Martes, 7 jul (RV).- Esta mañana se ha presentado la Carta Enciclica CARITAS IN
VERITATE, del Sumo Pontífice Benedicto XVI, a los obispos, a los presbíteros
y diáconos, a las personas consagradas, a todos los fieles laicos, y a todos
los hombres, de buena voluntad, sobre el desarrollo humano integral en la caridad
y en la verdad.
A continuación les ofrecemos el texto completo
de la misma
INTRODUCCIÓN
1.La caridad en la verdad, de la
que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte
y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada
persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria,
que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de
la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y
Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios
tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto
su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,22). Por tanto, defender
la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas
exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos
los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad
nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el
corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras
limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la
iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros.
En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una
vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo
es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2.La caridad es la vía maestra de la doctrina
social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta
doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis
de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal
con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en
las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones,
como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada
por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16)
y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas
est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella
tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su
promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la
pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de
ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir
su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico,
es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su
irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la
necesidad de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San
Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y
complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la
verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar
y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un
servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza
a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de
la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto social y
cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella,
bien rechazándola.
3. Por esta estrecha relación con la verdad, se
puede reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento
de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público.
Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad
es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón
y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural
de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad,
la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío
que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin
verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos,
una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo
contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la
priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su
horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal
y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»:
Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está llena de verdad,
la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida
y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación
y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones
subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas
y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto
de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano
de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la
tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender
que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable
para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral.
Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva
de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De
este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad,
la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida
de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal,
en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor recibido
y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el
Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es
amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados.
Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de
Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos
de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La
doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida.
Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en
la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad. La verdad
preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre
nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción
y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar
social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen
a la humanidad, necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio
de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia
y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados
y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una
sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales.
6.
«Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia,
un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral.
Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial
por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la
justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi
ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de
la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de
justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud
de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer
lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante
todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que
no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de
la caridad», intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como
dijo Pablo VI, su «medida mínima», parte integrante de ese amor «con obras y según
la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad
exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las
personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según
el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo
la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con
relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad,
de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también
en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso
por la justicia en el mundo.
7.Hay que tener también en
gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente
por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las
personas: el bien común. Es el bien de ese « todos nosotros », formado por individuos,
familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se
busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social,
y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear
el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por
el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones
que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura
así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se
trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano
está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la
pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad,
no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente
al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por
el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al
compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia,
forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara
lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada
por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia
la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización,
el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia
humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad
y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que
prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al publicar en 1967 la
Encíclica Populorum progressio, mi venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran
tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de
la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de Cristo es el primero y principal
factor de desarrollo y nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo
con todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia, es decir, con el ardor de
la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que
se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar
en un « desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres », en el tránsito « de
condiciones menos humanas a condiciones más humanas », que se obtiene venciendo las
dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino.
A
más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y honrar
la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo
humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros
días. Este proceso de actualización comenzó con la Encíclica Sollicitudo rei socialis,
con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de la Populorum
progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración
similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte años más, manifiesto
mi convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como « la Rerum
novarum de la época contemporánea », que ilumina el camino de la humanidad en vías
de unificación.
9. El amor en la verdad —caritas in veritate— es un
gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización.
El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres
y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto,
de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada
por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con
un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que
proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con
meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con
el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas
de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas
que ofrecer y no pretende « de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados ».
No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia
en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin
verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse
sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a
veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad
al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf.
Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia
la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para
la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión
singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad,
de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone
en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la
vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos.
CAPÍTULO
PRIMERO
EL MENSAJE DE LA POPULORUM PROGRESSIO
10. A
más de cuarenta años de su publicación, la relectura de la Populorum progressio insta
a permanecer fieles a su mensaje de caridad y de verdad, considerándolo en el ámbito
del magisterio específico de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición de
la doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después los diversos términos
en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea el problema del desarrollo. El punto
de vista correcto, por tanto, es el de la Tradición de la fe apostólica, patrimonio
antiguo y nuevo, fuera del cual la Populorum progressio sería un documento sin raíces
y las cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos sociológicos.
11. La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después
de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica señala en
los primeros párrafos su íntima relación con el Concilio. Veinte años después, Juan
Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación de aquella Encíclica
con el Concilio y, en particular, con la Constitución pastoral Gaudium et spes. También
yo deseo recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de
Pablo VI y para todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le han sucedido.
El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre a la verdad de la fe, es
decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios, está al servicio del mundo en
términos de amor y verdad. Pablo VI partía precisamente de esta visión para decirnos
dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando
anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del
hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus actividades de asistencia o
educación, sino que manifiesta toda su propia capacidad de servicio a la promoción
del hombre y la fraternidad universal cuando puede contar con un régimen de libertad.
Dicha libertad se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o
también limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus
actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre
concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones.
Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin
aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse sólo
al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible
para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad
universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas, así
como no se le puede dar sin más el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia,
se ha creído con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar
a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado
una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas pudieran conseguir
el objetivo deseado de manera automática. En realidad, las instituciones por sí solas
no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto,
comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos.
Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios:
sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que
cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado.
Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no « ver siempre en el prójimo solamente
al otro », sino reconocer en él la imagen divina, llegando así a descubrir verdaderamente
al otro y a madurar un amor que « es ocuparse del otro y preocuparse por el otro ».
12. La
relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano II no representa un
fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron,
puesto que el Concilio profundiza dicho magisterio en la continuidad de la vida de
la Iglesia. En este sentido, algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social
de la Iglesia, que aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas
a ella, no contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar
y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al
mismo tiempo siempre nueva. Es justo señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica,
de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia
de todo el corpus doctrinal en su conjunto. Coherencia no significa un sistema cerrado,
sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia
ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo.
Eso salvaguarda tanto el carácter permanente como histórico de este « patrimonio »
doctrinal que, con sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre
viva de la Iglesia. La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido
por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por
los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo,
al « último Adán, Espíritu que da vida » (1 Co 15,45), y que es principio de la caridad
que « no pasa nunca » (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos
han dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En ella
se expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la
Iglesia de Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas
razones, la Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición,
puede hablarnos todavía hoy a nosotros.
13. Además de
su íntima unión con toda la doctrina social de la Iglesia, la Populorum progressio
enlaza estrechamente con el conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en particular,
con su magisterio social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó
la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según
libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una civilización animada
por el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se había hecho mundial
y captó la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de la humanidad
y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos, solidaria en la común hermandad.
Indicó en el desarrollo, humana y cristianamente entendido, el corazón del mensaje
social cristiano y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio
del desarrollo. Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre contemporáneo
el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas importantes, sin
ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica
Octogesima adveniens, de 1971, Pablo VI trató luego el tema del sentido de la política
y el peligro que representaban las visiones utópicas e ideológicas que comprometían
su cualidad ética y humana. Son argumentos estrechamente unidos con el desarrollo.
Lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente. Pablo VI ya puso en
guardia sobre la ideología tecnocrática, hoy particularmente arraigada, consciente
del gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque
de este modo quedaría sin orientación. En sí misma considerada, la técnica es ambivalente.
Si de un lado hay actualmente quien es propenso a confiar completamente a ella el
proceso de desarrollo, de otro, se advierte el surgir de ideologías que niegan in
toto la utilidad misma del desarrollo, considerándolo radicalmente antihumano y que
sólo comporta degradación. Así, se acaba a veces por condenar, no sólo el modo erróneo
e injusto en que los hombres orientan el progreso, sino también los descubrimientos
científicos mismos que, por el contrario, son una oportunidad de crecimiento para
todos si se usan bien. La idea de un mundo sin desarrollo expresa desconfianza en
el hombre y en Dios. Por tanto, es un grave error despreciar las capacidades humanas
de controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que el hombre tiende
constitutivamente a « ser más ». Considerar ideológicamente como absoluto el progreso
técnico y soñar con la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza
originario, son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral
y, por tanto, de nuestra responsabilidad.
15. Otros dos documentos
de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados con la doctrina social —la Encíclica
Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, y la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi,
del 8 de diciembre de 1975— son muy importantes para delinear el sentido plenamente
humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer también
estos textos en relación con la Populorum progressio.
La Encíclica Humanae
vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la vez de la sexualidad, poniendo
así como fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y mujer, que se
acogen recíprocamente en la distinción y en la complementariedad; una pareja, pues,
abierta a la vida. No se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae
señala los fuertes vínculos entre ética de la vida y ética social, inaugurando una
temática del magisterio que ha ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos
y, por último, en la
Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II. La
Iglesia propone con fuerza esta relación entre ética de la vida y ética social, consciente
de que « no puede tener bases sólidas, una sociedad que —mientras afirma valores como
la dignidad de la persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando
y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana,
sobre todo si es débil y marginada ».
La Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi guarda una relación muy estrecha con el desarrollo, en cuanto « la evangelización
—escribe Pablo VI— no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca
que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta,
personal y social del hombre ». « Entre evangelización y promoción humana (desarrollo,
liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes »: partiendo de esta convicción,
Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la promoción de la persona
en la sociedad. El testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia,
paz y desarrollo forma parte de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama,
le interesa todo el hombre. Sobre estas importantes enseñanzas se funda el aspecto
misionero de la doctrina social de la Iglesia, como un elemento esencial de evangelización.
Es anuncio y testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible para educarse
en ella.
16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir,
ante todo, que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: « En los
designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque
la vida de todo hombre es una vocación ». Esto es precisamente lo que legitima la
intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo. Si éste afectase sólo
a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de su caminar en la
historia junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la meta de este camino,
la Iglesia no tendría por qué hablar de él. Pablo VI, como ya León XIII en la Rerum
novarum, era consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al proyectar la
luz del Evangelio sobre las cuestiones sociales de su tiempo.
Decir
que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste nace de
una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último
por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra « vocación » aparece de nuevo en otro
pasaje de la Encíclica, donde se afirma: « No hay, pues, más que un humanismo verdadero
que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera
de la vida humana ». Esta visión del progreso es el corazón de la Populorum progressio
y motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y la caridad
en el desarrollo. Es también la razón principal por lo que aquella Encíclica todavía
es actual en nuestros días.
17. La vocación es una llamada que requiere
una respuesta libre y responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad
responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho
desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los « mesianismos
prometedores, pero forjados de ilusiones » basan siempre sus propias propuestas en
la negación de la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a
su disposición. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el
sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad
de quien acoge una vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre
a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y condicionamientos que
frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de que « cada uno permanece siempre,
sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su
éxito o de su fracaso ». Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros
pero, al mismo tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto
de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad
humana. Por eso, « los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a
los pueblos opulentos ». También esto es vocación, en cuanto llamada de hombres libres
a hombres libres para asumir una responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente
la importancia de las estructuras económicas y de las instituciones, pero se daba
cuenta con igual claridad de que la naturaleza de éstas era ser instrumentos de la
libertad humana. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano; sólo
en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada.
18. Además
de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige también que se respete
la verdad. La vocación al progreso impulsa a los hombres a « hacer, conocer y tener
más para ser más ». Pero la cuestión es: ¿qué significa « ser más »? A esta pregunta,
Pablo VI responde indicando lo que comporta esencialmente el « auténtico desarrollo »:
« debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre ».
En la concurrencia entre las diferentes visiones del hombre que, más aún que en la
sociedad de Pablo VI, se proponen también en la de hoy, la visión cristiana tiene
la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana
y el sentido de su crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar
la promoción de todos los hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe: « Lo que
cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombres, hasta
la humanidad entera ». La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios
o posiciones de poder, ni tampoco en los méritos de los cristianos, que ciertamente
se han dado y también hoy se dan, junto con sus naturales limitaciones, sino sólo
en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano integral.
El Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo porque, en él, Cristo, « en
la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre ». Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los
signos de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo « lo que ella posee como propio:
una visión global del hombre y de la humanidad ». Precisamente porque Dios pronuncia
el « sí » más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación
divina para realizar el propio desarrollo. La verdad del desarrollo consiste en su
totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es el verdadero desarrollo.
Éste es el mensaje central de la Populorum progressio, válido hoy y siempre. El desarrollo
humano integral en el plano natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador,
requiere su autentificación en « un humanismo trascendental, que da [al hombre] su
mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal ». Por tanto,
la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural;
éste es el motivo por el que, « cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de
reconocer el orden natural, la finalidad y el “bien”, empieza a disiparse ».
19. Finalmente,
la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad. En la
Encíclica Populorum progressio, Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no
son principalmente de orden material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones
del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes
de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente
el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta « pensadores de reflexión
profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse
a sí mismo ». Pero eso no es todo. El subdesarrollo tiene una causa más importante
aún que la falta de pensamiento: es « la falta de fraternidad entre los hombres y
entre los pueblos ». Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por
sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más
hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres
y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad.
Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado,
y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando
los diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después
de haber mencionado la fe, « la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos
a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres ».
20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio siguen
siendo fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por el desarrollo
de los pueblos. Además, la Populorum progressio subraya reiteradamente la urgencia
de las reformas y pide que, ante los grandes problemas de la injusticia en el desarrollo
de los pueblos, se actúe con valor y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también
por la caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: « caritas
Christi urget nos » (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas,
no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de
lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta
meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo
y movilizarse concretamente con el « corazón », con el fin de hacer cambiar los procesos
económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.
CAPÍTULO
SEGUNDO
EL DESARROLLO HUMANO EN NUESTRO TIEMPO
21. Pablo
VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con el término « desarrollo » quiso
indicar ante todo el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria,
las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico,
eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso
económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades
solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación
de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de tantos años,
al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva de las crisis que se suceden
en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué punto se han cumplido las expectativas
de Pablo VI siguiendo el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas.
Por tanto, reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la capacidad
del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas y poder gestionar
constante y adecuadamente los instrumentos disponibles. La ganancia es útil si, como
medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como
de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el
bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza. El
desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un crecimiento real,
extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad que el desarrollo ha sido
y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones
de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar
efectivamente en la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el
desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas
dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone
improrrogablemente ante decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre,
el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas técnicas
que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía
real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los
imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados
adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce
hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que no sólo
son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI, sino también, y sobre todo,
que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad. Los
aspectos de la crisis y sus soluciones, así como la posibilidad de un futuro nuevo
desarrollo, están cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente, requieren
nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis humanista. Nos preocupa
justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos
de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos
reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el
redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La
crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas
formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas.
De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo
nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada
más que resignada.
22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en
múltiples ámbitos. Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo,
son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar
a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa
la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas. Como
ya señaló Juan Pablo II, la línea de demarcación entre países ricos y pobres ahora
no es tan neta como en tiempos de la Populorum progressio. La riqueza mundial crece
en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos,
nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más
pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista,
que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora.
Se sigue produciendo « el escándalo de las disparidades hirientes ». Lamentablemente,
hay corrupción e ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y políticos
de los países ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto
de los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes empresas
multinacionales y también por grupos de producción local. Las ayudas internacionales
se han desviado con frecuencia de su finalidad por irresponsabilidades tanto en los
donantes como en los beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de responsabilidades
también en el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo.
Hay formas excesivas de protección de los conocimientos por parte de los países ricos,
a través de un empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad intelectual, especialmente
en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran modelos
culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el proceso de desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de modo
problemático y desigual, entrando a formar parte del grupo de las grandes potencias
destinado a jugar un papel importante en el futuro. Pero se ha de subrayar que no
basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo
necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico, algo en
sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de la promoción del hombre,
ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los países económicamente
ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres, los cuales pueden sufrir, además
de antiguas formas de explotación, las consecuencias negativas que se derivan de un
crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe
de los sistemas económicos y políticos de los países comunistas de Europa Oriental
y el fin de los llamados « bloques contrapuestos », hubiera sido necesario un replanteamiento
total del desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien en 1987 indicó que la existencia
de estos « bloques » era una de las principales causas del subdesarrollo, pues la
política sustraía recursos a la economía y a la cultura, y la ideología inhibía la
libertad. En 1991, después de los acontecimientos de 1989, pidió también que el fin
de los bloques se correspondiera con un nuevo modo de proyectar globalmente el desarrollo,
no sólo en aquellos países, sino también en Occidente y en las partes del mundo que
se estaban desarrollando. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue siendo un deber
llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas necesarias para superar
los problemas económicos actuales.
24. El mundo que Pablo VI tenía
ante sí, aunque el proceso de socialización estuviera ya avanzado y pudo hablar de
una cuestión social que se había hecho mundial, estaba aún mucho menos integrado que
el actual. La actividad económica y la función política se movían en gran parte dentro
de los mismos confines y podían contar, por tanto, la una con la otra. La actividad
productiva tenía lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones
financieras circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera que
la política de muchos estados podía fijar todavía las prioridades de la economía y,
de algún modo, gobernar su curso con los instrumentos que tenía a su disposición.
Por este motivo, la Populorum progressio asignó un papel central, aunque no exclusivo,
a los « poderes públicos ».
En nuestra época, el Estado
se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el
nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también
por una creciente movilidad de los capitales financieros y los medios de producción
materiales e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político de
los estados.
Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la
crisis económica actual, en la que los poderes públicos del Estado se ven llamados
directamente a corregir errores y disfunciones, parece más realista una renovada valoración
de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados,
de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas
modalidades de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos, es
previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación en la política nacional
e internacional que tienen lugar a través de la actuación de las organizaciones de
la sociedad civil; en este sentido, es de desear que haya mayor atención y participación
en la res publica por parte de los ciudadanos.
25. Desde el punto de
vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya existentes en tiempos de
Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el futuro,
lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente
transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos,
la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de
reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar
por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado
interior. Consecuentemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia
entre los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras,
adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación
del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad
social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global,
con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales
del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social. Los
sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto
en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde
hace tiempo. En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social,
con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales,
pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia
aumenta por la falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores.
El conjunto de los cambios sociales y económicos hace que las organizaciones sindicales
tengan mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación de los intereses
de los trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica,
limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos
mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a superar mayores
obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando
por la Rerum novarum, a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus
propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una respuesta
pronta y de altas miras a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito
internacional y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación
generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque
estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes.
Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la
movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica,
de dificultad para crear caminos propios coherentes en la vida, incluido el del matrimonio.
Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social.
Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy
nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha
situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada
de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona
y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y
espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan
en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital
que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: « Pues
el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social ».
26. En
el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas que en la época de Pablo VI.
Entonces, las culturas estaban generalmente bien definidas y tenían más posibilidades
de defenderse ante los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las posibilidades de
interacción entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas
de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha de tener como punto
de partida una toma de conciencia de la identidad específica de los diversos interlocutores.
Pero no se ha de olvidar que la progresiva mercantilización de los intercambios culturales
aumenta hoy un doble riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido
con frecuencia de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas
a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer en un relativismo
que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural; en el plano social, el relativismo
cultural provoca que los grupos culturales estén juntos o convivan, pero separados,
sin diálogo auténtico y, por lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo
lugar, el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y
estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de la cultura de las
diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos pueblos, en cuyo marco la
persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la existencia. El eclecticismo
y el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana.
Así, las culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las transciende,
terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad
corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos
países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la extrema inseguridad de vida a
causa de la falta de alimentación: el hambre causa todavía muchas víctimas entre tantos
Lázaros a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón, como en
cambio Pablo VI deseaba. Dar de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42) es un
imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las enseñanzas de su Fundador,
el Señor Jesús, sobre la solidaridad y el compartir. Además, en la era de la globalización,
eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr
para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta. El hambre no depende tanto
de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más importante
de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones
económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de
manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las
exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis
alimentarias reales, provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad política
nacional e internacional. El problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado
en una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan
y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante inversiones
en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los mercados,
formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas, capaces de utilizar del mejor
modo los recursos humanos, naturales y socio-económicos, que se puedan obtener preferiblemente
en el propio lugar, para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo. Todo
eso ha de llevarse a cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y decisiones
referentes a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser útil tener en cuenta
las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo correcto de las técnicas de producción
agrícola tradicional, así como las más innovadoras, en el caso de que éstas hayan
sido reconocidas, tras una adecuada verificación, convenientes, respetuosas del ambiente
y atentas a las poblaciones más desfavorecidas. Al mismo tiempo, no se debería descuidar
la cuestión de una reforma agraria ecuánime en los países en desarrollo. El derecho
a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir otros derechos,
comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por tanto, es necesario que
madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua
como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones.
Es importante destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países
pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han intuido
en los últimos tiempos hombres políticos y responsables de instituciones internacionales.
Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de financiación inspirados
en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades
de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede producir
un verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a sostener
la capacidad productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar comprometida
por la crisis.
28. Uno de los aspectos más destacados
del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo
alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos.
Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos
a ampliar el concepto de pobreza y de subdesarrollo a los problemas vinculados con
la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas.
La
situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de mortalidad
infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de control demográfico
por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y llegan
incluso a imponer también el aborto. En los países económicamente más desarrollados,
las legislaciones contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya
las costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista,
que muchas veces se trata de transmitir también a otros estados como si fuera un progreso
cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden
el aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica de
la esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por
añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo
se condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la imposición
de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las legislaciones que
aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales e internacionales que
reivindican su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está
en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación
y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria
para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad
personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de
acogida provechosas para la vida social. La acogida de la vida forja las energías
morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los
pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar
el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas
entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la
perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho
fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.
29. Hay otro aspecto
de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo: la negación del derecho
a la libertad religiosa. No me refiero sólo a las luchas y conflictos que todavía
se producen en el mundo por motivos religiosos, aunque a veces la religión sea solamente
una cobertura para razones de otro tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto,
hoy se mata frecuentemente en el nombre sagrado de Dios, como muchas veces ha manifestado
y deplorado públicamente mi predecesor Juan Pablo II y yo mismo. La violencia frena
el desarrollo auténtico e impide la evolución de los pueblos hacia un mayor bienestar
socioeconómico y espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración
fundamentalista, que causa dolor, devastación y muerte, bloquea el diálogo entre las
naciones y desvía grandes recursos de su empleo pacífico y civil. No obstante, se
ha de añadir que, además del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho
a la libertad de religión en algunos ambientes, también la promoción programada de
la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico por parte de muchos países contrasta
con las necesidades del desarrollo de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales
y humanos. Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo
creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta su anhelo constitutivo
de « ser más ». El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una
criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde
siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir
sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que vive, si todo fuera
únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse
en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de
desarrollo. Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo
práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable para
comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar con renovado dinamismo
en su compromiso en favor de una respuesta humana más generosa al amor divino. Y también
se da el caso de que países económicamente desarrollados o emergentes exporten a los
países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales, comerciales y políticas,
esta visión restringida de la persona y su destino. Éste es el daño que el « superdesarrollo »
produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el « subdesarrollo moral ».
30. En
esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere un alcance aún más complejo:
la correlación entre sus múltiples elementos exige un esfuerzo para que los diferentes
ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la promoción de un verdadero
desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se cree que basta aplicar el desarrollo
o las medidas socioeconómicas correspondientes mediante una actuación común. Sin embargo,
este actuar común necesita ser orientado, porque « toda acción social implica una
doctrina ». Teniendo en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes
disciplinas deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye
el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es
sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación,
pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros
principios y de su fin último, ha de ser « sazonado » con la « sal » de la caridad.
Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor. En efecto, « el
que está animado de una verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de
la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez ».
Al afrontar los fenómenos que tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante
todo conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica de
cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice
al trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas
desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber
humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí
solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más
allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir
de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia
y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de
amor.
31. Esto significa que la valoración moral y la investigación
científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar
armónico, hecho de unidad y distinción. La doctrina social de la Iglesia, que tiene
« una importante dimensión interdisciplinar », puede desempeñar en esta perspectiva
una función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la teología, a la metafísica
y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una colaboración al servicio del hombre.
La doctrina social de la Iglesia ejerce especialmente en esto su dimensión sapiencial.
Pablo VI vio con claridad que una de las causas del subdesarrollo es una falta de
sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora,
y que requiere « una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales
y espirituales ». La excesiva sectorización del saber, el cerrarse de las ciencias
humanas a la metafísica, las dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología,
no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos,
pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el bien del hombre en las
diferentes dimensiones que lo caracterizan. Es indispensable « ampliar nuestro concepto
de razón y de su uso » para conseguir ponderar adecuadamente todos los términos de
la cuestión del desarrollo y de la solución de los problemas socioeconómicos.
32. Las
grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean
en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez,
en el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una visión integral
del hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con
la mirada purificada por la caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y
posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún componente fundamental
de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la
justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar
de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades y que se siga buscando
como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan.
Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la « razón económica ». El aumento
sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre
las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza
relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en
peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico
por el progresivo desgaste del « capital social », es decir, del conjunto de relaciones
de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia
civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad
estructural da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos,
en cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos,
en vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto hay una convergencia
entre ciencia económica y valoración moral. Los costes humanos son siempre también
costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la
dimensión tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de beneficios a corto plazo,
a la larga obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es
importante distinguir entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y largo
plazo. Reducir el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y renunciar
a mecanismos de redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera mayor
competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por tanto,
se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas las
tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo. Esto exige
« una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines »,
además de una honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo, para
corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud
ecológica del planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre,
cuyos síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más
de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de fondo, el progreso,
sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la
crisis económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta
que sufrían la pobreza han experimentado cambios notables en términos de crecimiento
económico y participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación
de miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede
decirse que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación fueran ya
señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros
impuestos por los países económicamente desarrollados, que todavía impiden a los productos
procedentes de los países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio,
otras causas que la Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este
es el caso de la valoración del proceso de descolonización, por entonces en pleno
auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz y libertad.
Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido,
tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países
hegemónicos, como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que
se han independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de
la interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había
previsto parcialmente, pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge.
Surgido en los países económicamente desarrollados, este proceso ha implicado por
su naturaleza a todas las economías. Ha sido el motor principal para que regiones
enteras superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo,
sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a
crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana.
Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y creativo, ciertamente
muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y
orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa
« civilización del amor », de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en
cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad
pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida
de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de
la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está
hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces,
el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de
su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo,
que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La
sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original,
ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de
la sociedad: « Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal,
da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción
social y de las costumbres ». Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto
de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros
días nos ofrecen una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por
sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la
salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además,
la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a « injerencias »
de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso
de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en
sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona
y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar
la justicia que prometían. Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina
así de la historia la esperanza cristiana, que no obstante es un poderoso recurso
social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad y en la justicia.
La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza para orientar la voluntad. Está ya
presente en la fe, que la suscita. La caridad en la verdad se nutre de ella y, al
mismo tiempo, la manifiesta. Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe
en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por
su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra
propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para
con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos supera, como enseña San Agustín.
Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha
sido « dada ». En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por
nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, « no nace del
pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano ».
Al
ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la
comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad
humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus
propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras,
o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión
fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca.
Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica
del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un
segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita,
si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión
de fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado
es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes
económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian
bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado
está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente
la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia
no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la
justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto
social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.
En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del
valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que
necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza
recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy,
precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente
grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que
el sistema económico mismo se habría aventajado con la práctica generalizada de la
justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo de los países pobres hubieran
sido los países ricos. No se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con las
ayudas. No se debe considerar a los pobres como un « fardo », sino como una riqueza
incluso desde el punto de vista estrictamente económico. No obstante, se ha de considerar
equivocada la visión de quienes piensan que la economía de mercado tiene necesidad
estructural de una cuota de pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado
le interesa promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo, porque
no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar fuerzas morales de
otras instancias que sean capaces de generarlas.
36. La actividad económica
no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil.
Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre
todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión
económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política,
que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa
de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad
económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse
en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse
del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones
auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo,
pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este
sentido. No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta
a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía
y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona
tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios
de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida
del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio
o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal
y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir
relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y
de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o « después »
de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por
naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser
articulada e institucionalizada éticamente.
El gran desafío
que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización
y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden
de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar
los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad
y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad
y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio
en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento
actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de
la verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido
siempre que la justicia afecta a todas las fases de la actividad económica, porque
en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos,
la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico
tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias
de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía
contemporánea. Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la
producción de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución.
Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios
definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales.
Además, las normas de justicia deben ser respetadas desde el principio y durante el
proceso económico, y no sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que en
el mercado se dé cabida a actividades económicas de sujetos que optan libremente por
ejercer su gestión movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar
por ello a producir valor económico. Muchos planteamientos económicos provenientes
de iniciativas religiosas y laicas demuestran que esto es realmente posible.
En
la época de la globalización, la economía refleja modelos competitivos vinculados
a culturas muy diversas entre sí. El comportamiento económico y empresarial que se
desprende tiene en común principalmente el respeto de la justicia conmutativa. Indudablemente,
la vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones de intercambio
entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes justas y formas de redistribución
guiadas por la política, además de obras caracterizadas por el espíritu del don. La
economía globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio contractual,
pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras dos, la lógica de
la política y la lógica del don sin contrapartida.
38. En la Centesimus
annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad
de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil.
Consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la
gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir
que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones:
en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber
respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad
económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad
y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y
agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica.
La solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos; por
tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se podía
pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como
un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera
la justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente,
con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos.
Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa
pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas
que persiguen fines mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en el mercado
se puede esperar una especie de combinación entre los comportamientos de empresa y,
con ella, una atención más sensible a una civilización de la economía. En este caso,
caridad en la verdad significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas
económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio
de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI
pedía en la Populorum progressio que se llegase a un modelo de economía de mercado
capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a
los particularmente dotados. Pedía un compromiso para promover un mundo más humano
para todos, un mundo « en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso
de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros ». Así, extendía al plano
universal las mismas exigencias y aspiraciones de la Rerum novarum, escrita como consecuencia
de la revolución industrial, cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente
avanzada para aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse, necesitaba la
intervención redistributiva del Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además
de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las sociedades,
se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía plenamente humana.
Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre, partiendo de su visión del
hombre y de la sociedad, es necesario también hoy para las dinámicas características
de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado
se ponen de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia,
se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación
y el sentido de pertenencia, que no se identifican con el « dar para tener », propio
de la lógica de la compraventa, ni con el « dar por deber », propio de la lógica de
las intervenciones públicas, que el Estado impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo
requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa,
o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino
sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad
económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo
mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria,
que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella,
crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas
no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen
necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas
económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones,
requieren también cambios profundos en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades
de la vida empresarial van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan
en el horizonte. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi
exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión
social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada
vez son menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta
responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados
de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio.
Además, la llamada deslocalización de la actividad productiva puede atenuar en el
empresario el sentido de responsabilidad res-pecto a los interesados, como los trabajadores,
los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la sociedad más
amplia que lo rodea, en favor de los accionistas, que no están sujetos a un espacio
concreto y gozan por tanto de una extraordinaria movilidad. El mercado internacional
de los capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin embargo,
también es verdad que se está extendiendo la conciencia de la necesidad de una « responsabilidad
social » más amplia de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que guían
hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son aceptables según la
perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es cierto que se va difundiendo cada
vez más la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta
únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos
que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los
diversos elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años
se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde
sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente
por fondos anónimos que establecen su retribución. Pero también hay muchos managers
hoy que, con un análisis más previsor, se percatan cada vez más de los profundos lazos
de su empresa con el territorio o territorios en que desarrolla su actividad. Pablo
VI invitaba a valorar seriamente el daño que la trasferencia de capitales al extranjero,
por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia nación. Juan Pablo II advertía
que invertir tiene siempre un significado moral, además de económico. Se ha de reiterar
que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales
haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir
a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar
que un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en vez
de en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo
en cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que comporta para
las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha generado. Se ha de evitar
que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la
tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad
de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción,
en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados
de desarrollo. Tampoco hay motivos para negar que la deslocalización, que lleva consigo
inversiones y formación, puede hacer bien a la población del país que la recibe. El
trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad universal. Sin embargo, no
es lícito deslocalizar únicamente para aprovechar particulares condiciones favorables,
o peor aún, para explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución
para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor imprescindible
para un desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil
observar que la iniciativa empresarial tiene, y debe asumir cada vez más, un significado
polivalente. El predominio persistente del binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado
a pensar exclusivamente en el empresario privado de tipo capitalista por un lado y
en el directivo estatal por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de
entender de modo articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas.
El ser empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado
humano. Es propio de todo trabajo visto como « actus personae » y por eso es bueno
que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia aportación a su labor, de
modo que él mismo « sea consciente de que está trabajando en algo propio ». Por eso,
Pablo VI enseñaba que « todo trabajador es un creador ». Precisamente para responder
a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las necesidades de la sociedad,
existen varios tipos de empresas, más allá de la pura distinción entre « privado »
y « público ». Cada una requiere y manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial
específica. Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse al servicio
del bien común nacional y mundial, es oportuno tener en cuenta este significado amplio
de iniciativa empresarial. Esta concepción más amplia favorece el intercambio y la
mutua configuración entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase
de competencias del mundo non profit al profit y viceversa, del público al propio
de la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de países en vía de desarrollo.
También
la « autoridad política » tiene un significado polivalente, que no se puede olvidar
mientras se camina hacia la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente
responsable y a medida del hombre. Al igual que se pretende cultivar una iniciativa
empresarial diferenciada en el ámbito mundial, también se debe promover una autoridad
política repartida y que ha de actuar en diversos planos. El mercado único de nuestros
días no elimina el papel de los estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración
recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente
la desaparición del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel
parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la
construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su desarrollo.
La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado en la solidaridad
para solucionar los actuales problemas económicos, debería apoyar en primer lugar
la consolidación de los sistemas constitucionales, jurídicos y administrativos en
los países que todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas
deberían ir acompañadas de aquellas medidas destinadas a reforzar las garantías propias
de un Estado de derecho, un sistema de orden público y de prisiones respetuoso de
los derechos humanos y a consolidar instituciones verdaderamente democráticas. No
es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el
fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado perfectamente
por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural,
social, territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad política
en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para
poder orientar la globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta mine
de hecho los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes
fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran
de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad
humana. A este respecto, es bueno recordar que la globalización ha de entenderse ciertamente
como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión. Tras este proceso
más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas
y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo, gracias a que
tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas responsabilidades.
La superación de las fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural,
en sus causas y en sus efectos. Cuando se entiende la globalización de manera determinista,
se pierden los criterios para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede
ser fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un discernimiento.
La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen
dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay
que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista
y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria.
A
pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar,
« la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de
ella ». Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente,
guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una
actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también
aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples
oportunidades de desarrollo que ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente
entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza
a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede
incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo
el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a veces graves, que causan nuevas
divisiones entre los pueblos y en su interior, de modo que la redistribución de la
riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría
hacernos temer también una mala gestión de la situación actual. Durante mucho tiempo
se ha pensado que los pueblos pobres deberían permanecer anclados en un estadio de
desarrollo preestablecido o contentarse con la filantropía de los pueblos desarrollados.
Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad en la Populorum progressio. Los recursos
materiales disponibles para sacar a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente
mayores que antes, pero se han servido de ellos principalmente los países desarrollados,
que han podido aprovechar mejor la liberalización de los movimientos de capitales
y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de bienestar en el mundo no debería
ser obstaculizada con proyectos egoístas, proteccionistas o dictados por intereses
particulares. En efecto, la participación de países emergentes o en vías de desarrollo
permite hoy gestionar mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización
comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán superar si
se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la globalización
hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia
marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales de carácter individualista
y utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional y polivalente, que
exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida
la teológica. Esto consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en
términos de relacionalidad, comunión y participación.
CAPÍTULO
CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS, DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. « La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para
todos, es también un deber ». En la actualidad, muchos pretenden pensar que no deben
nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que sólo son titulares de derechos y con
frecuencia les cuesta madurar en su responsabilidad respecto al desarrollo integral
propio y ajeno. Por ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes
que los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo arbitrario.
Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos
derechos, de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las estructuras
públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales
que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad. Se aprecia con frecuencia una
relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e incluso a la transgresión
y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción
básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado
y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que
los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido
profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada
y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes.
Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético
en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por
este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva
como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se
fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados
en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber
de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales
pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de « no disponibles » de los
derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos.
Comportamientos como éstos comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales,
sobre todo a los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto, éstos
exigen que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles a ser « artífices
de su destino », es decir, a que asuman a su vez deberes. Compartir los deberes recíprocos
moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos. 44. La concepción
de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo, debe tener también en cuenta
los problemas relacionados con el crecimiento demográfico. Es un aspecto muy importante
del verdadero desarrollo, porque afecta a los valores irrenunciables de la vida y
de la familia. No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa
del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste pensar, por un
lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil y al aumento de la edad
media que se produce en los países económicamente desarrollados y, por otra, en los
signos de crisis que se perciben en la sociedades en las que se constata una preocupante
disminución de la natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención
a una procreación responsable que, por lo demás, es una contribución efectiva al desarrollo
humano integral. La Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del hombre,
exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la sexualidad:
ésta no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo modo que
la educación sexual no se puede limitar a una instrucción técnica, con la única preocupación
de proteger a los interesados de eventuales contagios o del « riesgo » de procrear.
Esto equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de la sexualidad,
que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad por la persona y la
comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que se considere la sexualidad
como una simple fuente de placer, como que se regule con políticas de planificación
forzada de la natalidad. En ambos casos se trata de concepciones y políticas materialistas,
en las que las personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente a todo
esto, se debe resaltar la competencia primordial que en este campo tienen las familias
respecto del Estado y sus políticas restrictivas, así como una adecuada educación
de los padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza
social y económica. Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también
al gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones en un tiempo
florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia,
precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades
de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado
« índice de reemplazo generacional », pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia
social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los
recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de
trabajadores cualificados y disminuye la reserva de « cerebros » a los que recurrir
para las necesidades de la nación. Además, las familias pequeñas, o muy pequeñas a
veces, corren el riesgo de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas
eficaces de solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza
en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social, e incluso
económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia
y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la
dignidad de la persona. En esta perspectiva, los estados están llamados a establecer
políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el
matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad,
haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de
su naturaleza relacional.
45. Responder a las exigencias morales más
profundas de la persona tiene también importantes efectos beneficiosos en el plano
económico. En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento;
no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona. Hoy se habla mucho
de ética en el campo económico, bancario y empresarial. Surgen centros de estudio
y programas formativos de business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el
sistema de certificaciones éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas nacido
en torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen cuentas y
fondos de inversión llamados « éticos ». Se desarrolla una « finanza ética », sobre
todo mediante el microcrédito y, más en general, la microfinanciación. Dichos procesos
son apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso a las
áreas menos desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo, elaborar un criterio
de discernimiento válido, pues se nota un cierto abuso del adjetivo « ético » que,
usado de manera genérica, puede abarcar también contenidos completamente distintos,
hasta el punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a la justicia
y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho depende del sistema
moral de referencia. Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una
aportación específica, que se funda en la creación del hombre « a imagen de Dios »
(Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como
el valor trascendente de las normas morales naturales. Una ética económica que prescinda
de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado
y prestarse así a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo de
amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez de corregir sus
disfunciones. Además, podría acabar incluso justificando la financiación de proyectos
no éticos. Es necesario, pues, no recurrir a la palabra « ética » de una manera ideológicamente
discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las iniciativas no etiquetadas
formalmente con esa cualificación. Conviene esforzarse —la observación aquí es esencial—
no sólo para que surjan sectores o segmentos « éticos » de la economía o de las finanzas,
sino para que toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta
externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A
este respecto, la doctrina social de la Iglesia habla con claridad, recordando que
la economía, en todas sus ramas, es un sector de la actividad humana.
46. Respecto
al tema de la relación entre empresa y ética, así como de la evolución que está teniendo
el sistema productivo, parece que la distinción hasta ahora más difundida entre empresas
destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo de lucro (non profit)
ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de orientar eficazmente el futuro.
En estos últimos decenios, ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos
tipos de empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que,
sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas
por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social;
por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata
sólo de un « tercer sector », sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica
al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento
para objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más o menos los
beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es
secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento
para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Es de desear
que estas nuevas formas de empresa encuentren en todos los países también un marco
jurídico y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica y social
a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema hacia una asunción
más clara y plena de los deberes por parte de los agentes económicos. Y no sólo esto.
La misma pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un
mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación
de los diversos tipos de empresas y, en particular, de los que son capaces de concebir
el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización del mercado
y de la sociedad, hay que llevarla a cabo incluso en países excluidos o marginados
de los circuitos de la economía global, donde es muy importante proceder con proyectos
de subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que tiendan a promover
los derechos, pero previendo siempre que se asuman también las correspondientes res-ponsabilidades.
En las iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la centralidad
de la persona humana, que es quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo.
Lo que interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las personas
concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos deberes que la
indigencia no les permite observar actualmente. La preocupación nunca puede ser una
actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones
concretas, han de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicarse
directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización.
También es necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento —incluido
el seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas universalmente válidas. Mucho
depende de la gestión concreta de las intervenciones. « Constructores de su propio
desarrollo, los pueblos son los primeros responsables de él. Pero no lo realizarán
en el aislamiento ». Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración
del planeta, esta exhortación de Pablo VI es más válida todavía. Las dinámicas de
inclusión no tienen nada de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de
los pueblos y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial de
cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los microproyectos y,
sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad
civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas.
La
cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso del desarrollo
económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la
formación y el respeto. Desde este punto de vista, los propios organismos internacionales
deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos,
frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta
útil para quien lo ayuda y, así, los pobres sirven para mantener costosos organismos
burocráticos, que destinan a la propia conservación un porcentaje demasiado elevado
de esos recursos que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría
desear que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales
se esforzaran por una transparencia total, informando a los donantes y a la opinión
pública sobre la proporción de los fondos recibidos que se destina a programas de
cooperación, sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la
distribución de los gastos de la institución misma.
48. El tema del
desarrollo está también muy unido hoy a los deberes que nacen de la relación del hombre
con el ambiente natural. Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para
nosotros una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda
la humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano,
fruto del azar o del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad
en las conciencias. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado
de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente
para satisfacer sus legítimas necesidades —materiales e inmateriales— respetando el
equilibrio inherente a la creación misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por
considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella.
Ambas posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza, fruto de
la creación de Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor
y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos
habla del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada a encontrar
la « plenitud » en Cristo al final de los tiempos (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También
ella, por tanto, es una « vocación ». La naturaleza está a nuestra disposición no
como un « montón de desechos esparcidos al azar », sino como un don del Creador que
ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra las orientaciones
que se deben seguir para « guardarla y cultivarla » (cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar
que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante
que la persona humana misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo
panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida
en sentido puramente naturalista. Por otra parte, también es necesario refutar la
posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el ambiente natural
no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que
lleva en sí una « gramática » que indica finalidad y criterios para un uso inteligente,
no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos perjuicios al desarrollo provienen en realidad
de estas maneras de pensar distorsionadas. Reducir completamente la naturaleza a un
conjunto de simples datos fácticos acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente,
provocando además conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta,
en cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu, y por tanto rica
de significados y fines trascendentes, tiene un carácter normativo incluso para la
cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente natural mediante la cultura, la
cual es orientada a su vez por la libertad responsable, atenta a los dictámenes de
la ley moral. Por tanto, los proyectos para un desarrollo humano integral no pueden
ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad
y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico,
el jurídico, el económico, el político y el cultural.
49. Hoy, las cuestiones
relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente han de tener debidamente en
cuenta los problemas energéticos. En efecto, el acaparamiento por parte de algunos
estados, grupos de poder y empresas de recursos energéticos no renovables, es un grave
obstáculo para el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios económicos
ni para acceder a las fuentes energéticas no renovables ya existentes ni para financiar
la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas. La acumulación de recursos naturales,
que en muchos casos se encuentran precisamente en países pobres, causa explotación
y conflictos frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se
producen con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con graves consecuencias
de muertes, destrucción y mayor degradación aún. La comunidad internacional tiene
el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para ordenar el aprovechamiento
de los recursos no renovables, con la participación también de los países pobres,
y planificar así conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también
una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad, especialmente en las relaciones
entre países en vías de desarrollo y países altamente industrializados. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien
porque las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos
se difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se puede
mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías
alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria de los recursos
energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos.
Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o depender de la lógica
del más fuerte. Se trata de problemas relevantes que, para ser afrontados de manera
adecuada, requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia de las consecuencias
que afectarán a las nuevas generaciones, y sobre todo a los numerosos jóvenes que
viven en los pueblos pobres, los cuales « reclaman tener su parte activa en la construcción
de un mundo mejor ».
50. Esta responsabilidad es global, porque no
concierne sólo a la energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las nuevas
generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que el hombre gobierne responsablemente
la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y cultivarla también con métodos
nuevos y tecnologías avanzadas, de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a
la población que la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la
familia humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la
ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón del propio trabajo
y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber muy grave el dejar la tierra
a las nuevas generaciones en un estado en el que puedan habitarla dignamente y seguir
cultivándola. Eso comporta « el compromiso de decidir juntos después de haber ponderado
responsablemente la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre
ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual
procedemos y hacia el cual caminamos ». Es de desear que la comunidad internacional
y cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente los modos de utilizar el ambiente
que le sean nocivos. Y también las autoridades competentes han de hacer los esfuerzos
necesarios para que los costes económicos y sociales que se derivan del uso de los
recursos ambientales comunes se reconozcan de manera transparente y sean sufragados
totalmente por aquellos que se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones.
La protección del entorno, de los recursos y del clima requiere que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar de buena fe,
en el respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más débiles del planeta.
Una de las mayores tareas de la economía es precisamente el uso más eficaz de los
recursos, no el abuso, teniendo siempre presente que el concepto de eficiencia no
es axiológicamente neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente
influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad
actual revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende
al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan.
Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos
de vida, « a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien,
así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos
que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones ». Cualquier
menoscabo de la solidaridad y del civismo produce daños ambientales, así como la degradación
ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones sociales. La naturaleza,
especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y culturales
que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y
el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento
de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural
de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. Además, muchos recursos naturales
quedan devastados con las guerras. La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría
también una mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos,
especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas.
Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza
y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas.
La
Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en
público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones
de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la
destrucción de sí mismo. Es necesario que exista una especie de ecología del hombre
bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida
a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la « ecología humana »
en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes
humanas están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone en peligro
también a las otras, así también el sistema ecológico se apoya en un proyecto que
abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza.
Para
salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos económicos,
y ni siquiera basta con una instrucción adecuada. Éstos son instrumentos importantes,
pero el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta
el derecho a la vida y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la
gestación y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación,
la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología humana y con ello de la
ecología ambiental. Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto
al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a
sí mismas. El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne
a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una
palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con el ambiente están
relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en
su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave
antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna
el ambiente y daña a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella
desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su última fuente no es, ni
puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio
es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad
ni el Amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las
personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación humana, sino
que está inscrita en un plano que nos precede y que para todos nosotros es un deber
que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede y constituye —el Amor y la Verdad
subsistentes— nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala
así el camino hacia el verdadero desarrollo.
CAPÍTULO
QUINTO
LA COLABORACIÓN DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una
de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente,
también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no
ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo
del amor de Dios, por una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando
ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un « extranjero »
en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado cuando vive
solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer en un Fundamento.
Toda la humanidad está alienada cuando se entrega a proyectos exclusivamente humanos,
a ideologías y utopías falsas. Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que
antes: esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión. El desarrollo
de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia,
que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente
uno junto al otro.
Pablo VI señalaba que « el mundo se encuentra en
un lamentable vacío de ideas ». La afirmación contiene una constatación, pero sobre
todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del pensamiento para comprender mejor
lo que implica ser una familia; la interacción entre los pueblos del planeta nos urge
a dar ese impulso, para que la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad
en vez del de la marginación. Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica
y valorativa de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede llevarse
a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes
como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente
del hombre.
La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual,
se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica,
tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia
de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos. Consiguientemente,
resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre las
personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración y orientación en la revelación
cristiana, según la cual la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona
anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino
que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo
hacia otro todo. De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno
a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la « criatura
nueva » (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así
también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos
o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos
en su legítima diversidad.
54. El tema del desarrollo coincide con el
de la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única
comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de
los valores fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se ve iluminada
de manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia
divina. La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad
pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo
de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos
quiere también asociar a esa realidad de comunión: « para que sean uno, como nosotros
somos uno » (Jn 17,22). La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad. También
las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la
referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado de
la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga,
sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas
comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos espiritualmente
en « una sola carne » (Gn 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de ellos
una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los espíritus entre
sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella.
55. La
revelación cristiana sobre la unidad del género humano presupone una interpretación
metafísica del humanum, en la que la relacionalidad es elemento esencial. También
otras culturas y otras religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son
de gran importancia para el desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes
religiosas y culturales en las que no se asume plenamente el principio del amor y
de la verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo humano e incluso por
impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo
religioso, que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda
del bienestar individual, limitándose a gratificar las expectativas psicológicas.
También una cierta proliferación de itinerarios religiosos de pequeños grupos, e incluso
de personas individuales, así como el sincretismo religioso, pueden ser factores de
dispersión y de falta de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de globalización
es la tendencia a favorecer dicho sincretismo, alimentando formas de « religión »
que alejan a las personas unas de otras, en vez de hacer que se encuentren, y las
apartan de la realidad. Al mismo tiempo, persisten a veces parcelas culturales y religiosas
que encasillan la sociedad en castas sociales estáticas, en creencias mágicas que
no respetan la dignidad de la persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas.
En esos contextos, el amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse, perjudicando
el auténtico desarrollo.
Por este motivo, aunque es verdad que, por
un lado, el desarrollo necesita de las religiones y de las culturas de los diversos
pueblos, por otro lado, sigue siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento.
La libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas
las religiones sean iguales. El discernimiento sobre la contribución de las culturas
y de las religiones es necesario para la construcción de la comunidad social en el
respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento
deberá basarse en el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está en juego
el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en cuenta la posibilidad de
emancipación y de inclusión en la óptica de una comunidad humana verdaderamente universal.
El criterio para evaluar las culturas y las religiones es también « todo el hombre
y todos los hombres ». El cristianismo, religión del « Dios que tiene un rostro humano »,
lleva en sí mismo un criterio similar.
56. La religión
cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente si Dios
tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural,
social, económica y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha
nacido para reivindicar esa « carta de ciudadanía » de la religión cristiana. La
negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para
que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas
sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así
como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas
y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de
motivaciones y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo
de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento
trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal. En el laicismo y en
el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa
colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada
por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente.
A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para
mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy
gravoso para el desarrollo de la humanidad.
57. El diálogo fecundo entre
fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el
marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes,
en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad.
Los Padres conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: « Según
la opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra
debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación ». Para los creyentes, el
mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios.
De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres
y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro
mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada
del Creador. Sin duda, el principio de subsidiaridad, expresión de la inalienable
libertad humana. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de
la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y
los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una
finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de
asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la
que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer
que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto
más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar
razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad
de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente
adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo
humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático,
el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples
niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita
ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien
común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario
y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente
eficaz.
58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente
unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad
sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la
solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado.
Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso cuando se afrontan
los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las
intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia,
e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en el país que las
recibe. Las ayudas económicas, para que lo sean de verdad, no deben perseguir otros
fines. Han de ser concedidas implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados,
sino también a los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad
civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada
vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base. En efecto,
sigue siendo verdad que el recurso humano es más valioso de los países en vías de
desarrollo: éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para asegurar a los
países más pobres un futuro verdaderamente autónomo. Conviene recordar también que,
en el campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo
es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales,
posibilitando así su plena participación en la vida económica internacional. En el
pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales
de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de verdadera
demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar
sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia
la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes
de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad
de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a
corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo agrícola
puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta como en la demanda. Por este
motivo, no sólo es necesario orientar comercialmente esos productos, sino establecer
reglas comerciales internacionales que los sostengan, y reforzar la financiación del
desarrollo para hacer más productivas esas economías.
59. La cooperación
para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha de ser
una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la cooperación
de los países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta
la identidad cultural propia y ajena, con sus valores humanos, no podrán entablar
diálogo alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren
con indiferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en
condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio desarrollo tecnológico con
una presunta superioridad cultural, sino que deben redescubrir en sí mismas virtudes
a veces olvidadas, que las han hecho florecer a lo largo de su historia. Las sociedades
en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus
tradiciones, evitando que superpongan automáticamente a ellas las formas de la civilización
tecnológica globalizada. En todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias
éticas, expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que
la sabiduría ética de la humanidad llama ley natural. Dicha ley moral universal es
fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo
multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la
verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones
es la base de toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay costras
que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas
trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal,
en beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
60. En la búsqueda
de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al desarrollo de los países
pobres debe considerarse un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos.
¿Qué proyecto de ayuda puede prometer un crecimiento de tan significativo valor —incluso
para la economía mundial— como la ayuda a poblaciones que se encuentran todavía en
una fase inicial o poco avanzada de su proceso de desarrollo económico? En esta perspectiva,
los estados económicamente más desarrollados harán lo posible por destinar mayores
porcentajes de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando los
compromisos que se han tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad internacional.
Lo podrán hacer también revisando sus políticas internas de asistencia y de solidaridad
social, aplicando a ellas el principio de subsidiaridad y creando sistemas de seguridad
social más integrados, con la participación activa de las personas y de la sociedad
civil. De esta manera, es posible también mejorar los servicios sociales y asistenciales
y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando derroches y rentas abusivas, para
destinarlos a la solidaridad internacional. Un sistema de solidaridad social más participativo
y orgánico, menos burocratizado pero no por ello menos coordinado, podría revitalizar
muchas energías hoy adormecidas en favor también de la solidaridad entre los pueblos.
Una
posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la
llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino
de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar, evitando
degeneraciones particularistas, a fomentar formas de solidaridad social desde la base,
con obvios beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo.
61. Una
solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir promoviendo,
también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a la educación que, por
otro lado, es una condición esencial para la eficacia de la cooperación internacional
misma. Con el término « educación » no nos referimos sólo a la instrucción o a la
formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino
a la formación completa de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto
problemático: para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza plantea serios
problemas a la educación, sobre todo a la educación moral, comprometiendo su difusión
universal. Cediendo a este relativismo, todos se empobrecen más, con consecuencias
negativas también para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más necesitadas,
a las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos, sino también modos y medios
pedagógicos que ayuden a las personas a lograr su plena realización humana.
Un
ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno del turismo internacional,
que puede ser un notable factor de desarrollo económico y crecimiento cultural, pero
que en ocasiones puede transformarse en una forma de explotación y degradación moral.
La situación actual ofrece oportunidades singulares para que los aspectos económicos
del desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales
locales significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el educativo.
En muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es una experiencia
deseducativa, tanto para el turista como para las poblaciones locales. Con frecuencia,
éstas se encuentran con conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del
llamado turismo sexual, al que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna
edad. Es doloroso constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos
locales, con el silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas y con la
complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar a ese extremo, el turismo
internacional se plantea con frecuencia de manera consumista y hedonista, como una
evasión y con modos de organización típicos de los países de origen, de forma que
no se favorece un verdadero encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues,
en un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que
nada quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así, también
a través de una relación más estrecha con las experiencias de cooperación internacional
y de iniciativas empresariales para el desarrollo.
62. Otro aspecto
digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el fenómeno de las
migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas
sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos
desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional.
Podemos decir que estamos ante un fenómeno social de que marca época, que requiere
una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente.
Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los
países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas
normativas internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos,
con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias
emigrantes, así como las de las sociedades de destino. Ningún país por sí solo puede
ser capaz de hacer frente a los problemas migratorios actuales. Todos podemos ver
el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que conllevan los flujos migratorios.
Como es sabido, es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado
que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración,
contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del país
que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente,
estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera fuerza
laboral. Por tanto no deben ser tratados como cualquier otro factor de producción.
Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales
inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación.
63. Al
considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar relación entre pobreza
y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la
dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus posibilidades (desocupación,
subocupación), bien porque se devalúan « los derechos que fluyen del mismo, especialmente
el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia ».
Por esto, ya el 1 de mayo de 2000, mi predecesor Juan Pablo II, de venerada memoria,
con ocasión del Jubileo de los Trabajadores, lanzó un llamamiento para « una coalición
mundial a favor del trabajo decente », alentando la estrategia de la Organización
Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un fuerte apoyo moral a este objetivo,
como aspiración de las familias en todos los países del mundo. Pero ¿qué significa
la palabra « decencia » aplicada al trabajo? Significa un trabajo que, en cualquier
sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo
libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres,
al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores
sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las
necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a
trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer
oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias
raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición
digna a los trabajadores que llegan a la jubilación.
64. En la reflexión
sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer un llamamiento a las organizaciones sindicales
de los trabajadores, desde siempre alentadas y sostenidas por la Iglesia, ante la
urgente exigencia de abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el ámbito laboral.
Las organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los nuevos problemas
de nuestra sociedad, superando las limitaciones propias de los sindicatos de clase.
Me refiero, por ejemplo, a ese conjunto de cuestiones que los estudiosos de las ciencias
sociales señalan en el conflicto entre persona-trabajadora y persona-consumidora.
Sin que sea necesario adoptar la tesis de que se ha efectuado un desplazamiento de
la centralidad del trabajador a la centralidad del consumidor, parece en cualquier
caso que éste es también un terreno para experiencias sindicales innovadoras. El contexto
global en el que se desarrolla el trabajo requiere igualmente que las organizaciones
sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la defensa de los intereses de sus afiliados,
vuelvan su mirada también hacia los no afiliados y, en particular, hacia los trabajadores
de los países en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales.
La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante iniciativas apropiadas
en favor de los países de origen, permitirá a las organizaciones sindicales poner
de relieve las auténticas razones éticas y culturales que las han consentido ser,
en contextos sociales y laborales diversos, un factor decisivo para el desarrollo.
Sigue siendo válida la tradicional enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción
de papeles y funciones entre sindicato y política. Esta distinción permitirá a las
organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para
su necesaria actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en
favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición pasa
desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad.
65. Además,
se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente sus estructuras
y modos de funcionamiento tras su mala utilización, que ha dañado la economía real,
vuelvan a ser un instrumento encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda
la economía y todas las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto instrumentos,
deben ser utilizados de manera ética para crear las condiciones adecuadas para el
desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente útil, y en algunas circunstancias
indispensable, promover iniciativas financieras en las que predomine la dimensión
humanitaria. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero
ha de tener como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es
preciso que el intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad efectiva
de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento ético
de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados con los que se
podría traicionar a los ahorradores. Recta intención, transparencia y búsqueda de
los buenos resultados son compatibles y nunca se deben separar. Si el amor es inteligente,
sabe encontrar también los modos de actuar según una conveniencia previsible y justa,
como muestran de manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito
cooperativo.
Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a
los sujetos más débiles e impedir escandalosas especulaciones, cuanto la experimentación
de nuevas formas de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo, son experiencias
positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando la propia responsabilidad
del ahorrador. También la experiencia de la microfinanciación, que hunde sus raíces
en la reflexión y en la actuación de los humanistas civiles —pienso sobre todo en
el origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo
en los momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos para los
sectores más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de
la usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de
la usura, así como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente
del microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación en estos dos
campos. Puesto que también en los países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la
microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear iniciativas y sectores
nuevos que favorezcan a las capas más débiles de la sociedad, también ante una posible
fase de empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación
mundial ha hecho surgir un nuevo poder político, el de los consumidores y sus asociaciones.
Es un fenómeno en el que se debe profundizar, pues contiene elementos positivos que
hay que fomentar, como también excesos que se han de evitar. Es bueno que las personas
se den cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico. El consumidor
tiene una responsabilidad social específica, que se añade a la responsabilidad social
de la empresa. Los consumidores deben ser constantemente educados para el papel que
ejercen diariamente y que pueden desempeñar respetando los principios morales, sin
que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar. También
en el campo de las compras, precisamente en momentos como los que se están viviendo,
en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá consumir con mayor
sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo, formas de cooperación
para las adquisiciones, como ocurre con las cooperativas de consumo, que existen desde
el s. XIX, gracias también a la iniciativa de los católicos. Además, es conveniente
favorecer formas nuevas de comercialización de productos provenientes de áreas deprimidas
del planeta para garantizar una retribución decente a los productores, a condición
de que se trate de un mercado transparente, que los productores reciban no sólo mayores
márgenes de ganancia sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología y,
finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo no estén condicionadas
por visiones ideológicas partidistas. Es de desear un papel más incisivo de los consumidores
como factor de democracia económica, siempre que ellos mismos no estén manipulados
por asociaciones escasamente representativas.
67. Ente el imparable
aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de
alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización
de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional,
para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente
la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de
la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes
a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento
político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional
hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial,
para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento
y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral,
la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y
regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política
mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad
deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios
de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común,
comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado
en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida
por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento
de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad de
hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas
de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando
esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados
en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios
de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración
internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional
de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización, que se lleve a cabo finalmente
un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral
y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de
las Naciones Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS Y LA TÉCNICA
68. El tema del desarrollo
de los pueblos está íntimamente unido al del desarrollo de cada hombre. La persona
humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo. Éste no está garantizado por
una serie de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de
su capacidad de decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo
a merced de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el resultado
de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente caracterizada por nuestro
ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma a la propia conciencia de manera
arbitraria, sino que todos construyen su propio « yo » sobre la base de un « sí mismo »
que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan como no disponibles,
sino también nosotros para nosotros mismos. El desarrollo de la persona se degrada
cuando ésta pretende ser la única creadora de sí misma. De modo análogo, también el
desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse
utilizando los « prodigios » de la tecnología. Lo mismo ocurre con el desarrollo económico,
que se manifiesta ficticio y dañino cuando se apoya en los « prodigios » de las finanzas
para sostener un crecimiento antinatural y consumista. Ante esta pretensión prometeica,
hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente
humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este objetivo,
es necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir las normas fundamentales
de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su corazón.
69. El problema
del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y
a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica — conviene subrayarlo
— es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre.
En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia. « Siendo
éste [el espíritu] “menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la
adoración y a la contemplación del Creador” ». La técnica permite dominar la materia,
reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde
a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio
talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La técnica
es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento
subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta
quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión
del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales.
La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra
(cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza
entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios.
70. El
desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica,
cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que
lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad
humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento
de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas.
El proceso de globalización podría sustituir las ideologías por la técnica, transformándose
ella misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al riesgo de encontrarse
encerrada dentro de un a priori del cual no podría salir para encontrar el ser y la
verdad. En ese caso, cada uno de nosotros conocería, evaluaría y decidiría los aspectos
de su vida desde un horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos estructuralmente,
sin poder encontrar jamás un sentido que no sea producido por nosotros mismos. Esta
visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con
lo factible. Pero cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad,
se niega automáticamente el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste
principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de
entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del
hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de
su ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso electrónico
a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable.
La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas
y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana es ella misma sólo cuando responde
a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad
moral. De ahí la necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable
de la técnica. Conscientes de esta atracción de la técnica sobre el ser humano, se
debe recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción
de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por
nuestro propio ser.
71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica
de su originario cauce humanista se muestra hoy de manera evidente en la tecnificación
del desarrollo y de la paz. El desarrollo de los pueblos es considerado con frecuencia
como un problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de
impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva
como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un
papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo
técnico han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más profunda.
El desarrollo nunca estará plenamente garantizado plenamente por fuerzas que en gran
medida son automáticas e impersonales, ya provengan de las leyes de mercado o de políticas
de carácter internacional. El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores
económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada
al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral.
Cuando predomina la absolutización de la técnica se produce una confusión entre los
fines y los medios, el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación del poder; el científico,
el resultado de sus descubrimientos. Así, bajo esa red de relaciones económicas, financieras
y políticas persisten frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos
de conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de sus propietarios, mientras
que la situación real de las poblaciones que viven bajo y casi siempre al margen de
estos flujos, permanece inalterada, sin posibilidades reales de emancipación.
72. También
la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica,
fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes
a asegurar ayudas económicas eficaces. Es cierto que la construcción de la paz necesita
una red constante de contactos diplomáticos, intercambios económicos y tecnológicos,
encuentros culturales, acuerdos en proyectos comunes, como también que se adopten
compromisos compartidos para alejar las amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las
continuas tentaciones terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos produzcan
efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad
de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y
tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas.
Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente
para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo
partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos
también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente
humano al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo tecnológico está relacionado
con la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social. Es casi imposible
imaginar ya la existencia de la familia humana sin su presencia. Para bien o para
mal, se han introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece realmente absurda
la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su
autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este
tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen
de hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados,
sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos de carácter
ideológico y político. Dada la importancia fundamental de los medios de comunicación
en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona
humana misma, se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo, especialmente
sobre la dimensión ético-cultural de la globalización y el desarrollo solidario de
los pueblos. Al igual que ocurre con la correcta gestión de la globalización y el
desarrollo, el sentido y la finalidad de los medios de comunicación debe buscarse
en su fundamento antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización
no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para
la comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se orientan
bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales.
El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen las posibilidades
de interconexión y de circulación de ideas, no favorece la libertad ni globaliza el
desarrollo y la democracia para todos. Para alcanzar estos objetivos se necesita que
los medios de comunicación estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas
y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio
de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural. En efecto, la libertad
humana está intrínsecamente ligada a estos valores superiores. Los medios pueden ofrecer
una valiosa ayuda al aumento de la comunión en la familia humana y al ethos de la
sociedad, cuando se convierten en instrumentos que promueven la participación universal
en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad,
la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo
de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad
de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde
se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un
producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este
campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen
imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia
o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo. Pero la
racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional,
porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor. Por ello, la cerrazón a
la trascendencia tropieza con la dificultad de pensar cómo es posible que de la nada
haya surgido el ser y de la casualidad la inteligencia. Ante estos problemas tan dramáticos,
razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro
quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su
propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta
de las personas.
75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance
mundial de la cuestión social. Siguiendo esta línea, hoy es preciso afirmar que la
cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el
sentido de que implica no sólo el modo mismo de concebir, sino también de manipular
la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre.
La fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación
y de la hibridación humana nacen y se promueven en la cultura actual del desencanto
total, que cree haber desvelado cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a
la raíz de la vida. Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima
expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada únicamente a tomar
nota de una mera posibilidad técnica. Pero no han de minimizarse los escenarios inquietantes
para el futuro del hombre, ni los nuevos y potentes instrumentos que la « cultura
de la muerte » tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto, podría
añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in nuce, una sistemática planificación
eugenésica de los nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica,
manifestación no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones
ya no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos escenarios hay planteamientos
culturales que niegan la dignidad humana. A su vez, estas prácticas fomentan una concepción
materialista y mecanicista de la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos
sobre el desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos de la indiferencia
ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia caracteriza nuestra
actitud ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende la selección arbitraria
de aquello que hoy se propone como digno de respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse
por cosas secundarias, parecen tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres
del mundo siguen llamando a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo
de no escuchar ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer
lo humano. Dios revela el hombre al hombre; la razón y la fe colaboran a la hora de
mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural, en la que brilla la
Razón creadora, indica la grandeza del hombre, pero también su miseria, cuando desconoce
el reclamo de la verdad moral.
76. Uno de los aspectos del actual espíritu
tecnicista se puede apreciar en la propensión a considerar los problemas y los fenómenos
que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico,
e incluso meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía
y el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades
que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo
está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya
que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde
con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión
de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y
de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter
espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual,
porque el hombre es « uno en cuerpo y alma » , nacido del amor creador de Dios y destinado
a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando
su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella,
cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto
y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que
caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales.
Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no
está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de
esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen
una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual.
El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias
para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común
universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad
de alma y cuerpo.
77. El absolutismo de la técnica tiende a producir
una incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la pura materia. Sin
embargo, todos los hombres tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y espirituales
de su vida. Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido esconde siempre
algo que va más allá del dato empírico. Todo conocimiento, hasta el más simple, es
siempre un pequeño prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos
materiales que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía esperar,
en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende. Jamás deberíamos dejar
de sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento y acto de amor, el alma
del hombre experimenta un « más » que se asemeja mucho a un don recibido, a una altura
a la que se nos lleva. También el desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un
nivel parecido, si consideramos la dimensión espiritual que debe incluir necesariamente
el desarrollo para ser auténtico. Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón
nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren
en el desarrollo ese « algo más » que la técnica no puede ofrecer. Por este camino
se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio orientador se
halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin
Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes
problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al
abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber:
« Sin mí no podéis hacer nada » (Jn 15,5). Y nos anima: « Yo estoy con vosotros todos
los días, hasta el final del mundo » (Mt 28,20). Ante el ingente trabajo que queda
por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en
su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio
que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo
no puede fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente
y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces
de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo
íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo
es un humanismo cristiano, que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad,
acogiendo una y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios
provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea
solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo
ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos,
se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo
que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto
nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil — en
el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y el ethos —, protegiéndonos
del riesgo de quedar apresados por las modas del momento. La conciencia del amor indestructible
de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia,
por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante
de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita
a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir
en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo
que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre
menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al
bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El
desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos
conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el
auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello,
también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez,
hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a la vida
espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad
espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina,
de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de
paz. Todo esto es indispensable para transformar los « corazones de piedra » en « corazones
de carne » (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más « divina » y por tanto más
digna del hombre. Todo esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia;
y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor
y nos redime: « el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro,
vosotros de Cristo, y Cristo de Dios » (1 Co 3,22-23). El anhelo del cristiano es
que toda la familia humana pueda invocar a Dios como « Padre nuestro ». Que junto
al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle
con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo
según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y
generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas
y se nos libre del mal (cf. Mt 6,9-13).
Al concluir el Año Paulino,
me complace expresar este deseo con las mismas palabras del Apóstol en su carta a
los Romanos: « Que vuestra caridad no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a
lo bueno. Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás
más que a uno mismo » (12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater
Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y Regina pacis,
nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la
alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del « desarrollo
de todo el hombre y de todos los hombres ».
Dado en Roma, junto a San
Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto de
mi Pontificado.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO
El mensaje de la Populorum
progressio
CAPÍTULO SEGUNDO
El desarrollo
humano en nuestro tiempo
CAPÍTULO TERCERO
Fraternidad,
desarrollo económico y sociedad civil
CAPÍTULO CUARTO
Desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, ambiente