Homilía que el Santo Padre pronunció durante la misa celebrada en esta solemnidad
de los santos Apóstoles Pedro y Pablo
Lunes, 29 jun (RV).- Esta mañana, a las nueve y media, en la patriarcal Basílica de
San Pedro el Pontífice presidió la concelebración eucarística con los 34 nuevos arzobispos
metropolitanos, a quienes les impuso el Sagrado Palio, en la solemnidad de los Apóstoles
Pedro y Pablo.
Señores Cardenales, Venerados Hermanos en el Episcopado y
en el Sacerdocio, ¡Queridos hermanos y hermanas!
Dirijo a todos mi saludo
cordial con las palabras del Apóstol al lado de cuya tumba nos encontramos: A ustedes
gracia y paz en abundancia” (1 Pe 1,2). Saludo, en particular, a los Mimbros de la
Delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla y a los numerosos Obispos Metropolitanos
que hoy reciben el Palio. En la oración colecta de esta jornada solemne pedimos al
Señor “que la Iglesia siga siempre la enseñanza de los Apóstoles de los cuales ha
recibido el primer anuncio de la Fe”. La petición que dirigimos a Dios al mismo tempo
nos interpela: ¿seguimos nosotros las enseñanzas de los grandes Apóstoles fundadores?
¿Les conocemos en verdad? En el Año Paulino que ayer concluyó buscamos escuchar de
un modo nuevo a él, el “maestro de las gentes”, y de aprender así nuevamente el alfabeto
de la fe. Hemos buscado reconocer con Pablo y mediante Pablo a Cristo y encontrar
así el camino para la recta vida cristiana. En el Canon del Nuevo Testamento, además
de las Cartas de san Pablo, hay también dos Cartas bajo el nombre de san Pedro. La
primera de ellas se concluye explícitamente con un saludo desde Roma, pero que aparece
bajo el apocalíptico nombre de cobertura de Babilonia: “Les saluda la co-elegida que
vive en Babilonia…” (5,13). Llamando a la Iglesia de Roma la “co-elegida”, la coloca
en la gran comunidad de todas las Iglesias locales – en la comunidad de todos aquellos
que Dios ha unido, para que en la “Babilonia” del tiempo de este mundo construyan
su Pueblo y hagan entrar a Dios en la historia. La Primera Carta de san Pedro es un
saludo dirigido desde Roma a la entera cristiandad de todos los tiempos. Ella nos
invita a escuchar “la enseñanza de los Apóstoles”, que nos indica el camino hacia
la vida.
Esta Carta es un texto muy rico, que proviene del corazón y toca el
corazón. Su centro es – ¿cómo podría ser diversamente? – la figura de Cristo, que
viene ilustrado como Aquél que sufre y que ama, como Crucificado y Resucitado: “Insultado,
no respondía con insultos, maltratado, no amenazaba venganza… De sus llagas fuimos
curados” (1 Pe 2,23s). Partiendo del centro que es Cristo, la Carta constituye pues,
también, una introducción a los fundamentales Sacramentos cristianos del Bautismo
y de la Eucaristía y un discurso dirigido a los sacerdotes, en el cual Pedro se califica
como co-presbítero con ellos. Él habla a los Pastores de todas las generaciones como
aquel que personalmente ha sido encargado por el Señor de apacentar sus ovejas y así
recibió de manera particular un mandato sacerdotal. ¿Que cosa, por tanto, nos dice
san Pedro – precisamente en el Año Sacerdotal – acerca de la tarea del sacerdote?
Ante todo, él comprende el ministerio sacerdotal totalmente a partir de Cristo. Llama
a Cristo el “pastor y custodio de las… almas” (2,25). Donde la traducción italiana
habla de “custodio”, el texto griego tiene la palabra epíscopos (obispo). Un poco
más adelante, Cristo es calificado como el Pastor supremo: archipoímen (5,4). Sorprende
que Pedro llame a Cristo mismo obispo – obispo de las almas. ¿Qué intenta decir con
ello? En la Palabra griega está contenido el verbo “ver”; por eso ha sido traducida
como “custodio” o sea “vigilante”. Pero ciertamente no se entiende una vigilancia
externa, como se puede decir tal vez de un guardia carcelario. Se entiende más bien
como un ver desde la altura – un ver a partir de la elevación de Dios. Un ver en
la perspectiva de Dios es un ver del amor que quiere servir al otro, que quiere ayudarlo
a ser verdaderamente sí mismo. Cristo es el “obispo de las almas”, nos dice Pedro.
Esto significa: Él nos ve en la perspectiva de Dios. Mirando a partir de Dios, se
tiene una visión de conjunto, se ven los peligros como también las esperanzas y las
posibilidades. En la perspectiva de Dios se ve la esencia, se ve el hombre interior.
Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es aquél de evitar que el alma en
el hombre se empobrezca, es hacer sí que el hombre no pierda su esencia, la capacidad
para la verdad y el amor. Hacer sí que él venga a conocer a Dios; que no se pierda
en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca
abierto para el conjunto. Jesús, el “obispo de las almas”, es el prototipo de todo
ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa en esta perspectiva:
asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada.
A partir de Él estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.
Así
la palabra “obispo” se acerca mucho al término “pastor”, es más, los dos conceptos
pasan a ser intercambiables. Es tarea del pastor, pastorear y custodiar el rebaño
y conducirlo a los pastos justos. Pastorear el rebaño quiere decir tener cuidado en
que las ovejas encuentren la nutrición justa, sea saciada su hambre y apagada su sed.
Fuera de metáfora, esto significa: la palabra de Dios es la nutrición de la que el
hombre tiene necesidad. Hacer siempre de nuevo presente la palabra de Dios y dar así
nutrición a los hombres es la tarea del recto Pastor. Y él debe saber también resistir
a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad
del rebaño. Pedro, en su discurso a los presbíteros, evidencia aún una cosa muy importante.
No basta hablar. Los Pastores deben hacerse “modelos del rebaño” (5,3). La palabra
de Dios es traída del pasado al presente, cuando es vivida. Es maravilloso ver como
en los santos la palabra de Dios se convierte en una palabra dirigida a nuestro tiempo.
En figuras como Francisco y después de nuevo como el Padre Pío y muchos otros, Cristo
es convertido en realmente contemporáneo de su generación, sale del pasado y entra
en el presente. Esto significa ser pastor – modelo del rebaño: vivir la Palabra ahora,
en la gran comunidad de la santa Iglesia.
Muy brevemente quisiera aún llamar
la atención sobre otras dos afirmaciones de la Primera Carta de san Pedro, que tienen
que ver de manera especial con nosotros, en este tiempo. Está ante todo la frase hoy
nuevamente descubierta, en base a la cual los teólogos medioevales comprendieron su
tarea: “Adorar al Señor, Cristo, en sus corazones, dispuestos siempre a responder
a quien pregunte la razón de la esperanza que hay en ustedes” (3,15). La fe cristiana
es esperanza. Abre el camino hacia el futuro. Y es una esperanza que posee racionalidad;
una esperanza cuya razón podemos y debemos exponer. La fe proviene de la Razón eterna
que entró en nuestro mundo y nos ha mostrado al verdadero Dios. Va más allá de la
capacidad propia de nuestra razón, así como el amor ve más que la simple inteligencia.
Pero la fe habla a la razón y en la confrontación dialéctica puede resistir a la razón.
No la contradice, sino que va a la par con ella y, al mismo tiempo, conduce más allá
de ella – introduce en la Razón más grande de Dios. Como Pastores de nuestro tiempo
tenemos la tarea de comprender nosotros primero la razón de la fe. La tarea de no
dejarla permanecer simplemente como una tradición, sino reconocerla como respuesta
a nuestras preguntas. La fe exige nuestra participación racional, que se profundiza
y se purifica en un compartir de amor. Forma parte de nuestros deberes como Pastores
penetrar la fe con el pensamiento para estar en grado de demostrar la razón de nuestra
esperanza en la disputa de nuestro tiempo. Más aún – el pensar, por sí solo, no basta.
Así como el hablar, por sí solo, no basta. En la catequesis bautismal y eucarística
en el segundo capítulo de su carta, Pedro alude al Salmo usado por la Iglesia primitiva
en el contexto de la comunión, especialmente el versículo que dice: “Gustad y ved
que bueno es el Señor” (Sal 34 [33], 9; 1 Pe 2,3). Solo el gustar conduce al ver.
Pensemos en los discípulos de Emaús: solo en la comunión convivida con Jesús, solo
en la fracción del pan se les abren los ojos. Solo en la comunión con el Señor realmente
experimentada ellos se convierten en videntes. Esto vale para todos nosotros: más
allá del pensar y del hablar, tenemos necesidad de la experiencia de la fe; de la
relación vital con Jesucristo. La fe no debe permanecer como una teoría: debe ser
vida. Si en el Sacramento encontramos al Señor; si en la oración hablamos con Él;
si en las decisiones cotidianas nos unimos a Cristo – entonces “veremos” siempre de
más cuanto Él es bueno. Entonces experimentaremos qué bueno es estar con Él. De una
tal certeza vivida se deriva la capacidad de comunicar la fe a los demás de modo creíble.
El Cura de Ars no era un gran pensador. Pero él “gustaba” al Señor. Vivía con Él desde
las minucias de lo cotidiano además de las grandes exigencias del ministerio pastoral.
De este modo se convirtió en “uno que ve”. Había gustado, y por esto sabía que el
Señor es Bueno. Oremos al Señor, para que nos dé este gustar y podamos convertirnos
en testigos creíbles de la esperanza que está en nosotros.
Al final quisiera
hacer notar aún una pequeña, pero importante palabra de san Pedro. Después del inicio
de la Carta él nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (Cf.
1,9). En el mundo del lenguaje y del pensamiento de la actual cristiandad esta es
una afirmación extraña, y para algunos quizás escandalosa. La palabra “alma” ha caído
en descrédito. Se dice que esto llevaría a una división del hombre en espíritu y físico,
en alma y cuerpo, mientras que en realidad sería una unidad indivisible. Además “la
salvación de las almas” como meta de la fe parece indicar un cristianismo individualista,
una pérdida de responsabilidad para el mundo en su conjunto, en su corporeidad y en
su materialidad. Pero de todo esto no se encuentra nada en la carta de san Pedro.
El celo por el testimonio a favor de la esperanza, la responsabilidad por los demás
caracterizan el entero texto. Para comprender la palabra sobre la salvación de las
almas como meta de la fe debemos partir de otro punto. Sigue siendo verdad que el
descuido de las almas, el empobrecimiento del hombre interior no destruye solo al
individuo, sino que amenaza el destino de la humanidad en su conjunto. Sin sanación
de las almas, sin sanación del hombre desde dentro, no puede haber una salvación para
la humanidad. La verdadera enfermedad de las almas, san Pedro la califica como ignorancia
– es decir, como no conocimiento de Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no
lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (Cf. 1 Pe 1,14). Aún otra
palabra de la Carta puede sernos útil para entender mejor la fórmula “salvación de
las almas”: “Purifiquen sus almas con la obediencia a la verdad” (Cf. 1,22). Es la
obediencia a la verdad la que hace pura al alma. Y es el convivir con la mentira que
la contamina. La obediencia a la verdad comienza con las pequeñas verdades de lo cotidiano,
que con frecuencia pueden ser fatigosas y dolorosas. Esta obediencia se extiende después
hasta la obediencia sin reservas de frente a la Verdad misma que es Cristo. Tal obediencia
nos hace no sólo más puros, sino, sobretodo, también libres para el servicio a Cristo
y también a la salvación del mundo, que por siempre toma inicio con la purificación
obediente de la propia alma mediante la verdad. Podemos indicar el camino hacia la
verdad solo si nosotros mismos – en obediencia y paciencia – nos dejamos purificar
por la verdad.
Y ahora me dirijo a ustedes, queridos Hermanos en el episcopado,
que ahora recibirán de mis manos el palio. Ha sido tejido con lana de corderos que
el Papa bendijo en la fiesta de santa Inés. De este modo se recuerda a los corderos
y a las ovejas de Cristo, que el Señor resucitado confió a Pedro con la tarea de apacentarles
(Cf. Jn 21,15-18). Recuerda el rebaño de Jesucristo, que ustedes, queridos Hermanos,
deben apacentar en comunión con Pedro. Nos recuerda a Cristo mismo, que como Buen
Pastor tomó sobre sus espaldas a la oveja perdida, la humanidad, para llevarla a casa.
Nos recuerda el hecho que Él, el Pastor Supremo, quiso hacerse Cordero, para hacerse
cargo desde dentro del destino de todos nosotros; para llevarnos y sanarnos desde
dentro. Queremos orar al Señor, para que nos permita estar sobre sus huellas Pastores
justos, “no porque estamos obligados, sino de buena gana, como le gusta a Dios… con
ánimo generoso… modelos del rebaño” (1 Pe 5,2s). Amén.