2009-10-21 18:23:24

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MOZAMBIQUE EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 20 de marzo de 1999

Venerado señor cardenal;
amados hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os acojo en esta casa a vosotros, que habéis recibido del Señor la misión de apacentar su Iglesia en Mozambique. Habéis venido a Roma para realizar la visita a la tumba de los Apóstoles y encontraros con el Sucesor de Pedro, buscando nueva luz y apoyo para vuestro ministerio de edificar el cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 12), en comunión con la Iglesia universal. Agradezco a monseñor Francisco Silota, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las amables palabras que me ha dirigido, que manifiestan el vigor espiritual y el dinamismo misionero de vuestras comunidades y su fidelidad al Evangelio.

Signo de este dinamismo y crecimiento eclesial es la nueva diócesis de Gurué, creada en 1993 y encomendada a monseñor Manuel Chuanguira Machado, a quien saludo de modo particular durante esta primera visita; idéntico motivo me lleva a nombrar al nuevo obispo de Pemba, monseñor Tomé Makhweliha, y a monseñor Adriano Langa, obispo auxiliar de Maputo. A todos os dirijo mi saludo afectuoso en Cristo, con profundo aprecio por vuestro servicio eclesial y la certeza de mis oraciones para que, rebosantes de entusiasmo apostólico, sigáis anunciando el Evangelio al pueblo que se os ha confiado.

2. Habéis querido incluir esta visita ad limina Apostolorum entre los varios actos oficiales conmemorativos del jubileo de la evangelización de Mozambique, motivo que me impulsa a iniciar este coloquio con vosotros partiendo de la Eucaristía, puesto que constituye «el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana» (Christus Dominus, 30), y fue el sagrado pórtico por donde Jesucristo entró en vuestra tierra.

En efecto, se hizo presente mediante estas palabras: «Esto es mi Cuerpo. Éste es el cáliz de mi sangre (...) que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». Era la primera misa, celebrada en tierras mozambiqueñas por el capellán de las naves portuguesas de Vasco de Gama el día 11 de marzo de 1498. Después de quinientos años, aquí, esta mañana, hemos realizado in persona Christi el mismo acto de consagración, y -¿cómo no pensar en ello?también lo han realizado casi todos los sacerdotes que, en Mozambique, junto con nosotros, «apacientan la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre» (Hch 20, 28).

Impulsado por este pensamiento, en la persona de cada uno de vosotros y de vuestros sacerdotes, deseo manifestar toda la esperanza, la solicitud y la estima que siento por la Iglesia que apacentáis. De rodillas al pie del único altar de la cruz preparado como mesa para todas vuestras comunidades, desde la de la catedral hasta la más pequeña y distante adonde llega la Eucaristía, comulgando con la única Víctima divina entregada voluntariamente a la muerte por todos los mozambiqueños y por toda la humanidad; hermanado en el único y eterno sacerdocio, que por gracia y sólo por gracia nosotros, sacerdotes, compartimos, yo, siervo de los siervos de Dios, aprovechando idealmente el momento en que, en la anáfora eucarística, pronunciáis mi nombre y mi servicio eclesial, me acerco a cada celebrante y, con un afectuoso abrazo, le digo: «Gracias, porque has hecho nacer sacramentalmente a Jesús en Mozambique. Ahora que ha nacido en tus manos cuando lo has llamado "mi cuerpo" y "mi sangre", no olvides a ninguno de los hijos e hijas que, por él y en él, has engendrado para nuestro Dios y Padre. Por nada del mundo reniegues de lo que libremente has escogido ser y eres: "cuerpo entregado", "sangre derramada (...) para el perdón de los pecados". Te pido que lleves el abrazo de paz y la bendición del Papa a cada una de las comunidades eclesiales que apacientas en la caridad de Cristo».

3. En vuestros informes se lee que, por la gran afluencia de cristianos, finalmente libres de confesar su fe y su pertenencia a Cristo, y con los caminos transitables y más seguros gracias a la paz reconquistada, en muchas partes la eucaristía debe celebrarse al aire libre, porque el lugar de culto no basta para acoger a la multitud. Multiplicáis las celebraciones, pero el fenómeno continúa. Es sintomático. Mozambique recibió la visita de la Eucaristía cuando sus habitantes aún no conocían al amable huésped que llegaba; ahora que lo conocen como «verdadero pan que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6, 32. 33), corren hacia él.

Se podría decir que Dios ha hecho de Mozambique un país eucarístico; veo a su pueblo creyente que se ofrece a Dios para ser Eucaristía. Dios lo ha bendecido con una sintonía y una atracción especiales con respecto al santísimo Sacramento, como si sólo este Pan pudiera saciarlo; le ha concedido, además, que ninguna comunidad se quedara sin la celebración regular de la misa dominical y de los otros sacramentos. De este modo, no ha corrido el riesgo de ir a beber a otras fuentes de aguas turbias y confundir la voz del pastor verdadero con la de cualquier extraño que pretendiera entrar en el redil sin pasar por la puerta, que es Cristo (cf. Jn 10, 1-9). La situación del cristianismo en el mundo enseña que las comunidades alimentadas regularmente con el pan de la Palabra y de la Eucaristía son menos vulnerables a la influencia de las sectas. Por eso deseo formular a cada uno de los sacerdotes que están en Mozambique esta pregunta: ¿ves alguna posibilidad de llevar el consuelo dominical de la Eucaristía aunque sólo sea a una comunidad? Te lo pregunto a ti y a los demás. En el presbiterio diocesano, en el que también los sacerdotes misioneros y religiosos tienen que sentirse acogidos, debéis tomar al pie de la letra el mandato del divino Maestro que, preocupado porque la multitud que lo seguía podía desfallecer durante el camino si la mandaba a casa sin comer, dijo a sus discípulos: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16; cf. Mc 8, 3).

En este servicio y en muchos otros que existen en las pequeñas comunidades cristianas, sé que colaboran con vosotros, en su medida y grado, numerosos catequistas y animadores, a quienes en esta ocasión deseo saludar, dar las gracias y animar: sus nombres están escritos en el cielo. Amados obispos y sacerdotes, sed para ellos guías atentos y apoyo permanente, sobre todo si, en vuestra ausencia, tienen que presidir la asamblea dominical. Pero todos deben tener muy claro que dichas asambleas se celebran «en espera de un sacerdote» (Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia de sacerdote, 26) y son ocasión para pedir al Señor que envíe más obreros a su mies (cf. Mt 9, 38).

4. De hecho, la vida de las comunidades cristianas sólo está garantizada plenamente cuando tiene sacerdotes, porque son los que administran los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía, llevando la grey a las fuentes de la vida eterna. Doy gracias a Dios porque comienza a haber ordenaciones en vuestras diócesis. Pero ¡cuántas más se necesitan!

Y, sin embargo, algunos de vosotros se han lamentado de no poder aceptar todas las solicitudes de los jóvenes que querían entrar en los seminarios, porque ya no hay cabida. ¡Qué pena! En mi patria, circunstancias muy diversas de las vuestras habían obligado a cerrar el seminario de Cracovia, pero mi arzobispo, monseñor Adam Sapieha, lo reorganizó de forma clandestina en su residencia; allí me acogió, y viví con él mis dos primeros años de seminarista. No es que os recomiende lo mismo; lo que quiero deciros es que Dios os ha de inspirar formas y medios para acoger las vocaciones que os manda y que tanto necesitáis.

Tuvo gran influencia en el camino de mi formación con vistas al sacerdocio la cercanía de mi obispo, sobre todo durante los años en que viví en su residencia. Los seminaristas necesitan encontrarse, «estar» con su pastor; y, viceversa, en el cumplimiento de las responsabilidades pastorales que éste tiene con respecto a los candidatos al sacerdocio, les ayuda mucho que los «visite con frecuencia y en cierto modo "esté" con ellos» (Pastores dabo vobis, 65). Esta cercanía del pastor es necesaria a toda la grey; por eso el canon 395 del Código de derecho canónico establece su residencia personal en la diócesis.

Con su palabra y su ejemplo, ayuda a los jóvenes a comprender que el sacerdocio es configuración con Cristo, esposo y cabeza de la Iglesia, pero también víctima y siervo humilde. Un seminario y un presbiterio, fortalecidos por la oración, por el apoyo mutuo y por la amistad, favorecen el espíritu de obediencia que dispone al sacerdote a realizar las tareas pastorales que su obispo le ha confiado. El misterio de la Iglesia como comunión se fortalece cuando la autoridad episcopal se ejerce como amoris officium (cf. Jn 13, 14), y la obediencia sacerdotal sigue el modelo de servicio de Cristo (cf. Flp 2, 7-8).

Además de esto, ni el seminario ni el presbiterio deberían llevar a un estilo privilegiado de vida. La sencillez y la abnegación han de ser las características de quienes siguen al Señor, que «no vino para ser servido, sino para servir» (Mc 10, 45). Como afirma el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, «difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por su bienestar» (n. 67).

5. Quiero expresar ahora mi gran aprecio por el inestimable servicio de las personas consagradas: a todas ellas, hombres y mujeres, les manifiesto la más profunda gratitud de la Iglesia. Han sido deslumbradas por el Absoluto y, con un resplandor eterno, situadas como estrellas en el firmamento, para guiar a muchos por el camino de la justicia (cf. Dn 12, 3). Su corazón arde con un fuego que no es de esta tierra y que los transforma en la «lámpara» del Evangelio encendida «no para ponerla debajo del •celemín (de su diócesis), sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5, 15), la casa de Dios. De aquí deriva su justo anhelo de crecimiento hasta los confines de la Iglesia, para poder «seguir al Cordero a dondequiera que vaya» (Ap 14, 4).

Es importante que este testimonio resplandezca en Mozambique. Por eso, no puedo menos de alegrarme por el gran florecimiento de vocaciones religiosas en vuestras diócesis, incluidas las nuevas fundaciones locales. Sé que las religiosas prestan una magnífica colaboración en la vida pastoral de las comunidades cristianas, supliendo las múltiples carencias de la vida eclesial o, incluso, guiándolas cuando falta un sacerdote residente. Pero nunca podrán ser consideradas como el contrapunto femenino del presbiterio, puesto que su vocación no consiste en apacentar la grey, sino en mantener vivo en ella el ideal de las bienaventuranzas, anticipando la condición definitiva del reino de Dios mediante la vivencia de los consejos evangélicos. Por eso, con prudencia y discernimiento (cf. 1 Ts 5, 21), ayudad a vuestras fundaciones a crecer hasta llegar a ser auténticas familias religiosas, quizá mediante la unión de asociaciones de diversas diócesis, cuyos miembros tengan la misma vocación y el mismo carisma, velando para que las candidatas sean seleccionadas con esmero y reciban una formación integral humana, espiritual, teológica y pastoral, que las prepare para su misión en la Iglesia.

6. Vuestros directos colaboradores pastorales son los sacerdotes, con los que os unen vínculos de fraternidad apostólica, forjada por la gracia del orden sagrado. Contáis ya con la colaboración de bastantes sacerdotes diocesanos; los demás son miembros de congregaciones misioneras y religiosas, o fidei donum. Cada uno de ellos, según su respectivo grado de pertenencia, debe sentir que forma parte de «un único presbiterio y una única familia, cuyo padre es el obispo» (Christus Dominus, 28). Mostrad interés por todos, de cualquier edad, condición o nacionalidad que sea, tanto nativos como extranjeros (cf. ib., 16).

Si el clero de un presbiterio es de diversa proveniencia, el obispo no tiene que «hacer distinciones» (cf. St 2, 4) entre sus sacerdotes. Me refiero a la colaboración concreta que la Santa Sede os pide regularmente: indicar los nombres de los posibles candidatos al episcopado entre los sacerdotes de vuestras diócesis. Las propuestas hechas han de ser el resultado de una valoración objetiva de las mejores posibilidades que ofrece el clero, sin dejarse condicionar por su origen. Corresponde luego a la Santa Sede la elección del pastor que juzga más idóneo para el gobierno pastoral de una diócesis.

7. La historia de la Iglesia está llena de figuras de misioneros que, siguiendo las huellas de san Pablo, «se han hecho todo a todos a fin de salvar a toda costa a algunos» (cf. 1 Co 9, 22). Basta pensar en el padre Gonçalo da Silveira, en los comienzos de la evangelización de vuestra tierra. Ahora bien, ninguna diócesis, ningún obispo que haya acogido a un misionero a su mesa o haya compartido su pan con él; que le haya abierto su corazón, haciéndole partícipe de sus proyectos y dificultades, y que después haya soportado con él el peso de las jornadas apostólicas, podrá afirmar: ¡es un «extranjero»! Pero esta norma eclesial ya tiene casi dos mil años: «Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2, 19-20). Para la Iglesia, esta norma abroga todos los usos y costumbres, los criterios y valores de este mundo, que se opongan a ella o la dificulten.

Somos la familia de Dios. Durante la Asamblea especial para vuestro continente, los padres sinodales reconocieron que este concepto era «una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África», proponiéndose «edificar la Iglesia como familia, excluyendo todo etnocentrismo y todo particularismo excesivo, tratando de promover, por el contrario, la reconciliación y la verdadera comunión entre las diversas etnias, favoreciendo la solidaridad y el compartir tanto el personal como los recursos de las Iglesias particulares, sin consideraciones indebidas de orden étnico» (Ecclesia in Africa, 63), convencidos de que «la unión de la familia humana se fortalece mucho y se completa con la unidad (...) de la familia de los hijos de Dios» (Gaudium et spes, 42).

8. La decisión sinodal de privilegiar la presentación de la Iglesia como familia se basa en la constatación de que «en África, particularmente, la familia representa el pilar sobre el cual está construido el edificio de la sociedad» (Ecclesia in Africa, 80). Y así debe seguir siendo. Por eso, todo el esfuerzo y el cuidado pastoral de la Iglesia resulta insuficiente cuando se trata de salvar una familia. Cuando una familia se rompe, se abre una brecha en el futuro de la sociedad, y por ella se pierde su vigor. Ayudad, pues, a la sociedad mozambiqueña, de modo particular a quienes la proyectan y guían con sus normas e instituciones públicas, a razonar y organizarse, considerando la familia como unidad básica de medida e instrumento de verificación. Mozambique será mañana la familia que tiene hoy, pues los ciudadanos encuentran en ella su cuna y su primera escuela.

La formación humana, que comienza en la familia, se desarrolla en la escuela. Desgraciadamente, la guerra prolongada y sus secuelas han perjudicado enormemente la red escolar nacional, impidiendo que la nación atienda la mayor aspiración de su juventud: aprender y formarse. Escuchando diariamente las quejas de padres e hijos, la Iglesia, que ejerce su legítimo derecho de presencia activa en el mundo de la escuela, ha invertido en ella cuanto ha podido e, incluso, ha ido más allá de sus posibilidades. Quisiera elogiar el trabajo admirable de tantos profesores cristianos, comprometidos con su mejores energías y con todo su saber, desde la escuela primaria hasta la Universidad católica de Mozambique.

Las escuelas católicas, sin distinción de clases sociales ni de religión, imparten una sólida educación humana, cultural y religiosa, respetando la conciencia de los alumnos y las opciones de sus familias. En ellas, jóvenes de diferente origen pueden aprender el diálogo de la vida, para participar en la construcción de una sociedad que acoja a cada uno y respete las diferencias. La unión entre todos los ciudadanos, sin distinción de origen o creencias, fundada en el amor a la patria común, ha de buscarse con ardor, a fin de trabajar juntos con vistas al desarrollo integral de la nación, en la concordia y la justicia. Ojalá que los jóvenes no tengan miedo de comprometerse por el futuro de su país.

9. Amados hermanos, muchas veces y por diversos motivos, habéis aludido a la dificultad derivada de usos y costumbres ancestrales de las poblaciones, que les impiden aceptar completamente las exigencias del Evangelio, para afirmar a continuación la buena disposición con que lo acogen. Sé que la contradicción es aparente, porque el nivel de adhesión es diferente; pero, esta contradicción aparente, ¿no oculta el verdadero y mayor desafío de siempre, y también de hoy: la urgencia de evangelizar?

En estos quinientos años de evangelización de vuestro pueblo se ha renovado, más de una vez, el prodigio de una Iglesia que renace de las cenizas con una pujanza extraordinaria. Hoy, que la Iglesia en Mozambique ya tiene cimientos sólidos, ha llegado la hora de suscitar una gran oleada de misioneros que vuelvan a vuestra tierra, donde millones de personas aún no han sido evangelizadas, para «proclamar la buena nueva a todos, y conducir a aquellos que escuchan al bautismo y a la vida cristiana». Si os empeñáis «con valentía y sin titubeos en este camino, la cruz podrá ser plantada en todas las partes del continente para la salvación de los pueblos que no tienen miedo de abrir las puertas al Redentor» (Ecclesia in Africa, 74).

10. Venerado señor cardenal y amados hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro, quiero renovaros mi gratitud por la visita que me habéis hecho, trayéndome los frutos generosos de una siembra del Evangelio que tiene quinientos años en vuestra tierra. Sobre toda vuestra nación imploro la benevolencia de Dios, suplicándole que libere del odio, del resentimiento y de la venganza el corazón de todos los mozambiqueños, para que lleguen al gran jubileo del año 2000 verdadera y profundamente reconciliados y pacificados con Dios y con los hombres.

Los cristianos saben que esta reconciliación tiene su fuente de gracia y de dinamismo en la Eucaristía, y «el año 2000 será intensamente eucarístico», ya que «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, que se encarnó en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (Tertio millennio adveniente, 55). María, Madre del Redentor, os asista para que guiéis al pueblo de Dios que está en Mozambique hasta ese encuentro salvífico. Con mi bendición apostólica.







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