¡una historia de gracia, de santidad y de vida! Dios
la elige y llama para ser la madre del autor de la salvación. De esta perspectiva
histórica-salvífica, desde la que la Iglesia contempla a María leyendo el Evangelio
de San Lucas, hasta la afirmación solemne de que ella misma por la previsión del amor
redentor de su Hijo ha quedado envuelta y configurada por la misericordia y la gracia
desbordante del Padre desde el momento de su concepción, no había más que un paso.
Su Santidad el Beato, Pío IX, lo daría una luminosa mañana del 8 de diciembre de 1854,
declarando, proclamando y definiendo que “la doctrina que sostiene que la beatísima
Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer
instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en
atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por
Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por los fieles”. El pueblo
cristiano de España, junto con sus Obispos, sus teólogos, sus poetas y artistas venía
sosteniendo esta verdad con corazón ardiente y lúcidamente creyente desde siempre
manifestándola en y con formas de exquisita ternura y de profunda sensibilidad espiritual.
3.
Hoy, al iniciarse el nuevo año litúrgico, preparándonos para el nuevo Nacimiento de
su Hijo en la España de nuestros días, sus hijos y sus hijas queremos proclamar de
nuevo al mundo nuestra fe en María, la Inmaculada Concepción, Reina y Madre de Misericordia,
Vida, Dulzura y Esperanza nuestra: ¡Madre de la nueva humanidad redimida y salvada
por su divino Hijo!; ¡Madre de la nueva Vida!
Hoy la volvemos a cantar con
nuevo y suplicante fervor “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está
contigo”. Se lo decimos con amor filial, unidos en el seno de nuestras familias, con
nuestros hijos, en casa, con nuestros jóvenes y mayores, con los sanos y los enfermos,
con los pobres y los afligidos por el desempleo y con los que lo conservan. Se lo
decimos hoy y aquí reunidos en la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia.
Es el saludo lleno del amor que nos sale espontánea y fervorosamente del corazón con
el júbilo de celebrar su “Inmaculada Concepción” en esta su Iglesia Catedral de “La
Almudena”; Ella es la madre de la vida.
4. Sí, María Inmaculada es la
Madre de la Vida.
El fruto del árbol prohibido del que habían comido Adán
y Eva encerraba en su interior la semilla de la muerte. Nuestros primeros padres habían
hecho un uso de la libertad contra Dios, contra aquél que les había dado la vida.
La consecuencia no podía ser otra que aquella que su Creador les aclaró y predijo:
moriréis. Sus palabras, dirigidas a Adán, fueron claras: “porque eres polvo y al polvo
tornarás” (Ge 3,19). Su pecado, pecado de origen para toda la familia humana, conllevaba
consigo la muerte. San Pablo lo explicará más tarde a los Romanos con una extraordinaria
concisión: “Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado
la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron” (Rom 5,
12).
Sin embargo, en aquel primer momento de la historia del pecado y de la
muerte se abría para el hombre por un designio de infinito amor misericordioso de
Dios el camino de la gracia y de la vida. Dios les había prometido la victoria de
otra mujer un nueva Eva sobre “la serpiente traidora”, el diablo, el príncipe del
mal: ¡la victoria de María! Con ella, Madre del Redentor, Hijo de Dios e Hijo suyo,
se iniciaba por parte del hombre el uso de la libertad obediente al amor misericordioso
de Dios, preanunciado y anticipado en Ella y por Ella con sus palabras de respuesta
al Ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Desde entonces
el hombre para recuperar la posibilidad de un entendimiento, de una voluntad y de
un corazón que sepan amar le basta con colocarse al pie de la Cruz junto a María y
dejarse bañar por el agua y la sangre que sale del Divino Corazón de Jesús, de Jesucristo
Crucificado. De este modo se pone en condiciones de recuperar sana y salva, más aún,
¡gloriosa! la vida, con la novedad de ese Crucificado que ya Resucitado y Victorioso
vive presente y operante en su Iglesia. Con Él, Rey del Universo, y junto a Ella,
Reina de todos los santos, podemos ya vencer la muerte: la muerte eterna y la muerte
temporal; en una palabra ¡la Muerte! Sí, al amparo virginal de María Inmaculada, Madre
de la Vida, podremos configurar y conducir toda nuestra existencia como una vocación
para la vida que no tiene fin: la vida sobrenatural, la misma vida de Dios.
Nuestra
vida en este mundo recobra pues a la luz del Misterio de la Inmaculada Concepción
de María todo su significado personal y social.
La vida es un don de Dios desde
el principio de la creación que se ve recuperado y restaurado en todo su valor por
la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre que por amor hizo el Hijo de Dios e Hijo de
María al Padre de toda misericordia. La vida que recibe el hombre de forma sagrada
y gratuita por la creación, aparece ahora a la luz de la verdad de Jesucristo, Redentor
del hombre, como un don para vivir la plenitud del amor que madura en el tiempo y
florece gloriosamente en la eternidad: ¡como el amor más grande que vence verdadera
y radicalmente a la muerte! Desconocer, despreciar, maltratar y eliminar la vida física
del hombre, sea cual sea el momento y la situación en que se encuentre desde el instante
de su concepción hasta el momento de su muerte natural, implica el desprecio, el rechazo
y la destrucción del don de la vida en su totalidad. Significa rechazar a Cristo,
el Autor de la nueva vida. Una cruel versión contemporánea del pecado de origen. Una
radicalización suma del no a Dios, de la rebelión contra Él.
¿Qué puede resultar
para el futuro de una sociedad que acepta el aborto y lo facilita, que se deja inclinar
por la pendiente inhumana e inmoral de la eutanasia, sino el de devenir una mal llamada
civilización donde triunfa la muerte en todas sus variantes? Juan Pablo II lo avisaba
con palabras proféticas. Para el hombre y la sociedad contemporáneas no hay nada más
que una alternativa: la del Evangelio de la vida, del respeto y cuidado del don de
la vida inviolable y sagrada y de la consiguiente “civilización del amor”, o la de
la cultura y civilización de la muerte y de la muerte del amor. Para un cristiano,
para un hijo de María la Madre de la Iglesia, la elección es clara: ¡es la “del sí”
incondicional al Evangelio de la vida! Hoy de nuevo en esta Vigilia de plegaría Eucarística
con la renovación gozosa de nuestra veneración y amor a la Virgen Inmaculada queremos
profesar y afirmar, desde lo más hondo de nuestro corazón el propósito decidido de
testimoniar y de realizar el sí al Evangelio de la Vida en todos los ámbitos de nuestra
realización personal y en la sociedad como testigos valientes y públicos del Evangelio
de Jesucristo. Nuestro Santo Padre Benedicto XVI nos recuerda en su última Encíclica,
al examinar la crisis de nuestro tiempo con clarividencia evangélica, que “la apertura
moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica” (CIV, 44).
La celebración de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de este año 2009, inmerso
en una profunda situación crítica no sólo económica sino también cultural, moral y
religiosa, reclama de los cristianos, especialmente de los jóvenes y de las familias:
primero, un serio, consecuente y valiente compromiso por “la vida”; y, segundo, el
recurso frecuente y perseverante a la plegaria dirigida y confiada al amor maternal
de María Santísima nuestra Madre, Virgen Inmaculada y Purísima, Madre de la Vida.
¡Que bella y actual nos suena la oración a María de Juan Pablo II, puesta al final
de su Encíclica de 1995 “Evangelium vitae” como un hermoso colofón:
Oh María, aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes, a ti confiamos : mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer; de pobres a quienes
se hace difícil vivir; de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana; de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo Sepan anunciar con firmeza
y amor a los hombres de nuestros tiempo
el Evangelio de la vida. Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo; la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia, y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir, junto con todos
los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor, para alabanza
y gloria de Dios creador y amante de la vida.