Jueves,
30 jul (RV).- Siempre se ha dicho, en el saber popular, que quien no conoce las cosas
no se preocupa por ellas, puesto que realmente no la tocan, no la afectan. Pero la
sabiduría popular también nos dice que las cosas ocultas no permanecen por mucho tiempo.
Con esta lógica, se pensaría entonces que si una persona no se entera de que
su cónyuge le es infiel, se supone que el matrimonio no sufrirá ninguna alteración;
o si la ciudadanía desconoce la corrupción que ronda en el ámbito de lo público, la
confianza en las instituciones no se verá afectada y menos la economía; o si no se
sabe qué se hace con los botaderos de basura, éstos nunca terminarán contaminándonos
a todos.
Pero realmente esta es una posición muy ingenua ante lo oculto, ante
el engaño. ¿Qué explica la preferencia por el engaño?, ¿por qué la tendencia a preferir
estar engañados que conocer la verdad, por dura que sea? ¿Creemos firmemente que el
engaño disminuye o incluso elimina el dolor de la verdad? Este es nuestro tema de
hoy.
La realidad, según los expertos, es que los seres humanos sí estamos
hechos de tal manera que podemos asumir el dolor. Sí, podemos asumir responsablemente
las consecuencias de nuestras acciones, entender a los otros, perdonar y trascender.
Podemos crear sanación y reparación pero, sobre todo, somos capaces de reconocer un
amigo donde antes había un enemigo.
Pero la cultura patriarcal, construida
largamente en las relaciones de dominación y poder, en ciertas ocasiones refuerza
la culpa y el resentimiento, pero no promueve actitudes de responsabilidad y comprensión,
de perdón y entendimiento.
El cónyuge infiel, al sentirse culpable no será
capaz de hablar sinceramente con su pareja. Entre la culpa y el secreto se construye
una barrera que lentamente logra que la pareja se dé cuenta de que “todo ha cambiado”;
la toxicidad del secreto termina por instalar el odio donde hubo amor. Hablar habría
liberado la relación y habría sido posible corregir el rumbo.
Igual puede suceder
con nuestros hijos, no es verdad que el hecho de que los padres no se enteren del
día a día de sus hijos, de con quien se relacionan, a donde salen, lo que hacen, el
no saber el entorno de los hijos no es sinónimo de respeto las libertades e individualidades
de cada hijo, cuantos padres por no enterarse, por no saber en que andan los hijos,
se dan cuenta muy tarde de problemas de droga, malas compañías e incluso delincuencia.
Pareciera
que lo claro es que ojos que no ven, corazón que se esclaviza. Si queremos liberarnos
de estos males que nos aquejan, más vale que veamos lo que hay que ver, pero sobre
todo que podamos asumir las consecuencias de nuestros actos, que podamos responsablemente
saber hasta dónde llegar y como esas acciones pueden afectar a otras personas. Solo
la conciencia de lo que se hace nos brinda la transparencia de nuestro actuar.