DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE RUANDA EN VISITA
«AD LIMINA»
Jueves 17 de septiembre
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Durante
estos días, en que realizáis vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles,
me alegra acogeros en esta sede a vosotros, pastores de la Iglesia en Ruanda. Habéis
venido a compartir con el Sucesor de Pedro las alegrías y las preocupaciones de vuestro
ministerio episcopal, las pruebas y los anhelos del pueblo confiado a vuestro cuidado
pastoral. Deseo que vuestros encuentros en la Sede apostólica os reconforten y os
animen, para que podáis proseguir cada vez con mayor seguridad vuestra misión de perpetuar
la obra de amor de Cristo para todos los hombres, en unión con el Sumo Pontífice y
bajo su autoridad (cf. Christus Dominus, 2). Conocéis también la solicitud que la
Santa Sede os manifiesta permanentemente, gracias a la escucha atenta y al apoyo que
siempre podéis encontrar en el nuncio apostólico y en sus colaboradores.
Agradezco
cordialmente al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Thaddée Ntihinyurwa,
arzobispo de Kigali, sus clarividentes palabras, que traducen con precisión las preocupaciones,
pero también las esperanzas de la Iglesia en Ruanda.
A través de vosotros,
quisiera saludar con afecto a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los
catequistas y los fieles de vuestras diócesis, así como a todo el pueblo ruandés,
al que me siento muy cercano en los sufrimientos que lo han afectado trágicamente
y del que me consta que desea encontrar una vida común fundada en la fraternidad y
en el entendimiento mutuo. ¡Que Dios sane los corazones que han sido heridos tan dolorosamente
y bendiga los esfuerzos de todos los artífices de paz!
2. En el decurso de
los últimos meses, se ha podido reconstituir el Episcopado ruandés. Encomendando a
la misericordia del Padre a los obispos fallecidos durante la tragedia que ha sufrido
vuestro país, animo a los nuevos obispos a ser pastores según el corazón de Cristo
para guiar al pueblo de Dios en esta difícil etapa de su existencia. La misión que
habéis recibido de enseñar, santificar y gobernar os compromete a desarrollar cada
vez más entre vosotros los vínculos de la unidad en la caridad. En efecto, como escribí
en el «motu proprio» Apostolos suos, «la unidad del Episcopado es uno de los elementos
constitutivos de la unidad de la Iglesia» (n. 8) y de su crecimiento. Una colaboración
activa y fraterna os permitirá cumplir con provecho vuestra misión, y, en las circunstancias
actuales, manifestar así la comunión eclesial y vuestra solicitud común por todo el
pueblo. «Cuando los obispos de un territorio ejercen conjuntamente algunas funciones
pastorales para el bien de sus fieles, este ejercicio conjunto del ministerio episcopal
aplica concretamente el espíritu colegial (affectus collegialis), que es el alma de
la colaboración entre los obispos, tanto en el campo regional, como en el nacional
o internacional» (ib., 12).
La tragedia que ha vivido vuestro pueblo durante
los últimos años ha destruido numerosas estructuras, que debéis reconstruir para permitir
a la Iglesia proseguir sus actividades al servicio de sus miembros y de toda la población.
Pero esas desgracias han herido principalmente los corazones. Para ayudar a los fieles
a curar sus profundas heridas, es necesario suscitar en ellos un auténtico anhelo
de santidad, siguiendo el camino de la conversión y de la renovación personal y comunitaria,
con espíritu de oración, de caridad y de pobreza interior. Ojalá que las comunidades
cristianas manifiesten, con audacia y tenacidad, una actitud profética de reconciliación
mutua y se comprometan con decisión por el camino de la concordia, en la fraternidad
y la confianza reconquistadas.
3. La celebración del gran jubileo del año
2000 ya está muy cerca. Para la Iglesia en Ruanda, coincidirá con el primer centenario
de la evangelización. En efecto, el 8 de febrero de 1900 se creaba la primera parroquia
en Save, en la actual diócesis de Butare. Con vosotros y con toda la Iglesia que está
en vuestro país, doy gracias a Dios por todo lo que ha vivido durante estos años,
por el celo apostólico de los primeros misioneros que llevaron el Evangelio a vuestra
tierra, y por la valentía de todos los hombres y mujeres que han testimoniado con
fidelidad el Espíritu de Cristo. También quisiera expresar la gratitud de la Iglesia
a los misioneros que hoy, con su trabajo incansable y desinteresado, prosiguen la
labor de quienes los han precedido. Su presencia al servicio de las comunidades de
vuestras diócesis conserva todo su significado. Es el signo de la universalidad del
amor de Dios y de la misión de la Iglesia, enviada a todos los hombres sin distinción.
En este período de preparación para las celebraciones jubilares conviene dirigir
una mirada de verdad hacia el pasado. No tengáis miedo de afrontar la realidad histórica
tal como es. Durante este primer siglo de evangelización, ha habido heroísmos admirables,
pero también infidelidades al Evangelio, que exigen un examen de conciencia sobre
el modo como se ha vivido la buena nueva en estos cien años. La pertenencia a Cristo
no siempre ha sido más fuerte que la pertenencia a comunidades humanas. Al comienzo
de la etapa que emprende la Iglesia en su camino en medio de los hombres, es necesario
un «despertar espiritual». Es urgente una «nueva evangelización» profunda para que
el mensaje evangélico sea anunciado, recibido y vivido por los hombres de nuestro
tiempo.
4. Queridos hermanos en el episcopado, es preciso afirmar claramente
que los sufrimientos que se pueden sentir ante las sombras del pasado no han de ocultar
las luces que han iluminado y siguen iluminando el camino de la Iglesia y de la sociedad
en vuestro país. Ha habido notables frutos de fidelidad a Cristo por parte de cristianos
que han tenido una actitud heroica en los momentos trágicos de la vida de la nación.
En vuestra tierra han sido numerosos los discípulos de Cristo que han aceptado generosamente
dar su vida por sus hermanos. Destacad el testimonio de esos mártires del amor, que
han manifestado el rostro más auténtico de la Iglesia, para que su sangre sea una
semilla evangélica y las generaciones futuras no los olviden. Os ayudarán a no perder
la esperanza en el hombre y a mirar valientemente al futuro para realizar la civilización
del amor que la humanidad espera.
Os recordarán, asimismo, que «la communio
sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división» (Tertio millennio
adveniente, 37), pues la Iglesia debe dar al mundo, ante todo, el testimonio de su
unidad en Cristo y en torno a sus pastores. El concilio Vaticano II, en la constitución
dogmática Lumen gentium, dedica particular atención a la unidad de la Iglesia, cuyos
miembros forman un solo cuerpo en Cristo, que es la cabeza. En efecto, es esencial
que todos, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, sean cada vez más
conscientes de su responsabilidad, para que la unidad del cuerpo de Cristo, fundada
en la acción del Espíritu y garantizada por el ministerio apostólico, esté sostenida
por un amor mutuo auténtico. Por este signo se reconoce a los discípulos del Señor
Jesús.
5. Por medio de vosotros, queridos hermanos en el episcopado, quisiera
transmitir a vuestros sacerdotes el afecto y el aliento del Sucesor de Pedro, a fin
de que encuentren en su ministerio la alegría y la fuerza para seguir siendo fieles
servidores de Cristo. Conozco su entrega al pueblo de Dios, que muchos manifiestan
hoy, como ya hicieron en el tiempo de la prueba, y también su celo por anunciarle
el Evangelio. Que el Señor les dé a todos la gracia de superar en la verdad los desacuerdos
que hayan podido surgir a consecuencia de circunstancias dramáticas. Ojalá que se
manifieste una comunión cada vez más real entre los sacerdotes diocesanos y los misioneros
que han llegado de otras partes. Hoy invito vivamente a cada uno a fortalecer los
vínculos de unidad y fraternidad con sus hermanos en el sacerdocio y con los obispos,
de los cuales los sacerdotes deben ser colaboradores leales y generosos, mediante
un diálogo sincero y confiado, en comunión plena de corazón y de espíritu. Esta unidad
expresa la naturaleza misma de su servicio eclesial, que es participación en la misión
de Cristo con respecto al pueblo de Dios congregado en la unidad del Espíritu Santo.
Que vuestros sacerdotes reconozcan en vosotros al padre del presbiterio, que los considera
como hijos y amigos, a imitación de Cristo con sus discípulos. Que «estén unidos a
su obispo con amor sincero y obediencia» (Presbyterorum ordinis, 7). Deben recordar
que son, ante todo, pastores que han de velar por su pueblo, sin excepción alguna.
Por tanto, es importante que no se comprometan en asociaciones o movimientos políticos
o ideológicos, que dificultarían su ministerio de comunión y su vínculo con los obispos
y con la Iglesia universal. Invito a todos los sacerdotes ruandeses a conservar su
deseo de servir a la Iglesia en su país. Espero, asimismo, que las comunidades acojan
a los sacerdotes con alegría y cordialidad, para recobrar su dinamismo evangélico.
Para vivir plenamente su vocación sacerdotal, es necesario que los ministros
de Cristo tengan siempre presente el misterio del Señor en el centro de su existencia
diaria. Esto exige que, en el ejercicio de su ministerio, otorguen un lugar esencial
a la vida espiritual, sobre todo mediante la fidelidad a la liturgia de las Horas,
a la celebración regular de la Eucaristía y a la meditación de la Escritura. En la
formación permanente, que han de proseguir durante toda su vida, encontrarán una ayuda
valiosa para que su ser y su obrar sean siempre acordes con la voluntad del Señor
y con la misión que han recibido de él y de su Iglesia.
La formación de los
futuros pastores es una de vuestras preocupaciones constantes. El florecimiento de
las vocaciones es un signo de la vitalidad de vuestras comunidades. A pesar de los
numerosos obstáculos que encontráis, habéis realizado notables esfuerzos para mejorar
la asistencia espiritual y la calidad de la formación intelectual y pastoral de vuestros
seminaristas. Os animo a proseguirlos con perseverancia y a confiar una tarea tan
esencial para el futuro de la Iglesia a sacerdotes experimentados en la vida espiritual,
que tengan conocimientos teológicos y filosóficos seguros y se preocupen por favorecer
la comunión con toda la Iglesia. Esos sacerdotes podrán asegurar un discernimiento
serio de las vocaciones y ayudar a los jóvenes a adquirir una formación sólida para
su futuro ministerio.
6. A los religiosos y a las religiosas, que viven su
consagración a Cristo con generosidad, les deseo que sean en todas partes auténticos
testigos de Cristo, mostrando a todos el rostro paterno de Dios y el rostro materno
de la Iglesia. Toda su vida ha de ser un signo del primado de Dios y de los valores
del Evangelio en la existencia cristiana. Su vida comunitaria debe ser una expresión
auténtica de la comunión eclesial y la manifestación elocuente de que, entre los discípulos
de Cristo, «no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige
disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como
es sin .juzgarlo . (cf. Mt 7, 1-2), capacidad de perdonar hasta .setenta veces siete.
(Mt 18, 22)» (Vita consecrata, 42).
7. En vuestras diócesis, los catequistas
y los voluntarios de la pastoral son, con frecuencia, auténticos animadores de comunidades,
en particular donde, por diversas circunstancias, los sacerdotes no pueden estar presentes
regularmente. Su testimonio de vida cristiana es de gran importancia tanto para el
anuncio del Evangelio como para el mantenimiento de la vida eclesial en ciertas regiones.
Salvando el carácter insustituible del ministerio ordenado para las comunidades, es
conveniente que les deis vuestro apoyo en el cumplimiento de la misión que les encomendáis.
Es un aliciente para que tomen cada vez mayor conciencia de su responsabilidad en
medio de sus hermanos, en comunión con sus pastores. Una formación apropiada, que
les ayude a desarrollar las virtudes humanas y espirituales necesarias para su compromiso,
les permitirá ser cada vez más maduros, a fin de dar abundantes frutos.
Por
otra parte, cada laico debe tener «una viva conciencia de ser un .miembro de la Iglesia.,
a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe
llevar a cabo para el bien de todos» (Christifideles laici, 28). La vitalidad de
las comunidades de base, como la de los movimientos de apostolado y de espiritualidad,
es un signo de esperanza para la renovación de la Iglesia, sobre todo donde han desaparecido
las estructuras eclesiales a causa de la violencia.
8. Por sus obras de caridad,
la Iglesia, fiel al Evangelio, realiza una parte importante e inalienable de su misión
al servicio del hombre. Vuestras diócesis están comprometidas con gran generosidad
en la asistencia a los huérfanos, a las viudas, a los refugiados, a los detenidos
y a todas las personas que sufren o que viven en la miseria moral o material. La acción
de la Iglesia católica en los campos de la educación y la sanidad es también una forma
de participación esencial en la edificación de la sociedad, a fin de infundir esperanza
en las jóvenes generaciones y prepararlas para que en el futuro lleguen a ser responsables
de la vida nacional. Os aliento vivamente a proseguir esas obras, que manifiestan
el amor de Cristo a todas las personas, sin distinción, contribuyendo a devolverles
su dignidad.
Las dificultades relacionadas con el desequilibrio demográfico
en la sociedad, como resultado de los recientes acontecimientos y de sus consecuencias,
han introducido una condición nueva en las relaciones matrimoniales. Teniendo en cuenta
esas situaciones, la pastoral familiar debe ayudar a los fieles a reflexionar en el
significado de los compromisos del matrimonio y en los modos de acompañar a las parejas,
en particular a las jóvenes. Las personas que deben vivir el celibato también necesitan
apoyo.
9. Para hacer efectiva la comunión entre todos los miembros de la Iglesia,
es esencial crear un clima de confianza mutua, que se extienda al conjunto de la sociedad.
Dondequiera que los antagonismos pongan en peligro la paz y el entendimiento entre
los grupos, la Iglesia está llamada a trabajar con vigor para superar las divisiones,
principalmente promoviendo y practicando ella misma el diálogo que lleve a la reconciliación.
Acoger a su hermano o a su hermana con sus diferencias, para encontrar las riquezas
que ofrece Dios, es una exigencia para todo discípulo de Cristo.
La formación
de los jóvenes debe integrar este nuevo espíritu, que debería orientar las relaciones
entre las personas y entre las comunidades humanas. Una sociedad no puede lograr de
forma duradera una comprensión mutua sin una cultura de la verdad, de la justicia
y del perdón. El genocidio que ha vivido vuestro pueblo ha causado sufrimientos indecibles,
que sólo podrán superarse con la solidaridad, con la unidad de los corazones y con
el esfuerzo de todos por crear condiciones de mayor justicia. La paz es inseparable
de la justicia y solamente se realizará mediante la defensa de la vida, de toda vida
humana, que, a los ojos de Dios, tiene un valor único e inestimable. De hecho, «el
efectivo reconocimiento de la dignidad personal de todo ser humano exige el respeto,
la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana. Se trata de derechos
naturales, universales e inviolables. Nadie (...) puede modificarlos y mucho menos
eliminarlos, porque tales derechos provienen de Dios mismo» (Christifideles laici,
38).
10. Queridos hermanos en el episcopado, me habéis informado sobre las
dificultades que encuentra la Iglesia para hacer que se comprenda el sentido de su
misión en la situación actual. «La Iglesia, como cuerpo organizado dentro de la comunidad
y de la nación, tiene el derecho y el deber de participar plenamente en la edificación
de una sociedad justa y pacífica con todos los medios a su alcance» (Ecclesia in Africa,
107). Por tanto, debe desempeñar un papel particular en la vida nacional, profundizando
lealmente su colaboración con el Estado, a fin de favorecer las condiciones para establecer
una sociedad cada vez más justa y pacífica. Su presencia en la vida pública es clara
y su responsabilidad propia no debería interferir con la de las personas que tienen
la misión de guiar a la nación en su camino terreno. Mientras la violencia sigue afectando
aún a muchas regiones de vuestro país y llevando el luto a numerosas familias, deseo
ardientemente que todos los hombres de buena voluntad unan sus esfuerzos para que,
finalmente, todos los ruandeses recuperen la seguridad y una vida tranquila. Así podrán
buscar juntos los medios para construir, con una solidaridad real, una nación próspera
y fraterna en la que cada uno vea reconocida su dignidad de hombre y ciudadano, y
pueda participar libremente en la gestión del bien común. Invito a todos los responsables
de la nación a no escatimar esfuerzos para que, en un clima de confianza mutua y de
reconciliación, llegue por fin una era de justicia y de paz en Ruanda y en la región
de los Grandes Lagos. En particular, deseo ardientemente que en la República democrática
del Congo se siga buscando incansablemente una solución negociada al conflicto, de
manera que se ponga fin a las hostilidades y, en vez de la lucha armada, se produzca
un acuerdo duradero y la colaboración entre todos los países de la región, para el
bien de sus poblaciones y de todo el continente. ¡Que nunca jamás la violencia y la
discordia enfrenten a hermanos contra hermanos!
11. Al concluir nuestro encuentro,
os invito a dirigir con plena confianza vuestra mirada al futuro. Mientras se acerca
la celebración del gran jubileo y del centenario de la Iglesia en Ruanda, exhorto
a vuestros fieles a renovar su adhesión a Cristo, Salvador de todos los hombres, y
a testimoniar con audacia que son discípulos del Evangelio. Recuerden todos que el
Señor no abandona a nadie y no se olvida de ninguno de sus hijos, cuyos nombres están
escritos en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16). «Sí, en las palmas de las manos
de Cristo, ¡traspasadas por los clavos de la crucifixión! El nombre de cada uno de
vosotros (africanos) está escrito en esas manos» (Homilía en Jartum, 10 de febrero
de 1993, n. 8, citada en Ecclesia in Africa, 143). En vuestros esfuerzos por el renacimiento
de vuestras comunidades, podéis contar con el apoyo fraterno y con la oración de la
Iglesia universal. Encomiendo a la intercesión de la Virgen María el futuro de vuestras
diócesis, así como el de toda la nación. Le pido particularmente que os ayude en vuestro
ministerio episcopal, para que encontréis en ella una guía segura que os lleve a su
Hijo. Os imparto de todo corazón la bendición apostólica, que extiendo a todos los
fieles de vuestras diócesis.