DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE ÁFRICA DEL SUR
EN VISITA «AD LIMINA»
Lunes 19 de mayo de 1997
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Con
cordial afecto en el Señor os saludo a vosotros, miembros de la Conferencia episcopal
de África del sur, que representáis a la Iglesia en Botsuana, Sudáfrica y Suazilandia,
y doy gracias a Dios por «la alegría y el consuelo de vuestro amor» (cf. Flm 7). Vuestra
visita ad limina es una nueva ocasión para afirmar nuestra comunión eclesial y fortalecer
los vínculos de amor y paz que nos sostienen y alientan en el servicio a la única
Iglesia de Cristo. Pido a Dios que, durante este tiempo de preparación para el gran
jubileo del año 2000, toda la comunidad católica de África del sur se inspire profundamente
en «un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y€de renovación
personal » (Tertio millennio adveniente, 42). Como sucesores de los Apóstoles debéis
desempeñar un papel particular en esta preparación. Tenéis que ser «modelos de la
grey» (1 P 5, 3) y maestros de «vida según el espíritu» (Rm 8, 5). San Agustín nos
recuerda que tenemos una gran responsabilidad cuando escribe: «Además de ser cristiano
(...), también soy pastor, y por eso daré cuenta de mi ministerio a Dios» (Sermón
46: Sobre los pastores, 2). Oremos para que el Señor Jesucristo nos encuentre cumpliendo
nuestra misión de maestros, sacerdotes y pastores de su grey.
2. Desde vuestra
última visita ad limina, vuestro ministerio ha tenido que adaptarse a condiciones
sociales y políticas radicalmente nuevas. Durante mi breve visita a Sudáfrica, en
septiembre de 1995, tuve una experiencia directa del nuevo espíritu que anima a su
pueblo y a sus líderes. Aunque quedan todavía grandes problemas por resolver, existe
un renovado entusiasmo por construir una nación libre y justa para todos. Ciertamente,
las heridas del pasado requerirán aún tiempo para cicatrizarse y hará falta realizar
muchos esfuerzos para lograr una reconciliación real y transformadora. Ha habido un
importante comienzo, y en este proceso la Iglesia tiene que dar una contribución vital,
especialmente a través de la formación de las conciencias en las verdades y en los
valores morales y religiosos que constituyen los cimientos necesarios de una sociedad
que pretende ser digna del hombre y de su destino trascendente. Durante el período
del apartheid, vosotros y vuestros colaboradores tuvisteis que mostrar a menudo que
«la palabra de Dios no está encadenada» (2Tm 2, 9). Ahora debéis proseguir, proclamando
colegialmente «la verdad del Evangelio» (Ga 2, 5) a los fieles y a todos los hombres
y mujeres de buena voluntad. Al igual que en el pasado pensabais que toda forma de
racismo es una afrenta intolerable a la dignidad inalienable de los seres humanos,
también ahora proclamáis que la paz y la justicia sólo pueden establecerse verdaderamente
cuando en vez del ciclo mortal de violencia y venganza se ofrece la gracia del perdón
(cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1997, n. 3).
La exhortación
apostólica postsinodal Ecclesia in Africa invita a los obispos del continente a plantearse
dos interrogantes fundamentales (cf. n. 46): ¿Cómo debe desarrollar la Iglesia su
misión evangelizadora en el umbral del año 2000? ¿Cómo podrán los cristianos africanos
ser testigos cada vez más fieles del Señor Jesús? Volviendo una y otra vez a estos
interrogantes, en vuestra oración personal y en la reflexión y el estudio de vuestra
Conferencia, estaréis de acuerdo seguramente con el Sínodo en que el principal desafío
es la formación adecuada de los agentes de evangelización. «El pueblo de Dios —entendido
en el sentido teológico de la Lumen gentium, un pueblo que abarca a los miembros del
Cuerpo de Cristo en su totalidad— ha recibido el mandato (...) de proclamar el mensaje
evangélico (...). Es preciso preparar, motivar y fortalecer a toda la comunidad para
la evangelización, a cada uno según su función específica dentro de la Iglesia» (Ecclesia
in Africa, 53). Para el futuro de la Iglesia y para el servicio a la sociedad nada
es más importante que la sólida formación de sacerdotes, religiosos y fieles laicos.
3. Los laicos están desempeñando un papel cada vez más activo, responsable
e insustituible en vuestras Iglesias particulares. Como pueblo sacerdotal, realizan
la obra redentora de Cristo mediante el ofrecimiento de su vida en el culto y en el
generoso amor a Dios y al prójimo (cf. Rm 12, 1-2); como pueblo profético, aceptan
el Evangelio con fe y lo proclaman con su palabra y sus obras en las diversas circunstancias
de la vida diaria; y como pueblo real, sirven a sus hermanos y hermanas con justicia
y caridad. Cuanto más comprendan las implicaciones de su bautismo, tanto más considerarán
sus deberes familiares y profesionales, sus responsabilidades cívicas y sus actividades
sociopolíticas como una llamada a ejercer una influencia encaminada a cambiar la manera
de pensar e incluso las estructuras de la sociedad, para que reflejen mejor el plan
de Dios para la familia humana (cf. Ecclesia in Africa, 54). Seguid animando a los
laicos a construir una sociedad caracterizada por la verdad, la honradez, la solidaridad
y la reconciliación. Seguid alentando a los jóvenes a creer en su futuro y a construirlo
mediante el servicio efectivo en favor del bien común y la participación en la esfera
pública, rechazando todo egoísmo, toda corrupción y toda búsqueda del poder.
4.
En una sociedad cada vez más urbanizada y secularizada, los fieles laicos necesitan
una ayuda pastoral especial para salvaguardar los numerosos elementos positivos de
las tradiciones familiares africanas. Donde se ha conservado intacta, la familia africana
es la «comunidad de generaciones» en la que se han transmitido valores humanos y espirituales
esenciales, convirtiéndose en la célula básica y piedra fundamental de la sociedad,
así como en la primera escuela de vida cristiana. Cada diócesis y cada parroquia necesitan
un programa de apostolado familiar y de preparación para el matrimonio en el que se
presente sin ambigüedad la verdad plena del plan de Dios sobre el amor y la vida.
Como pastores debéis velar para que los sacerdotes, los teólogos y los agentes pastorales
enseñen fielmente la doctrina de la Iglesia sobre el amor conyugal. Os recomiendo
encarecidamente que prestéis atención a los recientes documentos de la Santa Sede
relativos a estas cuestiones vitales, en torno a las cuales la legislación del Estado
y las campañas públicas se oponen cada vez más a los principios morales cristianos,
incluso obligando a las personas y a las parejas a soportar presiones económicas o
sociales, minando así su dignidad y su libertad.
Esto es verdad, sobre todo,
por lo que respecta al aborto. Esta terrible realidad, además de ser un crimen contra
el hijo inocente por nacer, tiene efectos más perjudiciales aún en las personas directamente
implicadas y en la sociedad misma, que ya no considera con absoluto respeto la vida,
sino que la subordina —un bien humano supremo— a bienes inferiores o a ventajas prácticas.
En este tiempo en que se lanzan nuevos ataques a la santidad e inviolabilidad de la
vida humana, habéis reafirmado con razón las verdades morales universales e inmutables
y habéis acrecentado vuestros esfuerzos por impulsar a las familias y a los jóvenes
a aceptar su responsabilidad decisiva de apoyar, fomentar y conservar el don de toda
vida humana. Sólo puedo recomendaros que respondáis con vuestro celo pastoral al daño
hecho por leyes intrínsecamente injustas, y os exhorto a proseguir ayudando a los
fieles en la promoción de las instituciones sociales, la legislación civil y las políticas
nacionales que apoyan los valores y los derechos familiares (cf. Familiaris consortio,
44).
5. La presencia de la Iglesia en el campo de la educación es un aspecto
crucial de sus esfuerzos por formar a los laicos. Incluso durante los años oscuros
del apartheid, las escuelas católicas dieron una inmensa contribución a la formación
humana y religiosa de los niños y los jóvenes de todas las razas y clases sociales.
Ante políticas que deberían interpretarse como peligrosas para la identidad de las
escuelas católicas, conviene recordar que el derecho inalienable de la Iglesia a dirigir
libremente escuelas corresponde al derecho de los padres de dar a sus hijos una educación
de acuerdo con sus convicciones (cf. Gravissimum educationis, 8). Es importante que
la Iglesia haga todo lo posible para proveer y mantener escuelas en todos los niveles,
pero también es legítimo esperar que el Estado, que debe representar y fomentar los
mejores intereses de sus ciudadanos, las apoye, permitiéndoles conservar su identidad
y dando a los padres la posibilidad efectiva de ejercer su derecho a elegir el tipo
de educación que desean para sus hijos.
6. Queridos hermanos, sois los principales
responsables de la preparación de vuestros sacerdotes. La formación y la vida cristiana
de los laicos dependen en gran medida del servicio que sólo pueden prestar los ministros
ordenados del Evangelio. Vuestros informes quinquenales indican que la escasez de
sacerdotes en algunas zonas crea dificultades a las comunidades locales para la celebración
de la Eucaristía dominical, que es el centro, la fuente y la cima de toda vida cristiana
(cf. Lumen gentium, 11). Donde no hay sacerdotes, otras personas, especialmente los
catequistas, guían a la comunidad en la oración, el canto y la reflexión. Hay que
considerar siempre que esos encuentros se realizan «en espera del sacerdote» (Congregación
para el culto divino, Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de
sacerdote, 26) y son ocasiones para pedir al Señor que envíe más obreros a su mies
(cf. Mt 9, 38). Hay que estar muy atentos para que esas medidas temporales no lleven
a interpretar incorrectamente la naturaleza de las órdenes sagradas y el carácter
central de la Eucaristía (cf. Pastores dabo vobis, 48).
7. De hecho, garantizáis
la vida sacramental y eucarística de vuestras comunidades cuando conferís el don del
Espíritu Santo a través de la ordenación, por la cual vuestros sacerdotes, tanto diocesanos
como religiosos, participan en vuestro ministerio apostólico. La Asamblea especial
para África del Sínodo de los obispos destacó la necesidad de cuidar la selección
de los candidatos al sacerdocio (cf. Ecclesia in Africa, 94-95). «Es ya un gran signo
de la responsabilidad formativa de éste [el obispo] para con los aspirantes al sacerdocio
el hecho de que los visite con frecuencia y en cierto modo "esté" con ellos» (Pastores
dabo vobis, 65). Mediante su palabra y su ejemplo, el obispo debería ayudar a los
jóvenes a comprender que el sacerdocio es configuración con Cristo, esposo y cabeza
de la Iglesia, pero también víctima y servidor humilde. Un seminario y un presbiterio
fortalecidos por la oración, el apoyo mutuo y la amistad favorecen el espíritu de
obediencia voluntaria que dispone a todo sacerdote a realizar las tareas pastorales
que le ha confiado su obispo. El misterio de la Iglesia como comunión se fortalece
cuando la autoridad episcopal se ejerce como amoris officium (cf. Jn 13, 14) y cuando
la obediencia sacerdotal sigue el modelo de servicio de Cristo (cf. Flp 2, 7-8).
Además,
ni el seminario ni el presbiterio deberían llevar a un estilo privilegiado de vida.
Por el contrario, la sencillez y la abnegación deberían ser las características de
quienes siguen al Señor, que «no ha venido a ser servido, sino a servir » (Mc 10,
45). Deberíamos tener en cuenta las oportunas palabras del Directorio para el ministerio
y la vida de los presbíteros (1994), publicado por la Congregación para el clero:
«Difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos
si está excesivamente preocupado por su comodidad y por su bienestar» (n. 67).
El
Sínodo también insistió en que los futuros sacerdotes deben comprender el valor del
celibato para el ministerio ordenado (cf. Ecclesia in Africa, 95). Los seminaristas
necesitan una madurez humana y una formación espiritual que les permita tener «las
ideas claras y una íntima convicción sobre el vínculo que hay entre el celibato y
la castidad del sacerdote» (ib.). Los pastores sabios se deben preocupar en especial
por convencer a los sacerdotes y a los seminaristas de que la devoción filial a la
santísima Virgen María, el ascetismo, el sacrificio personal, la generosidad con los
demás y la fraternidad sacerdotal son esenciales para un sacerdote que desea consagrarse
a Dios y a su misión con alegría y con un corazón indiviso. La experiencia muestra
que las oportunidades de proseguir la formación ayudan a los presbíteros a salvaguardar
su identidad sacerdotal, a crecer espiritual, intelectual y pastoralmente, y a estar
mejor preparados para construir las comunidades confiadas a su ministerio.
8.
Al mismo tiempo, la Iglesia en África del Sur no podría ser lo que es sin el don extraordinario
de la vida consagrada. Miembros celosos de congregaciones misioneras realizaron la
plantatio Ecclesiae en vuestras tierras, y a ellos se han añadido muchos nuevos institutos
de vida contemplativa y activa. Los hombres y mujeres consagrados en vuestras diócesis
dependen de vosotros para que los guiéis en sus actividades pastorales, y necesitan
vuestro apoyo para vivir los consejos evangélicos. La armonía entre los obispos y
las personas consagradas es esencial para el bien común de la familia de Dios. Los
institutos religiosos, representados por sus superiores, deberían mostrar siempre
«espíritu de comunión y de colaboración » (ib., 94) en sus relaciones con los obispos
en cuyas diócesis trabajan. Los obispos, por su parte, «acojan y estimen los carismas
de la vida consagrada » (Vita consecrata, 48) y denles el lugar debido en los programas
pastorales diocesanos. Es especialmente importante para los obispos prestar mucha
atención a los programas formativos de los institutos de derecho diocesano. Con prudencia
y discernimiento (cf. 1 Ts 5, 21), deberíais velar para que los candidatos sean seleccionados
con esmero y para que reciban la formación integral humana, espiritual, teológica
y pastoral que los prepare para su misión en la Iglesia.
9. En vuestras diócesis
sois los sumos sacerdotes del culto sagrado y los «administradores de los misterios
de Dios» (1 Co 4, 1). Soy consciente de los esfuerzos de vuestra Conferencia por llevar
a cabo la auténtica inculturación del culto, «de modo que el pueblo fiel pueda comprender
y vivir mejor las celebraciones litúrgicas» (Ecclesia in Africa, 64). El principio
consiste en acoger de las culturas autóctonas «las expresiones que pueden armonizarse
con el verdadero y auténtico espíritu de la liturgia, respetando la unidad sustancial
del Rito romano » (Vicesimus quintus annus, 16). Sin embargo, esa tarea, difícil y
delicada, sólo puede realizarse con éxito como un proceso en el que toda adaptación
se haga como una profunda asimilación del patrimonio de la Iglesia, totalmente fiel
al «depósito sagrado de la palabra de Dios» (Dei Verbum, 10) cuya interpretación autorizada
ha sido confiada a todo el Colegio episcopal, con el Sucesor de Pedro, su fundamento
de unidad. Como reconoce la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, este es uno
de los mayores desafíos para la Iglesia en vuestro continente, en el umbral del tercer
milenio (cf. n. 59), y requiere una sabiduría y una fidelidad ejemplares por parte
de los obispos.
10. Queridos hermanos en el episcopado, estos son algunos
de los pensamientos que suscita en mí vuestra visita. La solemnidad de Pentecostés,
que acabamos de celebrar, nos impulsa a orar en unión con María para implorar una
nueva efusión del Espíritu Santo sobre las Iglesias encomendadas a vuestro cuidado
pastoral. Pidamos juntos a este mismo Espíritu que ilumine nuestra mente, colme nuestro
corazón de esperanza y nos conceda ser audaces en nuestra tarea al servicio del Evangelio.
Confiando en que el Señor siga acrecentando el fervor de los sacerdotes, los religiosos
y los laicos de Botsuana, Sudáfrica y Suazilandia, y que la obra buena que ha iniciado
en ellos continúe floreciendo (cf. Flp 1, 6), os imparto cordialmente mi bendición
apostólica.