Lunes, 31 ago (RV).- Abierto el Año Sacerdotal el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes,
nuestro colaborador y teólogo el agustino P. Pedro Langa Aguilar, se ocupará de ofrecernos
en sucesivas emisiones, por él tituladas Latidos del Año Sacerdotal, su punto de vista
sobre lo que a su entender resulta más saliente en este Año de gracia. Dichos latidos
con ocasión del ciento cincuenta aniversario de la muerte de san Juan Bautista María
Vianney, el santo Cura de Ars, no vienen a ser, por lo demás, sino el signo palpable
de lo que reclama y supone el corazón mismo de la Iglesia. Escucharlos representa,
pues, en frase de san Agustín, sentir a la Iglesia, sentir con la Iglesia y sentirse
Iglesia. Es cuanto el P. Pedro Langa se propone hacer con estas reflexiones radiofónicas.
24
N AÑO PARA LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS
Dentro de unos meses, cuando el Año
Sacerdotal concluya, será momento de averiguar si ha sido bueno, menos bueno, regular,
o un año en el que las cosas pudieron hacerse mejor. Probablemente lo que cunda sea
esto último, dado que, entre los hombres, esos seres inteligentes y defectibles y
por ello mismo capaces y perfectibles, las cosas pueden siempre salir mejor. Será
en todo caso historia, y ya se sabe que la historia se escribe siempre a distancia,
puesto que a la traslación de lo inmediato se le llama crónica. Comprenderemos entonces
que el tiempo es una perfecta máquina que sin embargo ignora la marcha atrás. Es la
memoria la que viene a recordarnos si aquello resultó, enriqueciendo así la experiencia.
Me
gustaría que este Año discurriese por las inspiradas páginas de la Epístola a los
Hebreos, ese monumento de cultura alejandrino-filoniana enteramente basado en la interpretación
del Antiguo Testamento, elevado a la dignidad excelentísima del sacerdocio de Cristo
y, por tanto, de todos los sacerdotes. La Epístola a los Hebreos, pues, debiera ser
para el Pueblo de Dios, insisto, como el cuaderno de bitácora y hasta la rosa de los
vientos en la singladura de estos meses jubilares.
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23.
UN AÑO PARA LA EPÍSTOLA A LOS HEBREOS
Dentro de unos meses, cuando el Año
Sacerdotal concluya, será momento de averiguar si ha sido bueno, menos bueno, regular,
o un año en el que las cosas pudieron hacerse mejor. Probablemente lo que cunda sea
esto último, dado que, entre los hombres, esos seres inteligentes y defectibles y
por ello mismo capaces y perfectibles, las cosas pueden siempre salir mejor. Será
en todo caso historia, y ya se sabe que la historia se escribe siempre a distancia,
puesto que a la traslación de lo inmediato se le llama crónica. Comprenderemos entonces
que el tiempo es una perfecta máquina que sin embargo ignora la marcha atrás. Es la
memoria la que viene a recordarnos si aquello resultó, enriqueciendo así la experiencia.
Me
gustaría que este Año discurriese por las inspiradas páginas de la Epístola a los
Hebreos, ese monumento de cultura alejandrino-filoniana enteramente basado en la interpretación
del Antiguo Testamento, elevado a la dignidad excelentísima del sacerdocio de Cristo
y, por tanto, de todos los sacerdotes. La Epístola a los Hebreos, pues, debiera ser
para el Pueblo de Dios, insisto, como el cuaderno de bitácora y hasta la rosa de los
vientos en la singladura de estos meses jubilares.
24.
EL SACERDOTE, OTRO CRISTO
Infinidad de veces lo habremos oído y puede que
este Año Sacerdotal permita oírlo tantas más: «El sacerdote es otro Cristo» («Sacerdos
alter Christus»). Con todo y con eso, no creo yo que el Año de gracia en curso agote
ni de lejos el sinfín de preciosas definiciones que pueden dar espiritual, eclesial
y también social figura al sacerdote, sea dentro que fuera de la sociedad eclesiástica.
No es sólo el presbítero que preside en la comunidad, sino el indispensable y exclusivo
ministro del culto oficial.
Actúa «in persona Christi», es cierto, pero a
la vez «in nomine populi». Hombre de la oración y pontífice del sacrificio eucarístico,
es de igual modo el vivificador de las almas muertas, el ecónomo de la gracia, el
hombre de las bendiciones. Es el testigo de la fe, el misionero del Evangelio, el
profeta de la esperanza, el animador de la comunidad, el constructor de la Iglesia
de Cristo fundada sobre Pedro. Pastor del Pueblo de Dios, es obrero de la caridad,
tutor de los huérfanos y pequeños, abogado de los pobres, consolador de los que sufren.
Confidente y guía y consejero y padre de las almas, es amigo de todos y hombre «para
los otros», signo de contradicción y, si procede, mártir.
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23.
SAN AGUSTÍN, SACERDOTE
Recordar la colosal figura de San Agustín en este
Año Sacerdotal del Cura de Ars conlleva presentar al Obispo de Hipona utilizando el
prisma del sacerdocio. ¿Qué podría decirnos en este sentido un agustinólogo como usted,
P. Langa?
PL. – Por de pronto que San Agustín, antes de llegar a Obispo de
Hipona, fue presbítero de aquella comunidad, lo que supone partir de que allí ejerció
el oficio protopresbiteral durante cuatro largos años. Entiendo que, así dicho y enunciado,
no es ir muy lejos en una remecida biografía como la suya, de 75 años. Pero la cosa
cambia teniendo en cuenta que el santo nos legó abundantes escritos, y, en ellos,
existen primorosos pensamientos acerca del sacerdocio.
Benedicto XVI recordó
al abrir este tiempo de gracia el 19 de junio de 2009 que «el objetivo de este Año
Sacerdotal es renovar en cada uno de los presbíteros la aspiración a la perfección
espiritual, de la que depende en gran medida la eficacia de su ministerio. Asimismo,
esta iniciativa servirá para ayudar a los sacerdotes y a todo el Pueblo de Dios a
volver a descubrir y reforzar la conciencia del don de gracia extraordinario e indispensable
que supone el ministerio ordenado para quien lo ha recibido, para toda la Iglesia
y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido».
Si
las condiciones históricas y sociales en las que el Santo Cura de Ars vivió han cambiado,
imagínese qué no podremos decir de las de San Agustín, perdido allá en la brumas de
los siglos IV y V de nuestra Era. Y sin embargo yo sí quisiera añadir que no me parece
descabellada la pregunta de cómo puedan los sacerdotes de hoy identificarse con el
propio ministerio en las actuales sociedades globalizadas. «En un mundo en el que
la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, donde la funcionalidad
es la única y decisiva categoría, la concepción católica del sacerdocio podría correr
el riesgo de perder su consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia
eclesial». Esta oportuna matización papal no impide, sin embargo, reconocer que aquí
es, precisamente, donde el magisterio de San Agustín sube muchos enteros.
San
Agustín solía recurrir para referirse al sacerdote a una frase definitiva por definitoria:
«ministro de la palabra y del sacramento» (Epp. 228,2; 261,2; etc.). Hay en esta escueta
frase, genial por su concisión y densidad, resonancias paulinas, llama evangélica
y expresividad teológica, ciertamente. Con otra todavía más breve cierra la historia
de su azarosa ordenación sacerdotal: «fui hecho presbítero» (Serm. 355,2). Estupenda
y aleccionadora historia, por cierto, en la que a él le tocó la parte más difícil,
aunque también más fecunda: obedecer; y a la comunidad hiponense, elegir; y a su bienamado
Valerio, el obispo, decidir. La Santa Madre Iglesia llamó a las puertas de su corazón
y él respondió con filial generosidad; él obedeció.
Lo que entonces pensaba
del sacerdocio –admirable mensaje, desde luego, para el sacerdote de nuestros días,
también para el de este Año Sacerdotal que estamos celebrando- sigue teniendo el valor
de lo imperecedero y saludable, de lo sublime y permanente. Cuando el sacerdocio se
desempeña «por mero cumplimiento y adulación» es un ministerio fácil, placentero y
hasta muy solicitado. Pero tal conducta –matiza seguidamente- es «triste, torpe y
abominable ante Dios», pues «nada hay en esta vida, máxime en estos difíciles tiempos,
más gravoso, laborioso y peligroso» (Ep. 21, 1). Ahora bien, cuando se desempeña como
el propio ministerio demanda, cuando «se milita en la forma exigida por nuestro emperador
–agrega templando maravillosamente- «nada hay más santo ante Dios» (Ep. 21,1) que
el ser «ministro de la palabra y del sacramento», es decir: que estar al servicio
de la comunidad cristiana.
Y esto es cuanto aquel inmortal Pastor de almas
puso de relieve: entender el sacerdocio no como una meta dentro del carrerismo de
entonces, no como una bicoca ni cumbre alguna de un esforzado escalador con suerte,
sino como un servicio, como un estar a merced de Dios en la entrega a los hermanos.
Para lo cual, por supuesto, hacía falta una preparación profunda y una dedicación
constante. El comprende que ha de esforzarse por ser un verdadero maestro de pastoral,
por estar al día, como solemos decir hoy. El sacerdocio, a su entender, requiere un
constante afán de disponibilidad y una continuada forma de inquietud en bien de la
Iglesia, de la que él mismo, sacerdote, es servidor. La exigencia de una constante
preparación está resumida en muchas frases suyas, todas elocuentes, es cierto, pero
yo quisiera traer aquí como broche de oro, una que me parece extraordinariamente bella
y paradigmática: «Confieso que me esfuerzo por pertenecer al número de aquellos que
escriben progresando y progresan escribiendo» (Ep. 143,2). Su dimensión espiritual
va en esta otra: «Alcemos los ojos del alma y busquemos a Dios ayudados por El» (In
Io. 63,1).
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22.
SANTA MÓNICA, MADRE DEL SACERDOTE SAN AGUSTÍN DE HIPONA
- ¿Qué le sugiere
a usted, P. Pedro Langa Aguilar, celebrar este año, metidos como estamos en el Año
Sacerdotal, la memoria de Santa Mónica, madre de San Agustín? PL. - Diré que primeramente
a mi propia madre, y con ella luego, y en ella, a tantas y tantas madres de sacerdotes.
Celebrar el Año Sacerdotal olvidándose, por ejemplo, de la madre de todos los sacerdotes,
la Virgen María, no sería de recibo. Y junto a la Madre del cielo, la de la tierra,
esa mujer callada, humilde, religiosa, siempre en segundo plano, siempre detrás o
junto al hijo sacerdote, con asidua oración, insinuante gesto, discreta palabra. Todo
esto y mucho más, por supuesto, me sugiere a mí la simpática figura de Santa Mónica.
Y en el «mucho más» va lo que me cumple añadir aquí sobre aquella excepcional mujer
africana. Porque al hablar de las madres de los sacerdotes parece exigido y casi de
guión referirse a su papel de protagonistas en las señaladas fechas del hijo: ordenación
sacerdotal, primera misa en el pueblo, vida en la parroquia, y tantas y tantas cosas.
Santa
Mónica, sin embargo, no llegó a ver al hijo Agustín de sacerdote. Cuando éste asumió
el «oficio de amor» -así entiende el Doctor de la Gracia el sacerdocio-, ya ella,
Mónica, había volado a la casa del Padre. Por otra parte, y que se sepa, el obispo
Agustín de Hipona, una vez de vuelta en África, en su amada tierra africana, nunca
volvió a Italia, ni siquiera para rezar ante la tumba de aquella buenísima madre que
lo había engendrado a la vida temporal primero y luego, en la blanda cuna de sus lágrimas,
a la eterna mediante la célebre conversión. Y sin embargo yo entiendo que Santa Mónica
concentra en sí todos los ingredientes propios de la mujer paradigma en la vida de
un sacerdote. ¿Quién no recordará este año, por ejemplo, a la madre del Santo Cura
de Ars?
La de San Agustín puso los cimientos del edificio sacerdotal de un
Padre y Doctor de la Iglesia. No me resisto a citar unas palabras de éste que lo prueban
cumplidamente. Pertenecen a la inmortal página dedicada a su madre en el libro IX
de las Confesiones, allí donde narra el célebre fenómeno místico del Éxtasis de Ostia:
«Tú sabes, Señor, -dice- que en aquel día (del Éxtasis), mientras hablábamos de estas
cosas y, mientras al filo de nuestra conversación sobre estos temas (místicos), nos
parecía más vil este mundo con todos sus atractivos, ella (mi madre) añadió: “Hijo,
por lo que a mí respecta, nada en esta vida tiene ya atractivo para mí. No sé qué
hago aquí ni por qué estoy aquí, agotadas ya mis expectativas en este mundo. Una sola
razón y deseo me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes
de morir. Dios me lo ha dado con creces, puesto que tras decir adiós a la felicidad
terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago aquí?”» (Conf 9,10,26).
Sin duda que
hubiera gozado viendo al hijo monje escalar los grados de la Jerarquía católica: sacerdote
primero, obispo auxiliar más tarde y obispo de Hipona sede plena por fin. No importa.
El Señor la quería junto a sí, y ella, llena de fe, alma fiel y piadosa, el día noveno
de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de edad y treinta y tres de la vida
del hijo, partió tranquila y en paz a la vida eterna. Con la misma fe con que había
rezado por la conversión del hijo, con idéntico fervor al que había dirigido sus pasos
hasta su padre espiritual san Ambrosio, con aquella piedad íntima que siempre mantuvo
en las celebraciones litúrgicas de la basílica de Milán, Mónica dejó una sola recomendación
a sus hijos, seguramente sin presentir que su adorado Agustín tendría tiempo de cumplirla
con filial rectitud y frecuencia: «Depositad este cuerpo mío en cualquier sitio, sin
que os dé pena. Sólo os pido que dondequiera que estéis, os acordéis de mí ante el
altar del Señor» (Conf 9,11,27).
Santa Mónica, por eso, que no llegó a ver
al hijo de sacerdote, ya digo, pero a la que cupo la suerte de presenciar el saludo
entre dos grandes santos Padres de la Iglesia, a saber: san Ambrosio de Milán, padre
de sus confidencias espirituales, y el entonces errabundo y desorientado y púnico
Agustín de Hipona, su hijo, en trance de abandonar el error maniqueo y pronto convertido
a la Iglesia y Doctor de la Gracia; Santa Mónica, insisto, con su vida de humilde
oyente de la Palabra de Dios, y en calidad de aventajada alumna del Maestro interior,
sigue siendo a día de hoy con su preciosa vida y desde los muchos dones que Dios en
ella puso, la extraordinaria mujer africana que tantos agustinólogos comparan a la
mujer fuerte de los Proverbios. Santidad cristiana la suya, ciertamente, en la que
se reflejan numerosas páginas de la Escritura, páginas de un cromatismo sorprendente
que admira uno por la incomparable belleza de la pluma que las escribió, san Agustín,
sí, pero también, y puede que sobre todo, por la enorme carga lírica y limpieza de
quien las protagonizó, es decir su madre, celebrada hoy por todo el orbe católico
como santa Mónica, la madre de san Agustín.
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21.
DESCUBRIR LA IMPORTANCIA DEL SACERDOTE
Corremos el riesgo de que se interprete
el Año Sacerdotal a la baja creyendo que todo haya de cifrarse en los sacerdotes,
desde los sacerdotes y para los sacerdotes. Craso error. Porque el Año Sacerdotal
atañe también a los laicos, a los mal llamados fieles de a pie, y no sólo para recordarles
que deben rezar y preocuparse del sacerdote, sino por algo todavía de mayor envergadura:
para que consideren su importancia, lo que vale, supone, significa para un pueblo
tener sacerdote. Naturalmente que en un razonamiento así va supuesta la ineludible
necesidad de rezar por las vocaciones. Desde la perspectiva que contemplo, no hay
desgracia mayor para un pueblo que venirle a faltar el sacerdote.
Se explica,
pues, que Benedicto XVI haya pedido que este Año Sacerdotal sirva para que la Iglesia
redescubra la importancia del sacerdote y sea ocasión propicia «para profundizar en
el valor y la importancia de la misión sacerdotal y para pedir al Señor que le dé
a su Iglesia el don de numerosos y santos sacerdotes». La suerte del sacerdote, por
tanto, sobre afectarle a él primero, va ligada también a toda la comunidad cristiana.
¿No será que andamos sobrados de críticas y menesterosos de oraciones?
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20.
UNA OPORTUNIDAD DE RENOVACIÓN INTERIOR
El Año Sacerdotal en curso constituye
para todo sacerdote «una oportunidad de renovación interior y, por ello, de firme
consolidación en el compromiso de su misión». No en vano el santo Cura de Ars solía
decir que «un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen
Dios puede dar a una parroquia». Dicha renovación, por otra parte, ha de ir asociada
en el sacerdote al binomio identidad-misión y a una progrediente asimilación de Cristo.
Porque en la vida del sacerdote, el anuncio misionero y el culto son inseparables,
como lo son la identidad sacramental y la misión evangelizadora.
Habrá que
ver, pues, cómo se construye hoy esa «sociedad nueva» de la que tanto se habla. Porque
los elementos esenciales del ministerio sacerdotal siempre fueron, bien se ve, «anuncio
y poder», o sea «palabra y sacramento», pilares sobre cuales san Agustín alza la definición
de presbítero, cuando en él ve al «Dispensator verbi et sacramenti», es decir al «Ministro
de la palabra y del sacramento». Va de suyo, en consecuencia, que al sacerdote le
incumbe multiplicar espacios de silencio y escucha de la Palabra, si de veras quiere
que este Año sea una oportunidad de renovación interior.
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19.
PETO Y ESPALDAR DE LOS POBRES
El sacerdote debe ser para los pobres como
su peto y su espaldar, su refugio y su querencia, defensa y valimiento de sus intereses.
Tienen derecho los pobres, sí, a descubrir en él un corazón tierno, sencillo, acogedor,
el propio de los hombres llenos de humanidad, mirada limpia, anchura de alma y generosa
mano. Cuando la cosa no es así, hay que concluir que algo importante falla en ese
corazón sacerdotal. Fue el benemérito cardenal Congar quien dejó dicho, a propósito
de la opción del Vaticano II por los pobres, que la Iglesia no había hecho con ello
sino ser Evangelio. Porque una Iglesia de los pobres acabará entendiendo, aunque le
cueste, a los ricos. Una Iglesia que hubiese apostado por los ricos, en cambio, jamás
habría podido tener sensibilidad con los pobres.
El Año Sacerdotal
en curso, siendo así, puede ser estupenda ocasión para que los presbíteros eviten
«todo aquello que de algún modo pudiera alejar a los pobres, apartando, más que los
otros discípulos de Cristo, toda especie de vanidad. Dispongan su morada de tal forma
que a nadie resulte inaccesible, ni nadie, aun el más humilde, tenga nunca miedo de
frecuentarla» (PO 17). Sólo así los pobres podrán vivir alegres en su corazón.
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18.
«FORMAR UNA GENUINA COMUNIDAD CRISTIANA»
Tal vez sea el mayor de
los retos a los que todo sacerdote con cura de almas debe hacer frente. Es más, el
Concilio dejó bien sentado que el pastor no se debe limitar a cuidar sólo individualmente
de los fieles, sino extenderse también «a formar una genuina comunidad cristiana»
(PO 6). Esto de cultivar el espíritu de comunidad, sobre ser un bendito y necesario
quehacer que abarca no sólo la Iglesia local, sino también la universal, constituye,
hoy por hoy sobre todo, en esta época mayormente globalizadora, un verdadero desafío
al ministerio sacerdotal, porque «la comunidad local no debe fomentar sólo el cuidado
de sus propios fieles, sino preparar también, imbuida de celo misional, para todos
los hombres el camino hacia Cristo» (Ib.).
De otra parte, ninguna
comunidad cristiana se edifica si no tiene raíz y quicio en la Eucaristía, por donde
debe empezar y discurrir «toda educación en el espíritu de comunidad». Los sacerdotes,
eso sí, a la hora de poner manos a la obra, han de meterse bien en la cabeza que «nunca
están al servicio de una ideología o facción humana, sino que, como heraldos del Evangelio
y pastores de la Iglesia, trabajan por lograr el espiritual incremento del Cuerpo
de Cristo» (Ib.) Escuchar el programa
17.
MINISTROS DE LA PALABRA DE DIOS
Entre la triple función sacerdotal destaca,
según el Vaticano II, la Palabra. Los sacerdotes, se dice, son ministros de la palabra
de Dios, la que con devoción escuchó y no menos valentía proclamó el mencionado Concilio
siguiendo las huellas del Tridentino y del Vaticano I. «Como ministros que son de
la palabra de Dios, [los presbíteros] diariamente leen y oyen esa misma palabra de
Dios que deben enseñar a los otros», para que, según frase feliz de san Agustín, “todo
el mundo la escuche y crea, creyendo espere, esperando ame” (c. rud. 4,8; PO 13).
Ciertamente, recibir dicha palabra en sus propios corazones hará que los sacerdotes
se hagan cada día discípulos más perfectos del Señor. Porque, buscando cómo puedan
enseñar mejor a los otros lo que ellos han contemplado, gustarán más profundamente
las “irrastreables riquezas de Cristo” (Ef 3,8) y la multiforme sabiduría de Dios.
Por supuesto que es el Señor quien abre los corazones. La grandeza, pues, al enseñar
dicha divina palabra no viene de ellos mismos, sino de la virtud de Dios. Sólo así
se dejarán conducir por su Espíritu. Y así, «en comunión con Cristo, participan de
la caridad de Dios, cuyo misterio, escondido desde siglos, ha sido revelado en Cristo»
(PO 13).
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16.
«EDUCADORES EN LA FE»
Mucho es el juego que esta frase suele dar en los
diversos ámbitos del escalafón religioso, mayormente colegios y parroquias, donde
comparece para denominar al catequista, al profesor de religión o de espiritualidad,
al exégeta y a un sinfín de obreros en la Viña del Señor. Con todo el peso de su autoridad
propio del caso, sin embargo, el Concilio Vaticano II la utiliza en el Decreto «Presbyterorum
ordinis» cuando afirma que «a los sacerdotes, en cuanto “educadores en la fe”, atañe
procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado, en el
Espíritu Santo, a cultivar su propia vocación de conformidad con el Evangelio, a una
caridad sincera y activa y a la libertad con que Cristo nos libertó» (PO 6).
Parece
lógico suponer, pues, que este Año Sacerdotal trabaje mucho con ella estos meses para
referirse a los sacerdotes, aunque sólo fuere con el fin de recordarles que «de poco
aprovecharán las ceremonias, por bellas que fueren, ni las asociaciones, aunque florecientes,
si no se ordenan a educar a los hombres para que alcancen la madurez cristiana» (Ib.).
Salta bien a la vista que para promover dicha madurez, servirán de gran ayuda los
presbíteros, los verdaderos educadores en la fe.
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15.
MINISTROS DE UNA ALIANZA NUEVA
Muchas lecciones sacerdotales contienen
las cartas paulinas, desde luego, pero hay una que a mí se me hace extraordinariamente
diáfana, saludable y valiosa. Me refiero a cuando escribe a los Corintios que su llegada
a Troas para anunciar el Evangelio de Cristo se le presenta como una ocasión de trabajar
por el Señor (cf. 2 Co 2,12). Más aún, él comprende que su capacidad le viene de Dios,
«el cual –dice- nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra,
sino del Espíritu» (2 Co 3,6).
San Pablo explica seguidamente la razón
de su aserto al puntualizar: «La letra mata mas el Espíritu da vida» (Ib.). Se trata
de la letra con minúscula, o sea de la ley escrita, externa, del Antiguo Testamento,
comparada con el Espíritu (en mayúscula), ley interior del Nuevo Testamento. Estamos
lejos aquí, por tanto, de la oposición entre la «letra» de un texto y su «espíritu».
Esa radical diferencia es la que determina que Pablo hable no con el temor de la ley
mosaica y atemorizadora, sino reflejando como en un espejo la gloria del Señor, «porque
el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad»
(2 Co 3,17). Predicar, en suma, no es oficio de cobardes ni tímidos, sino de valientes
en Cristo.
14. FORMAR Y ACRECENTAR EL PUEBLO
DE DIOS
Dado que el Pueblo de Dios se congrega primeramente por la palabra
de Dios vivo, buscada con razón en los sacerdotes, estos, como cooperadores que son
de los Obispos, tienen por deber primero el anunciar a todos el Evangelio de Dios,
de forma que, cumpliendo el mandato del Señor, «formen y acrecienten el Pueblo de
Dios» (PO 4). Para un sacerdote, pues, no ha de haber distinción de razas, colores,
creencias, ni, a la hora de predicar, métodos preconcebidos o pastorales predeterminadas.
Sólo importa que su exposición, vaya primero estudiada siempre a la luz de Cristo,
y luego se ajuste de lleno a los signos de los tiempos.
En las actuales circunstancias
la predicación sacerdotal a una sociedad posmoderna y globalizada puede resultar a
menudo difícil. De ahí que para mejor estimular a los oyentes no deba exponer la divina
palabra sólo de modo general y abstracto, sino aplicando a las circunstancias concretas
de la vida la verdad perenne del Evangelio. El ministerio de la palabra se ejerce
de forma múltiple según las varias necesidades de los oyentes y los carismas de los
predicadores, pero partiendo siempre de que un presbítero se debe a todos, y a todos
ha de comunicar la verdad del Evangelio (cf. Ga 2,5).
13.
REDESCUBRIR LA IMPORTANCIA DE LOS SACERDOTES
Vivir a tope el año jubilar
conlleva, entre otras piadosas finalidades, entenderlo como una ocasión de oro para
profundizar en el valor y en la importancia de los sacerdotes y ya, por no desaprovechar
el viaje, para pedir al buen Padre Dios que colme a su Iglesia de este inmerecido,
sublime, mistérico e inmenso don, lo que teológicamente representa nada menos que
entender la Iglesia en clave cristológica, o sea fundada, redimida, santificada y
asistida por el Eterno y Sumo Sacerdote Jesucristo.
Viene a corroborar cuanto
digo el tema jubilar de este Año de gracia: «Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote».
Dos fidelidades que se reducen a una. De ahí que Benedicto XVI busque con este «kairós»
imprimir una renovación en la Iglesia basada en la santificación sacerdotal, especialmente
a través de la oración. Hoy más que nunca tal vez acecha el temor de reducir la oración
a momentos superficiales y apresurados, dejándose vencer por las actividades y las
preocupaciones humanas. Todo un problema de unión con Dios que ahí está, es cierto.
Pero un problema cuya solución depende también de los fieles. Considero por eso impagable
de veras el apoyo que estos puedan prestar a sus sacerdotes.
12.
REINA Y MADRE DE LOS SACERDOTES
La vida de san Juan María Vianney se extinguía
sólo un año después de las apariciones de Lourdes (1858), dato que no pasó desapercibido
al Beato papa Juan XXIII en su encíclica sobre el santo Cura, Sacerdotii Nostri
primordia (1959). «En realidad –dice allí el papa Roncalli-, la vida de este sacerdote
cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades
sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción
vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836
había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría
había de acoger la definición dogmática de 1854».
El santo Cura de Ars, en
efecto, solía recordar a sus fieles que «Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos
podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa
Madre». El mensaje mariano que de este Año cabe sacar, por tanto, y que lo mismo sacerdotes
que fieles deben guardar como preciado tesoro, es que la Virgen María, Madre del Sumo
y Eterno Sacerdote Jesucristo, es Reina y Madre de todos los sacerdotes. Nadie mejor
que nuestra Señora para que los sacerdotes imiten a Jesús.
11. TESTIMONIAR
Y ENSEÑAR La frase corre de boca en boca, como salvoconducto ideal para mantener
una conversación de altura, y en los foros religiosos suele acudir al discurso del
conferenciante para zanjar una cuestión planteada por lo común en disyuntiva excluyente
y no, más bien, como binomio abarcador. Y para más inri, se suele atribuir a otros
autores, siendo así que quien primero la pronunció para general regocijo fue Pablo
VI. Dijo un día el papa Montini, en efecto, y luego se ha repetido y se repite hasta
la saciedad: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio
que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio».
No habrá pasado de largo el Año Sacerdotal si cuando se clausure podemos afirmar
con fundamento que durante sus días de gracia hemos grabado a fuego en nuestro corazón
este sabio aserto montiniano. Hoy, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars,
es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio
evangélico. Pero testimonio forjado, a la postre y de consuno, por vida y predicación,
por obras y palabras, por el «nuevo estilo de vida» que el Señor Jesús inauguró y
que los Apóstoles hicieron suyo. 10. TODO BAJO DIOS, CON DIOS Y PARA DIOS
Era
la infalible recomendación del santo Cura de Ars a quien le manifestase vivas ansias
de una vida espiritual más profunda, más intensa, más comprometida. Hecho él con su
ministerio a las maravillas del alma y a las profundidades del amor, se explayaba
entonces en explicar al penitente la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar
en su presencia: «Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios...
¡Qué maravilla!». Y agregaba echando mano del exhorto a orar: «Dios mío, concédeme
la gracia de amarte tanto cuanto yo pueda».
Cualquiera diría que un hombre
así, con esta fe granítica, hubiera vivido libre de tentaciones. Craso error. Más
de una vez y más de dos, sin embargo, agitado por dentro porque no se creía a la altura,
rondándole la cabeza la tentación del abandono, hubo de refugiarse en el divino amor,
y aguantar firme, consumido por el celo apostólico de la salvación de las almas. Vivió
entregado con singular ascesis a su misión: «La mayor desgracia para nosotros los
párrocos –solía decir- es que el alma se endurezca». Dicho de otro modo, hay que evitar
que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que muchos de sus
feligreses viven.
9. EL GRAN HOSPITAL DE LAS ALMAS
No se trata
del título de ninguna novela, sino de la definición que empezó a darse al pueblo del
santo Cura de Ars, un rincón hasta entonces prácticamente desconocido en Francia.
Aquel bondadoso párroco, en efecto, a fuerza de echarle ganas, y oración, y ascesis,
consiguió fundir en una sola y saludable realidad el mistérico binomio altar-confesionario.
Tampoco es que la confesión entonces fuera ni más fácil ni más frecuente que hoy.
Lo que pasa es que nuestro simpático protagonista, insisto, no había querido limitarse
a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento.
Así
que se las ingenió como pudo, con prédicas, mediante persuasivos consejos, a través
de una compañía siempre intimista y consoladora, para que sus parroquianos descubriesen
la belleza de la Penitencia sacramental. Al final, la copiosa cosecha de una muchedumbre
cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, no se hizo esperar. Estaba
en el confesionario hasta 16 horas al día. Tal vez la clave haya de verse en estas
palabras suyas transmitidas por su primer biógrafo: «No es el pecador el que vuelve
a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver
a Él».
8. VIVIR DE ÉL PARA VIVIR CON ÉL
No me
refiero con la frase, claro es, aunque lo parezca, al santo Cura de Ars, que enseñaba
a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida, sí, aunque sin descuidar
tampoco el énfasis a la vez que la insistencia de su dulce, suasoria y caritativa
palabra. Los fieles aprendían de su ejemplo a orar, es cierto, pero con su palabra
terminaban por tomarle gusto a eso de llegarse a menudo hasta el sagrario para hacer
una visita a Jesús Eucaristía. «No hay necesidad de hablar mucho para orar bien»,
era el sabio consejo de su párroco muchas mañanas y muchas tardes en la iglesia. «Sabemos
que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su
presencia. Ésta es la mejor oración».
Con todo y con eso, donde concentraba,
diríase, todo su esfuerzo, y de ahí el título de mi reflexión, era al persuadir con
el irresistible empuje de este sabio consejo eucarístico: «Venid a vivir de Él para
poder vivir con Él». No lo hubiera dicho mejor un santo Padre y Doctor de la Iglesia.
Él, el santo Cura, procuraba, por si acaso, refrendarlo con la celebración de la Misa.
Los que asistían comentaban que «no se podía encontrar una figura que expresase mejor
la adoración».
7. TOTAL IDENTIFICACIÓN CON EL PROPIO MINISTERIO
Es
el método pastoral de un cura de siempre. El que dejan claro Escritura y Teología.
El que a san Juan María Vianney le fue trazando su diaria experiencia. Toda la obra
salvífica en Jesús es trasunto de su «Yo filial» ante el Padre, desde toda la eternidad,
en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. A su manera, evidentemente, también
el sacerdote debe aspirar a dicha identificación. Por supuesto que la eficacia sustancial
del ministerio no depende de la santidad del ministro, pero tampoco hay que ser un
lince para ver la extraordinaria fecundidad que se deriva de que confluya la santidad
objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro.
El santo Cura llegó
a la pequeña aldea de Ars, entonces de 230 habitantes, bien advertido por el Obispo:
«No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá». Lo intentó desde el
primer día: «Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo
lo que quieras durante toda mi vida». Así comenzó su misión, dedicado a la conversión
de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación
cristiana del pueblo que se le había confiado. Humilde tarea la suya, en fin, de armonía
a lo divino.
6. HACERSE PRESENTE ENTRE LOS LAICOS Que
el santo Cura de Ars supo «hacerse presente» en todo el territorio de su parroquia
visitando a los enfermos y a las familias, organizando misiones populares y fiestas
patronales, recogiendo y administrando dinero para sus obras de caridad y para las
misiones, amén de un largo etcétera de misericordia y cercanía con los feligreses,
lo afirma el Papa Benedicto XVI basado en biógrafos solventes.
No parece sino
que san Juan Bautista María Vianney se hubiese anticipado al Concilio Vaticano II
proponiendo una cada vez más estrecha colaboración de sacerdotes y laicos. Y es que
los presbíteros forman con los laicos un único pueblo sacerdotal y son, con ellos,
«hermanos entre sus hermanos» (PO 9). Buena ocasión es ésta del Año Sacerdotal, pues,
para que los presbíteros, secundando su deseo, que Benedicto XVI hace suyo en la Carta,
«oigan de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo
su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin
de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos» (PO 9). Bella
manera de aunar en un mismo «kairós» jubilar los decretos «Presbyterorum
Ordinis» y «Apostolicam actuositatem».
5. SITUACIONES DE
INFIDELIDAD
Haberlas, haylas, desde luego, y Benedicto XVI así lo reconoce
en su “Carta a los presbíteros por el Año Sacerdotal”: «La Iglesia misma sufre por
la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre
el escándalo y el abandono». Especialmente duro y conturbador al respecto ha sido
sobre todo el último decenio. A mí se me antoja triste que ciertos medios, en vez
de afrontar el problema con objetividad, no hayan hecho sino atizar el fuego distorsionando
la verdad.
Reconforta por eso que el propio Papa suministre el método a seguir
en tales casos cuando señala: «Ante estas situaciones, lo más conveniente para la
Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto
renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas
figuras de Pastores generosos». Tal vez se advere aquí también el célebre dicho de
que el árbol no deja ver el bosque. En todo caso, al ejemplo del Cursa de Ars traído
por el Papa puede sumarse, afortunadamente, un ejército innumerable de buenísimos
y santos sacerdotes, fieles al ministerio. Siempre se dijo que si el bien es silencioso,
el mal, por el contrario, resulta estrepitoso. 4. EL COMPASIVO CORAZÓN DE CRISTO
Abriendo
el Año Sacerdotal el Papa recurrió al profeta Oseas para comentar que la Iglesia ofrece
a nuestra contemplación «el misterio de un corazón de un Dios, que se conmueve y que
desborda todo su amor hacia la humanidad». Era un sencillo modo de aludir al compasivo
corazón de Dios. La añadidura, como es comprensible, estaba servida: «El corazón de
cada sacerdote debe ser, de manera similar, un corazón que se conmueve delante de
las heridas y de los sufrimientos espirituales, morales y corporales de los seres
humanos […] a ejemplo de Jesús, Buen Pastor». Tocaba con ello así lo más íntimo
del sacerdote, que es el corazón. Porque, de un sacerdote se podrá decir que es inteligente,
bueno, entregado, trabajador sin que por ello nos conmueva. Nos parece exigido. En
cambio, lo que de ningún modo nos dejará indiferentes es si de él dicen que es todo
corazón. Sentimos entonces por dentro inmediatamente la sacudida de Jesús de Nazaret
que nos invita «a salir de nosotros mismos, a abandonar nuestras humanas seguridades
para fiarnos de El». Y notamos también que dicho sacerdote, con su bello ejemplo,
hace de nosotros mismos un don de amor sin reservas, la más pura identificación con
Cristo. 3. «EL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS»
Solía repetir el santo
Cura de Ars que «el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús». Expresión conmovedora,
sin duda, ya que reconoce el inmenso regalo de los sacerdotes, no sólo para la Iglesia,
sino también para la misma humanidad. Sencilla expresión, por otra parte, para traer
diaria memoria de tantos presbíteros que, reconocidos a la gracia y con humilde ánimo,
repiten a menudo las palabras y los gestos de Jesús a los fieles cristianos y al mundo
entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con
su estilo de vida. Expresión, en fin, ideal para el recuerdo de tantos sacerdotes
que, pese a las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de elegidos
y enviados por Cristo.
Tampoco dejó de señalar el Papa, claro es, que la expresión
evoca igualmente la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas
que lo circunda. Es decir, el sufrimiento de muchos sacerdotes, porque participan
de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones, o por las incomprensiones
de los destinatarios de su ministerio: sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados
en su misión, a veces incluso perseguidos hasta el martirio.
2. APRENDER
DEL CURA DE ARS
En la bella Oración para el Año Sacerdotal existe un fragmento,
a todas luces inmediato y diáfano, que yo no me resisto a comentar. Dice así: «Haz
que podamos aprender del santo Cura de Ars delante de tu Eucaristía; aprender cómo
es simple y diaria tu Palabra que nos instruye, cómo es tierno el amor con el cual
acoges a los pecadores arrepentidos, cómo es consolador abandonarse confidencialmente
a tu Madre Inmaculada, cómo es necesario luchar con fuerza contra el Maligno». El
citado fragmento, pues, adelanta que nuestro aprendizaje del santo Cura ha de hacerse
a la luz de la Eucaristía. Con ello nos está diciendo implícitamente qué fue, qué
significó y cómo discurrió la vida sacerdotal del santo Cura de Ars, don Juan Bautista
María Vianney.
Las cuatro referencias sucesivas, por su parte, suministran
un logrado compendio de teología del sacerdocio al que concurren la divina Palabra,
la ternura evangélica de la reconciliación, el protagonismo de la mariología y, en
fin, la fuerza de la Gracia. Cuatro puntos de plegaria, cuatro exigencias, cuatro
requerimientos, cuatro columnas con que sustentar la cúpula basilical de ese grandioso
edificio que es el ministerio, la vida y la devoción de los presbíteros.
1.
OBJETIVOS DEL AÑO SACERDOTAL
Curtido en mil tareas académicas y habituado
al protocolario exordio que suele abrir los estudios de licenciatura y los trabajos
ya más rigurosos de tesis doctorales, el teólogo Ratzinger, hoy amado Papa nuestro
Benedicto XVI, se preocupa siempre de largar por delante, para conocimiento de los
fieles, de eso que en eclesiología denominamos Pueblo de Dios, cuáles son los fines
y propósitos perseguidos al tomar una iniciativa de las proporciones que reviste un
Año Sacerdotal ahora en curso, y antes el paulino, cuya clausura cayó por esas mismas
fechas.
Esta vez lo hizo al inaugurar el evento el 19 de junio, solemnidad
del Sagrado Corazón de Jesús. «El objetivo de este Año Sacerdotal -adelantó- es renovar
en cada uno de los presbíteros la aspiración a la perfección espiritual, de la que
depende en gran medida la eficacia de su ministerio. Asimismo, esta iniciativa servirá
para ayudar a los sacerdotes y a todo el Pueblo de Dios a volver a descubrir y reforzar
la conciencia del don de gracia extraordinario e indispensable que supone el ministerio
ordenado para quien lo ha recibido, para toda la Iglesia y para el mundo, que sin
la presencia real de Cristo estaría perdido».