HOMILÍA DEL SANTO PADRE PARA LA CLAUSURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA
CAPILLA PAPAL PRESIDIDA POR EL SANTO PADRE PARA LA CLAUSURA DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL
PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
A las 10:00 de esta mañana, 25 de octubre
de 2009, XXX domingo del tiempo ordinario, en la Basílica Vaticana, sobre la tumba
del apóstol Pedro, el Santo Padre Benedicto XVI ha presidido la Celebración de la
Eucaristía con los Padres Sinodales, para clausurar la II Asamblea Especial para África
del Sínodo de los Obispos, que se ha celebrado en el Aula del Sínodo en el Vaticano
desde el 4 de octubre de 2009, sobre el tema “La Iglesia en África al servicio de
la reconciliación, de la justicia y de la paz “Vosotros sois la sal de la tierra...Vosotros
sois la luz del mundo” (Mt 5, 13.14)”.
Han concelebrado junto al Papa 239 Padres
sinodales, otros Partecipantes y colaboradores, de los cuales 33 eran Cardenales,
75 Arzobispos, 120 Obispos y otros 8 Presbíteros (8 Padres Sinodales, 5 miembros de
la Secretaría General, 4 Oyentes, 15 Expertos, 2 Encargados de Prensa, 25 Asistentes
y 3 Traductores). En total los Concelebrantes han sido 294.
Mientras el Santo
Padre y los Concelebrantes se dirigían hacia el Altar, se ha ejecutado el canto en
Igbo “Enwere m anuri” (“Qué alegría”) y el Salmo 46 “Iubilate Deo”.
Han subido
al Altar para la Oración Eucarística los Presidentes Delegados S.Em. Card. Francis
ARINZE, Prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos (CIUDAD DEL VATICANO), S.Em. Card. Wilfrid Fox NAPIER, O.F.M., Arzobispo
de Durban (SUDÁFRICA) y S.Em. Card. Théodore-Adrien SARR, Arzobispo de Dakar (SENEGAL);
el Relator General S.Em. Card. Peter Kodwo Appiah TURKSON, Arzobispo de Cape Coast
(GHANA); el Secretario General S.E.R. Mons. Nikola ETEROVIĆ (CIUDAD DEL VATICANO);
los Secretarios Especiales S.E.R. Mons. Damião António FRANKLIN, Arzobispo de Luanda
(ANGOLA) y S.E.R. Mons. Edmond DJITANGAR, Obispo de Sarh (CHAD).
La Primera
lectura ha sido pronunciada en portugués, el Salmo responsorial en italiano y la Segunda
lectura en inglés. El Evangelio ha sido proclamado en latín. La Oración de los fieles
ha sido pronunciada en francés, Kikongo, Malagasy, Swahili e Igbo. Durante el rito
del Ofertorio se ha cantado en lengua Yoruba, “Tewo gbebowa” (“Recibe nuestro sacrificio”);
el Cordero de Dios se ha cantado en lengua Efik, “Eyen eron”. Los cantos de comunión
han sido el Salmo 118, en latín, y “Munzo ya” (“Señor estamos aquí”), en lengua Hausa.
Como conclusión, el “Ave Maria” en lengua Igbo y una letanía en lengua Ge’ez.
Durante
el Sagrado Rito, después de la proclamación del Evangelio, el Santo Padre ha pronunciado
la Homilía que publicamos a continuación.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE:
¡Venerados
hermanos! ¡Queridos hermanos y hermanas!
He aquí un mensaje de esperanza
para África: lo acabamos de escuchar de la Palabra de Dios. Es el mensaje que el Señor
de la historia no se cansa de renovar para la humanidad oprimida y derrotada de cada
época y de cada tierra, desde cuando reveló a Moisés cuál era su voluntad respecto
de los israelitas esclavos en Egipto: “He visto la aflicción de mi pueblo… he escuchado
el clamor… conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo… y para subirlo a una
tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,7-8). ¿Qué tierra
es esa? ¿Acaso no es el Reino de la reconciliación, de la justicia y de la paz, a
la que está llamada toda la humanidad? El designio de Dios no cambia. Es el mismo
que profetizó Jeremías, en los magníficos oráculos denominados “Libro de la consolación”,
de donde se ha tomado la primera lectura de hoy. Es un anuncio de esperanza para el
pueblo de Israel, postrado por la invasión del ejército de Nabucodonosor, por la devastación
de Jerusalén y del Templo, y por la deportación a Babilonia. Un mensaje de alegría
para el “resto” de los hijos de Jacob, que anuncia un futuro para ellos, porque el
Señor los llevará de nuevo a su tierra, por un camino recto y llano. Las personas
que necesitan apoyo, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada y la parturienta,
experimentarán la fuerza y la ternura del Señor: Él es un Padre para Israel, dispuesto
a cuidar de él como del primogénito (cf. Jr 31,7-9).
El designio de Dios no
cambia. A lo largo de los siglos y los cambios de la historia, El siempre apunta a
la misma meta: el Reino de la libertad y de la paz para todos. Esto conlleva su predilección
por todos los que se ven privados de libertad y de paz, por todos los que ven violada
su dignidad de personas humanas. Pensemos especialmente en los hermanos y hermanas
que en África sufren la pobreza, enfermedades, injusticias, guerras y violencias,
o migraciones forzadas. Estos hijos predilectos del Padre celestial son como el mendigo
ciego del Evangelio, Bartimeo, que “estaba sentado junto al camino” (Mc 10,46), a
las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús el Nazareno. Es el camino
que lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrifical, que el
Mesías acepta por nosotros. Es el camino de su éxodo que también es el nuestro: el
único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz.
En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que había perdido la vista. Sus caminos
se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión
de mí!”, grita el ciego con confianza. Replica Jesús: “Llamadle”, y añade: “¿Qué quieres
que te haga?”. Dios es la luz y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz,
hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. A su
lado pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y
de nuestro amor. “¿Qué quieres que te haga?”. Dios lo sabe, pero pregunta; quiere
que el hombre hable. Quiere que el hombre se levante, que recupere la valentía para
pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de boca del hijo
la libre voluntad de volver a ver la luz, esa luz para la cual lo ha creado. “Rabbuní,
¡que vea!”. Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la
vista y le seguía por el camino” (Mc 10,51-52).
Queridos Hermanos, demos gracias
porque este “misterioso encuentro entre nuestra pobreza y la grandeza” de Dios se
ha realizado también en la Asamblea sinodal para África que hoy se concluye. Dios
ha renovado su llamada: “¡Ten confianza! Levántate” (Mc 10, 49). Y también la Iglesia
que está en África, a través de sus Pastores, venidos de todos los países del Continente,
de Madagascar y de las demás islas, ha acogido el mensaje de esperanza y la luz para
caminar en la vía que conduce al Reino de Dios. “Vete, tu fe te ha salvado” (Mc 10,
52). Sí, la fe en Jesucristo – cuando es bien comprendida y practicada – guía a los
hombres y a los pueblos a la libertad en la verdad o, para utilizar las tres palabras
del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado,
sigue a Jesús por el camino, es la imagen de la humanidad que, iluminada por la fe,
se pone en camino hacia la tierra prometida. A su vez, Bartimeo se vuelve testigo
de la luz, contando y demostrando en primera persona que ha sido curado, renovado,
regenerado. Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, operadores
de justicia y de paz; “sal y luz” en medio a la sociedad de los hombres y de las naciones.
Por esto el Sínodo ha confirmado con énfasis – y lo ha manifestado – que la Iglesia
es Familia de Dios, en la que no pueden subsistir divisiones de base étnica, lingüística
o cultural. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, aun en los momentos más
oscuros de la historia humana, el Espíritu Santo actúa y transforma los corazones
de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan hermanos. La Iglesia
reconciliada es una potente levadura para la reconciliación en cada país y en todo
el Continente africano.
La segunda lectura nos ofrece una perspectiva más:
la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo en el camino del amor, tiene una forma sacerdotal.
La categoría del sacerdocio, come llave interpretativa del misterio de Cristo y, por
consiguiente, de la Iglesia, ha sido introducida en el Nuevo Testamento por el Autor
de la Carta a los Hebreos. Su intuición tiene origen en el Salmo 110, citado en el
fragmento de hoy, allá donde el Señor Dios, con solemne juramento, asegura al Mesías:
“Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”.(v. 4). Referencia
que evoca otra, extraída del Salmo 2, en el que el Mesías anuncia el decreto del Señor
que dice de Él: “Tú eres mi hijo; yo te engendré hoy” (v. 7). De estos escritos deriva
la atribución a Jesucristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico, sino “según
el orden de Melquisedec”, es decir, el sacerdocio sumo y eterno, de origen no humano
sino divino. Si cada sumo sacerdote “es tomado de entre los hombres y es constituido
para servicio a favor de los hombres delante de Dios” (Hb 5, 1), solo Él, Cristo,
el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su misma Persona, un sacerdocio
singular y trascendente, del que depende la salvación universal. Este sacerdocio suyo,
Cristo lo ha transmitido a la Iglesia mediante el Espíritu Santo; por tanto la Iglesia
tiene en sí misma, en cada uno de sus miembros, por medio del Bautismo, un carácter
sacerdotal. Pero – y aquí reside un aspecto decisivo – el sacerdocio de Jesucristo
ya no es primariamente ritual, sino existencial. La dimensión del rito no es abolida,
sino, como aparece claramente en la institución de la Eucaristía, toma su significado
del Misterio pascual, que lleva al cumplimiento los sacrificios antiguos y les supera.
Nacen así, contemporáneamente, un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio y también
un nuevo templo, coincidiendo los tres con el Misterio de Jesucristo. Unida a Él,
a través de los Sacramentos, la Iglesia prolonga su acción salvífica, permitiendo
a los hombres volver a curarse mediante la fe, como el ciego Bartimeo. Así la Comunidad
eclesial, tras las huellas de su Maestro y Señor, es llamada a recorrer con decisión
el camino del servicio, a compartir hasta el final la condición de los hombres y de
las mujeres de su tiempo, para dar testimonio a todos del amor de Dios y así sembrar
la esperanza.
Queridos amigos, la Iglesia transmite este mensaje de salvación
conjugando siempre la evangelización y la promoción humana. Pensemos, por ejemplo,
en la histórica Encíclica Populorum progressio: lo que el Siervo de Dios Pablo VI
elaboró en términos de reflexión, los misioneros lo han puesto en práctica y lo siguen
haciendo, promoviendo un desarrollo respetuoso de la culturas locales y del ambiente,
según un lógica que ahora, después de más de 40 años, parece la única capaz de sacar
a los pueblos africanos de la esclavitud, del hambre y de las enfermedades. Esto significa
transmitir el anuncio de la esperanza de “forma sacerdotal”, es decir, viviendo en
primera persona el Evangelio, e intentando traducirlo en proyectos y obras coherentes
con el principio dinámico fundamental, que es el amor. Durante estas tres semanas,
la segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos ha confirmado lo
que mi venerado predecesor Juan Pablo II ya había precisado bien, y sobre lo que yo
también he querido profundizar en la reciente Encíclica Caritas in veritate: esto
es, hay que renovar el modelo de desarrollo global, de manera que sea capaz de “incluir
a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente dotados” (nº 39). Lo que
la doctrina social de la Iglesia ha defendido siempre a partir de su visión del hombre
y de la sociedad, hoy es necesario también para la globalización (cfr. ibid.). Esta
-conviene recordar- no se debe entender de forma fatalista como si sus dinámicas estuvieran
producidas por unas anónimas fuerzas impersonales e independientes de la voluntad
humana. La globalización es una realidad humana y como tal se puede modificar según
los distintos enfoques culturales. La Iglesia trabaja con su concepción personalista
y comunitaria para orientar el proceso en términos de relacionalidad, de fraternidad
y de participación (cfr. ibid., nº 42).
“¡Ten confianza! levántate” Así hoy
el Señor de la vida y de la esperanza se dirige a la Iglesia y a las poblaciones africanas,
al final de estas semanas de reflexión sinodal. Levántate, Iglesia en África, familia
de Dios, porque te llama el Padre celestial, que tus antepasados invocaban como creador,
antes de conocer su cercanía misericordiosa, revelada en su Hijo Unigénito, Jesucristo.
Emprende el camino de una nueva evangelización con el valor que proviene del Espíritu
Santo. La urgente acción evangelizadora, de la que tanto se ha hablado durante estos
días, conlleva también un llamamiento urgente a la reconciliación, condición indispensable
para establecer en África unas relaciones de justicia entre los hombres y para construir
una paz equitativa y duradera en el respeto de todos los individuos y de todos los
pueblos; una paz que necesita y se abre a la aportación de todas las personas de buena
voluntad más allá de los respectivos grupos religiosos, étnicos, lingüísticos, culturales
y sociales. En esta comprometida misión tú, Iglesia peregrina en el África del tercer
milenio, no estás sola. Está cerca de ti con la oración y la solidaridad real toda
la Iglesia católica, y desde el Cielo te acompañan los santos y las santas africanos,
que, con la vida entregada a veces incluso hasta el martirio, han dado testimonio
de plena fidelidad a Cristo.
¡Ten confianza! Levántate, Continente africano,
tierra que acogió al Salvador del mundo cuando de niño tuvo que refugiarse con José
y María en Egipto para proteger su vida de la persecución del rey Herodes. Acoge con
renovado entusiasmo el anuncio del Evangelio para que el rostro de Cristo pueda iluminar
con su esplendor la multiplicidad de las culturas y de los lenguajes de tus poblaciones.
Mientras ofrece el pan de la Palabra y de la Eucaristía, la Iglesia se compromete
también a actuar, con todos los medios disponibles, para que a ningún africano le
falte el pan cotidiano. Por esto, junto a la obra de primordial urgencia de la evangelización,
los cristianos están también trabajando en los proyectos de promoción humana.
Queridos
Padres Sinodales, al final de estas reflexiones, deseo dirigiros mi saludo más cordial
y os doy las gracias por vuestra edificante participación. Cuando volváis a casa,
vosotros, Pastores de la Iglesia en África, llevad mi bendición a vuestras Comunidades.
Transmitid a todos la llamada, que con frecuencia se ha escuchado en este Sínodo,
a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Mientras se cierra la Asamblea sinodal
no puedo dejar de renovar mi vivo reconocimiento al Secretario General del Sínodo
de los Obispos y a todos sus colaboradores. Expreso mi agradecimiento también a los
coros de la comunidad nigeriana de Roma y del Colegio Etíope, que contribuyen a la
animación de esta liturgia. Y por último quiero dar las gracias a todos los que han
acompañado los trabajos sinodales con la oración. Que la Virgen María recompense a
todos y cada uno, y que conceda a la Iglesia en África crecer en cada lugar de ese
gran Continente, difundiendo por todas partes la “sal” y la “luz” del Evangelio.