Clausura de la II Asamblea Especial para África: el Papa recuerda que mediante el
ejemplo, la Iglesia será levadura de reconciliación en el continente
Domingo, 25 oct (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta mañana una solemne celebración
Eucarística en la basílica de San Pedro con motivo de la conclusión de la Segunda
Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos. En la primera parte de la
homilía, el Papa ha reflexionado sobre los textos de la Liturgia de la Palabra que
la Iglesia nos propone para este Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario, haciendo
continuamente referencias a las realidades que acompañan al hombre de nuestro tiempo.
En la parte final de la misma, Benedicto XVI ha subrayado los desafíos que
este segundo Sínodo para África plantea ante el actual estado de cosas. “La Comunidad
eclesial, siguiendo las huellas de su Maestro y Señor, ha dicho, está llamada a recorrer
decididamente el camino del servicio, y a compartir hasta el final la condición de
los hombres y mujeres de su tiempo, para testimoniar a todos el amor de Dios y así
sembrar esperanza”.
A continuación les ofrecemos el texto íntegro de
la homilía:
¡Venerados Hermanos!
¡Queridos hermanos y hermanas!
He
aquí un mensaje de esperanza para África: lo hemos escuchado ahora de la Palabra de
Dios. Es el mensaje que el Señor de la historia no se cansa de renovar para la humanidad
oprimida y atropellada de toda época y de toda tierra, desde cuando reveló a Moisés
su voluntad sobre los israelíes esclavos en Egipto: “He visto la aflicción de mi pueblo…
he oído su grito… conozco sus sufrimientos. He bajado para liberarlos… y para subirlo
de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel”
(Ex 3, 7 – 8). ¿Cuál es esta tierra? ¿No es tal vez el Reino de la reconciliación,
de la justicia y de la paz, a la que está llamada toda la humanidad? El designio de
Dios no cambia. Es el mismo que fue profetizado por Jeremías, en los magníficos oráculos
denominados “Libro de la consolación”, del que hoy se ha extraído la primera lectura.
Es un anuncio de esperanza para el pueblo de Israel, postrado por la invasión del
ejército de Nabucodonosor, de la devastación de Jerusalén y del Templo, y de la deportación
a Babilonia. Un mensaje de alegría para el “resto” de los hijos de Jacob, que anuncia
un futuro para ellos, porque el Señor los conducirá a su tierra, a través de un camino
directo. Las personas necesitadas de sostén, como el ciego y el cojo, la mujer embarazada
y la parturienta, experimentan la fuerza y la ternura del Señor: Él es un padre para
Israel, dispuesto a atenderlo como se hace con el hijo primogénito (cf. Jer 31, 7
– 9).
El designio de Dios no cambia. A través de los siglos y los giros de
la historia, Él apunta siempre hacia la misma meta: el Reino de la libertad y de la
paz para todos. Y ello implica su predilección por quienes están privados de la libertad
y la paz, por quienes son violados en su propia dignidad de personas humanas. Pensemos
en particular en los hermanos y hermanas que en África sufren la pobreza, enfermedades,
injusticias, guerras y violencias, migraciones forzadas. Estos hijos predilectos del
Padre celestial son como el ciego del Evangelio, Bartimeo, que “estaba sentado al
borde del camino para pedir limosna” (Mc 10, 46), a las puertas de Jericó. Precisamente
por ese camino pasa Jesús Nazareno. Es el camino que conduce a Jerusalén, donde se
consumará la Pascua, su Pascua sacrificial, a la que el Mesías va por nosotros. Es
el camino de su éxodo que es también el nuestro: la única vía que conduce a la tierra
de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En este camino el Señor encuentra
a Bartimeo, que ha perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único
camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!”, grita el ciego con confianza.
Jesús replica: “¡Llámenlo!”, y añade: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Dios es la
luz, y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero
ha perdido la vista, y se encuentra obligado a mendigar. A su lado pasa el Señor,
que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué
quieres que haga por ti?”. Dios sabe, pero pregunta; quiere que sea el hombre quien
hable. Quiere que el hombre se levante, que encuentre el valor para pedir lo que necesita
para su dignidad. El Padre quiere escuchar de la viva voz del hijo la libre voluntad
de ver de nuevo la luz, aquella luz por la cual lo ha creado. “¡Rabbuní, maestro,
que vea de nuevo!”. Y Jesús le dice: “Anda, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró
la vista y lo seguía por el camino” (Mc 10, 51 – 52).
Queridos hermanos, demos
gracias porque este “misterioso encuentro entre nuestra pobreza y la grandeza” de
Dios se ha realizado en la Asamblea sinodal para África que se concluye hoy. Dios
ha renovado su llamada: “¡Ánimo! Levántate…” (Mc 10, 49). Y también la Iglesia que
está en África, a través de sus Pastores, venidos de todos los países del continente,
desde Madagascar y de las otras islas, ha acogido el mensaje de esperanza y la luz
para caminar por la vía que conduce al Reino de Dios. “Anda, tu fe te ha salvado”
(Mc 10, 52). Sí, la fe en Jesucristo – cuando es bien entendida y practicada – guía
a los hombres y pueblos a la libertad en la verdad, o para usar las tres palabras
del tema sinodal, a la reconciliación, a la justicia y a la paz. Bartimeo que, curado,
sigue a Jesús por el camino, es imagen de la humanidad que, iluminada por la fe, se
pone en camino hacia la tierra prometida. Bartimeo se convierte a su vez en testigo
de la luz, contando y demostrando en primera persona que fue curado, renovado, regenerado.
Esto es la Iglesia en el mundo: comunidad de personas reconciliadas, agentes de justicia
y de paz; “sal y luz” en medio de la sociedad de los hombres y de las naciones. Por
ello el Sínodo ha afirmado con fuerza – y lo ha manifestado – que la Iglesia es Familia
de Dios, en la cual no pueden subsistir divisiones basadas en las diferencias étnicas,
lingüísticas o culturales. Testimonios conmovedores nos han mostrado que, también
en los momentos más oscuros de la historia human, el Espíritu Santo obra y transforma
los corazones de las víctimas y de los perseguidores para que se reconozcan como hermanos.
La Iglesia reconciliada es una potente levadura de reconciliación en cada país y en
todo el continente africano.
La segunda lectura nos ofrece una ulterior perspectiva:
la Iglesia, comunidad que sigue a Cristo por el camino del amor, tiene una forma sacerdotal.
La categoría del sacerdocio, como clave interpretativa del misterio de Cristo y, en
consecuencia, de la Iglesia, fue introducida en el Nuevo Testamento por el Autor de
la Carta a los Hebreos. Su intuición toma su origen en el Salmo 110, citado en el
día de hoy, allá donde el Señor Dios, con solemne juramento, asegura al Mesías: “Tu
eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec” (v. 4). Referencia que remite
a otra, extraída del Salmo 2, en la que el Mesías anuncia el decreto del Señor que
dice de él: “Tu eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (v. 7). De estos textos se
deriva la atribución a Jescristo del carácter sacerdotal, no en sentido genérico,
sino “según el rito de Melquisedec”, es decir, el sacerdocio sumo y eterno, de origen
no humano sino divino. Si todo sumo sacerdote “es elegido de entre los hombres y para
los hombres es constituido tal en las cosas que tienen que ver con Dios” (Hb 5, 1),
solo Él, Cristo, el Hijo de Dios, posee un sacerdocio que se identifica con su misma
Persona, un sacerdocio singular y trascendente, del que depende la salvación universal.
Este sacerdocio suyo, Cristo lo ha transmitido a la Iglesia mediante el Espíritu Santo;
por tanto la Iglesia tiene en sí misma, en cada uno de sus miembros, en virtud del
Bautismo, un carácter sacerdotal. Pero – y este es el aspecto decisivo – el sacerdocio
de Jesucristo no es más primariamente ritual, sino existencial. La dimensión del rito
no es abolida, sino, como aparece claramente en la institución de la Eucaristía, toma
significado del Misterio Pascual, que lleva a cumplimiento los sacrificios antiguos
y los supera. Nacen así contemporáneamente un nuevo sacrificio, un nuevo sacerdocio
y también un nuevo templo, los tres coinciden con el Misterio de Jesucristo. Unida
a Él mediante los Sacramentos, la Iglesia prolonga su acción salvífica, permitiendo
a los hombres ser sanados mediante la fe, como el ciego Bartimeo. Así la Comunidad
eclesial, siguiendo las huellas de su Maestro y Señor, está llamada a recorrer decididamente
el camino del servicio, y a compartir hasta el final la condición de los hombres y
mujeres de su tiempo, para testimoniar a todos el amor de Dios y así sembrar esperanza.
Queridos
amigos, este mensaje de salvación la Iglesia lo transmite conjugando siempre la evangelización
y la promoción humana. Tomemos como ejemplo la histórica Encíclica Populorum progressio:
lo que el Siervo de Dios Pablo VI elaboró en términos de reflexión, los misioneros
lo han realizado y siguen realizándolo en el terreno, promoviendo un desarrollo respetuoso
de las culturas locales y del ambiente, según una lógica que ahora, después de 40
años, aparece como la única en grado de hacer salir a los pueblos africanos de la
esclavitud del hambre y las enfermedades. Esto significa transmitir el anuncio de
esperanza según una “forma sacerdotal”, es decir, viviendo en primera persona el Evangelio,
buscando traducirlo en proyectos y realizaciones coherentes con el principio dinámico
fundamental, que es el amor. En estas tres semanas, la Segunda Asamblea Especial para
África del Sínodo de los Obispos ha confirmado aquello que mi venerado predecesor,
Juan Pablo II, había puesto ya de relieve, y que he querido también yo profundizarlo
en la reciente Encíclica Caritas in veritate: que es necesario renovar el modelo de
desarrollo global, de modo que sea capaz de “incluir a todos los pueblos y no solamente
a aquellos particularmente dotados” (n.39). Todo lo que la Doctrina Social de la Iglesia
siempre ha sostenido a partir de su visión del hombre y de la sociedad, hoy es requerido
también de la globalización (cf. ibid.). Ésta – es necesario recordar – no va entendida
fatalísticamente como si sus dinámicas fueran producto de anónimas fuerzas impersonales
e independientes de la voluntad humana. La globalización es una realidad humana y
como tal es modificable según uno u otro planteamiento cultural. La Iglesia trabaja
con su concepción personalista y comunitaria para orientar el proceso en términos
de relacionalidad, de fraternidad y compartir (cf. ibid., nº 42).
“¡Ánimo,
levántate!..”. Así hoy el Señor de la vida y de la esperanza se dirige a la Iglesia
y a las poblaciones africanas, al terminar estas sesiones de reflexión sinodal. Levántate,
Iglesia de África, Familia de Dios, porque te llama el Padre celestial, que tus antepasados
invocaron como Creador, antes de conocer su la cercanía misericordiosa, revelada en
su Hijo unigénito, Jesucristo,. Emprende el camino de una nueva evangelización con
al coraje que proviene del Espíritu Santo. La urgente acción evangelizadora, de la
que mucho se ha hablado estos días, comporta también un llamado urgente a la reconciliación,
condición indispensable para instaurar en África relaciones de justicia entre los
hombres, y para construir una paz equitativa y duradera en el respeto de cada individuo
y de cada pueblo; una paz que tiene necesidad y se abre a la aportación de todas las
personas de buena voluntad, más allá de las respectivas dependencias religiosas, étnicas,
lingúísticas, culturales y sociales. En tal comprometida misión tu, Iglesia peregrina
en el África del tercer milenio, no estás sola. Está cercana a ti con la oración y
la solidaridad toda la Iglesia católica, y desde el Cielo te acompañan los santos
y santas africanos, que, con la vida tal vez entregada en el martirio, han dado testimonio
pleno de fidelidad a Cristo.
¡Ánimo! Levántate, Continente africano, tierra
que ha acogido al Salvador del mundo cuando de niño tuvo que refugiarse con José y
María en Egipto para salvar su vida de la persecusión del rey Herodes. Acoge con renovado
entusiasmo el anuncio del Evangelio para que el rostro de Cristo pueda iluminar con
su esplendor la multiplicidad de las culturas y lenguajes de todas las poblaciones.
Mientras ofrece el pan de la Palabra y de la Eucaristía, la Iglesia se compromete
tambien a obrar, con todos los medios disponibles, para que a ningún africano le falte
el pan de cada día. Por esto, junto a la obra de la primaria urgencia de la evangelización,
los cristianos están activos en la intervención de promoción humana.
Queridos
Padres Sinodales, al terminar mis reflexiones, deseo dirigirles mi saludo más cordial,
agradeciéndoles por su edificante participación. Regresando a casa, ustedes, Pastores
de la Iglesia en África, lleven mi bendición a sus Comunidades. Transmitan a todos
el llamado que ha resonado en este Sínodo para la reconciliación, la justicia y la
paz. Miestras se cierra la Asamablea sinodal no puedo dejar de renovar mi vivo reconocimiento
al secretario general del Sínodo de los Obispos y a todos sus colaboradores. Un agradecido
pensamiento expreso a los coros de la comunidad nigeriana de Roma y del Colegio Etíope,
que contribuyen con la animación de esta liturgia. En fin, quiero agradecer a cuantos
han acompañado los trabajos sinodales con su oración. Que la Virgen María les recompense,
y obtenga a la Iglesia en África el crecer en cada parte de aquel gran Continente,
difundiendo por todas partes la “sal” y la “luz” del Evangelio.