Conclusión Año Paulino: valiente es quien se une a la fe de la Iglesia incluso si
ésta contradice el “esquema” del mundo contemporáneo
Domingo, 28 jun (RV).- En la Basílica de san Pablo Extramuros, se han celebrado esta
tarde las primeras vísperas de la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, clausurando
de este modo el Año Paulino. Ante el sarcófago del apóstol -conservado bajo el altar
papal-, el Pontífice ha anunciado que se ha realizado un exhaustivo estudio de su
interior, desvelando que los restos hallados pertenecen a una persona que vivió entre
el siglo I y II. De este modo se confirma, ha exultado Benedicto XVI, que se trata
de los restos mortales del apóstol Pablo, “lo que nos llena de profunda emoción”.
El
Santo Padre ha clausurado el Año Paulino, recordado la importancia que todavía hoy
tienen las cartas escritas por el “apóstol de las gentes”, y en este sentido ha analizado
algunos pasajes. Deteniéndose en su Carta a los Romanos, el Papa ha subrayado dos
palabras clave: “transformar” y “renovar”. “El mundo está siempre a la búsqueda de
la novedad, porque siempre está descontento de la realidad concreta”, ha dicho Benedicto
XVI señalando que al respecto, Pablo dice: “el mundo no puede ser renovado sin hombres
nuevos”. Es decir, que no hay que ser conformistas, sino que hay que ser hombres nuevos,
transformando nuestro modo de pensar. “El pensamiento del hombre viejo, el modo de
pensar común, está dirigido en general hacia las posesiones, el éxito y la fama -ha
dicho Benedicto XVI señalando que- de este modo la visión es limitada, porque sólo
queda el propio ‘yo’ al centro del mundo, por lo que tenemos que aprender a pensar
de manera más profunda”, entendiendo “la voluntad de Dios”.
Aplicando las
enseñanzas de Pablo a nuestro mundo de hoy, Benedicto XVI ha señalado que no es valiente
quien cree en una fe confeccionada a su gusto personal, sino que “valiente es quien
se adhiere a la fe de la Iglesia –ha dicho el Papa- incluso si ésta contradice el
‘esquema’ del mundo contemporáneo”.
“El nuevo modo de pensar que nos dona la
fe –ha proseguido Benedicto XVI- se dirige hacia la verdad”, porque el poder de la
fe, el poder de Dios, es la verdad. El Santo Padre ha concluido recordando que la
debilidad del hombre de hoy es el vacío interior. Para evitarlo, el Papa ha señalado
la “necesidad de una razón iluminada del corazón”, para aprender a actuar según la
verdad en la caridad. “Pero esto no se realiza –ha finalizado- sin una íntima relación
con Dios, sin la vida de oración”.
Las celebraciones conclusivas de este Año
Paulino se desarrollan en Roma, y en los diferentes “lugares paulinos”, con la presencia
de los enviados especial del Pontífice. En particular, en Tierra Santa se encuentra
el Card. Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos;
en Malta, el Card. Ennio Antonelli, presidente del Consejo Pontificio para la Familia;
en Turquía, el Card. Jean Louis Tauran, presidente del dicasterio vaticano para el
diálogo interreligioso; en Grecia, el Card. Josef Tomko, emérito de la Congregación
para la evangelización de los Pueblos; en Siria, el Card. Antonio Maria Rouco Varela,
arzobispo de Madrid; y en el Líbano, el card. André Vingt-Trois, arzobispo de París.
A continuación les ofrecemos el texto íntegro de la Homilía de Benedicto
XVI:
Señores Cardenales, Venerados Hermanos en el Episcopado y en el
Sacerdocio, Ilustres miembros de la Delegación del Patriarcado ecuménico, Queridos
hermanos y hermanas,
Dirijo a cada uno mi saludo cordial. En particular, saludo
al cardenal arcipreste de esta Basílica y a sus colaboradores, saludo al Abad de la
comunidad monástica benedictina; saludo también a la delegación del Patriarcado ecuménico
de Constantinopla. El año conmemorativo del nacimiento de san Pablo se concluye esta
tarde. Estamos recogidos ante la tumba del Apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo
el altar papal, fue recientemente objeto de un atento análisis científico: en el sarcófago,
que no había sido abierto nunca en tantos siglos, le fue practicada una pequeñísima
perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual fueron relevados
restos de un precioso tejido de lino de color púrpura, bañado en oro, y de un tejido
de color azul con filamentos de lino. Fue también relevada la presencia de granos
de incienso rojo y de sustancias proteicas calcáreas. Además, pequeñísimos fragmentos
óseos, sometidos al examen del carbono 14 por parte de expertos que, sin saber la
procedencia, han resultado pertenecer a una persona que vivió entre el primer y el
segundo siglo. Esto parece confirmar la unánime e incontrovertida tradición de que
se tratan de los restos mortales del apóstol Pablo. Todo esto llena nuestro ánimo
de profunda emoción. Durante estos meses muchas personas han seguido los caminos del
Apóstol –los exteriores y más aún los interiores que él recorrió durante su vida:
el camino de Damasco hacia el encuentro con el Resucitado; los caminos en el mundo
mediterráneo que él atravesó con la llama del Evangelio, encontrando contradicciones
y adhesiones, hasta el martirio, por el cual pertenece para siempre a la Iglesia de
Roma. A ella dirigió también su Carta más grande e importante. El Año Paulino se concluye,
pero estar en camino junto a Pablo, -con él y gracias a él venir a conocer a Jesús
y, como él, ser iluminados y transformados por el Evangelio– formará siempre parte
de la existencia cristiana. Y siempre, yendo más allá del ámbito de los creyentes,
él permanece el “maestro de las gentes”, que quiere llevar el mensaje del Resucitado
a todos los hombres, porque Cristo los ha conocido y amado a todos; y murió y resucitó
por todos ellos. Queremos, por tanto, escucharlo también en esta hora en la que iniciamos
solemnemente la fiesta de los dos Apóstoles unidos entre sí por un estrecho lazo.
Forma
parte de la estructura de las Cartas de Pablo que –siempre en referencia al lugar
y a la situación particular– expliquen ante todo el misterio de Cristo, que nos enseñen
la fe. En una segunda parte, sigue la aplicación a nuestra vida: ¿qué cosa consigue
a esta fe? ¿Cómo se plasma nuestra existencia día a día? En la Carta a los Romanos,
esta segunda parte comienza con el décimo segundo capítulo, en los primeros dos versículos
del cual el apóstol resume rápidamente el núcleo esencial de la existencia cristiana.
¿Qué nos dice san Pablo en aquel pasaje? Ante todo afirma, como cosa fundamental,
que con Cristo se inició un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Consiste
en el hecho de que el hombre viviente se transforma él mismo en adoración, “sacrificio”
hasta en el propio cuerpo. Ya no se ofrecen cosas a Dios. Es nuestra propia existencia
que debe convertirse en alabanza de Dios. ¿Pero cómo sucede esto? En el segundo versículo
se nos da la respuesta: “No se conformen a este mundo, sino déjense transformar renovando
su modo de pensar, para poder discernir la voluntad de Dios…” (12,2). Las dos palabras
decisivas de este versículo son: “transformar” y “renovar”. Debemos convertirnos en
hombres nuevos, transformados en un nuevo modo de existencia. El mundo siempre está
a la búsqueda de la novedad, porque con razón está siempre descontento de la realidad
concreta. Pablo nos dice: el mundo no puede ser renovado sin hombres nuevos. Sólo
si hay hombres nuevos, habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. En
el inicio está la renovación del hombre. Esto vale después para cada uno. Sólo si
nosotros mismos nos convertimos en nuevos, el mundo se convertirá en nuevo. Esto significa
también que no basta adaptarse a la situación actual. El Apóstol nos exhorta a un
“no conformismo”. En nuestra Carta se dice: no someterse al esquema de la época actual.
Debemos regresar sobre este punto reflexionando sobre el segundo texto que esta tarde
quiero meditar. El “no” del Apóstol es claro y también convincente para quien observa
el “esquema” de nuestro mundo. Pero llegar a ser nuevos, ¿cómo se puede conseguir?
¿Somos de verdad capaces? Sobre cómo convertirse en nuevos, Pablo alude a la propia
conversión: a su encuentro con Cristo resucitado, encuentro del que la Segunda Carta
a los Corintios dice: “Si uno está en Cristo, es una nueva criatura; las cosas viejas
pasaron; he aquí que han nacido de nuevo” (5,17). Era tan convulsionante para él este
encuentro con Cristo que dice al respecto: “Estoy muerto” (Gal 2,19; cf. Rom
6). Él se convirtió en nuevo, en otro, porque no vive más para sí en virtud de sí
mismo, sino por Cristo que está en él. En el curso de los años, no obstante, vio que
este proceso de renovación y de transformación continúa durante toda la vida. Nos
convertimos en nuevos, si nos dejamos aferrar y plasmar por el Hombre nuevo Jesucristo.
Él es el Hombre nuevo por excelencia. En Él la nueva existencia humana se convierte
en realidad, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en nuevos si nos consignamos
en sus manos y de Él nos dejamos plasmar.
Pablo hace aún más claro este proceso
de “refundición” diciendo que nos convertimos en nuevos si transformamos nuestro modo
de pensar. Esto que aquí ha sido traducido como “modo de pensar”, es el término griego
“nous”. Es una palabra compleja. Puede ser traducida como “espíritu”, “sentimiento”,
“razón” y, también, como “modo de pensar”. Nuestra razón debe convertirse en nueva.
Esto nos sorprende. Tal vez habríamos esperado que tuviera que ver con alguna actitud:
aquello que en nuestra acción debemos cambiar. Pero no: la renovación debe ser completa.
Nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro pensar, debe
cambiar a partir de su fundamento. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar
común está dirigido en general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el
éxito, y la fama. Pero de esta manera tiene un alcance muy limitado. Así, en último
análisis, queda el propio “yo” en el centro del mundo. Debemos aprender a pensar de
manera profunda. Qué significa eso. Lo dice san Pablo en la segunda parte de la frase:
es necesario aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que plasme nuestra
voluntad, para que nosotros queramos lo que Dios quiere, porque reconocemos que aquello
que Dios quiere es lo bello y lo bueno. Se trata, por tanto, de un viraje de fondo
de nuestra orientación espiritual. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento:
aquello que Dios quiere y el modo según el cual Él ha ideado al mundo y a mí. Debemos
aprender a tomar parte en el pensar y en el querer de Jesucristo. Entonces seremos
hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.
El mismo pensamiento de una
necesaria renovación de nuestro ser como persona humana, Pablo lo ha ilustrado ulteriormente
en dos párrafos de la Carta a los Efesios, sobre los cuales queremos reflexionar ahora
brevemente. En el cuarto capítulo de la Carta, el apóstol nos dice que con Cristo
tenemos que alcanzar la edad adulta, una humanidad madura. No podemos seguir siendo
“niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina” (4,14).
Pablo desea que los cristianos tengamos una fe “responsable”, una fe “adulta”. La
palabra “fe adulta” en los últimos decenios se ha transformado en un eslogan difundido.
A menudo se ve en el sentido de actitud de quien no escucha a la Iglesia y a sus pastores,
sino que elige de forma autónoma lo que quiere creer y no creer –es decir, una fe
“hecha por uno mismo”. Esto se interpreta como “valentía” de expresarse en contra
de Magisterio de la Iglesia. En realidad para esto no es necesaria la valentía, porque
se puede siempre estar seguro del aplauso público. En cambio la valentía es necesaria
para unirse a la fe de la Iglesia, incluso si esta contradice el “esquema” del mundo
contemporáneo. Es este “no-conformismo” de la fe que Pablo llama una “fe adulta”.
Califica en cambio como infantil, el correr detrás de los vientos y de las corrientes
del tiempo. De este modo forma parte de la fe adulta, por ejemplo, comprometerse con
la inviolabilidad de la vida humana desde el primer momento de su concepción, oponiéndose
con ello de forma radical al principio de la violencia, precisamente en defensa de
las criaturas humanas más vulnerables. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio
entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenado por el Creador, reestablecido
nuevamente por Cristo. La fe adulta no se deja transportar de un lado a otro por cualquier
corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que estos vientos no son el soplo
del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la
comunión con Jesucristo. Pero Pablo no se detiene en la negación, sino que nos lleva
hacia el gran “sí”. Describe la fe madura, realmente adulta de forma positiva con
la expresión: “actuar según la verdad en la caridad” (cfr Ef 4, 15). El nuevo
modo de pensar, que nos da la fe, se desarrolla primero hacia la verdad. El poder
del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad
sobre el mundo y sobre nosotros mismos se nos vuelve visible cuando miramos a Dios.
Y Dios se hace visible a nosotros en el rostro de Jesucristo. Mirando a Cristo reconocemos
una cosa más: verdad y caridad son inseparables. En Dios, ambas son una sola cosa:
es precisamente ésta la esencia de Dios. Por este motivo, para los cristianos verdad
y caridad van unidas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre de nuevo tenemos
que ser medidos según este criterio, que la verdad se transforme en caridad y nos
haga ser verdaderos.
Otro pensamiento importante aparece en el versículo de
san Pablo. El apóstol nos dice que, actuando según la verdad en la caridad, contribuimos
a hacer que el todo –el universo- crezca hacia Cristo. Pablo, en base a su fe, no
se interesa sólo por nuestra personal rectitud o por el crecimiento de la Iglesia.
Él se interesa por el universo: “ta pánta”. La finalidad última de la obra de Cristo
es el universo –la transformación del universo, de todo el mundo humano, de la entera
creación. Quien junto con Cristo sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero
progreso del mundo. Sí, es completamente claro que Pablo conoce la idea del progreso.
Cristo, su vivir, sufrir y resucitar, ha sido el verdadero gran salto del progreso
para la humanidad, para el mundo. Ahora, en cambio, el universo tiene que crecer hacia
Él. Donde aumenta la presencia de Cristo, allí está le verdadero progreso del mundo.
Allí el hombre se hace nuevo y así se transforma en nuevo mundo.
Esto mismo
Pablo hace que sea evidente desde otro punto de vista. En el tercer capítulo de la
Carta a los Efesios, él habla de la necesidad de ser “fortalecidos en el hombre interior”
(3,16). Con esto retoma un argumento que anteriormente, en una situación de tribulación,
había tratado en la Segunda Carta a los Corintios: “Aún cuando nuestro hombre exterior
se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día” (4,16). El hombre
interior tiene que reforzarse –es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo
en el que los hombres a menudo permanecen interiormente vacíos y por lo tanto tienen
que aferrarse a promesas y narcóticos, que después tienen como consecuencia un ulterior
crecimiento del sentido de vacío en su interior. El vacío interior –la debilidad del
hombre interior- es uno de los más grandes problemas de nuestro tiempo. Tiene que
reforzarse la interioridad –la perspectiva del corazón; la capacidad de ver y comprender
el mundo y el hombre desde dentro, con el corazón. Tenemos necesidad de una razón
iluminada desde el corazón, para aprender a actuar según la verdad en la caridad.
Pero esto no se realiza sin una íntima relación con Dios, sin la vida de oración.
Tenemos necesidad del encuentro con Dios, que nos viene dado en los Sacramentos. Y
no podemos hablar a Dios en la oración, sino lo dejamos que hable antes Él mismo,
si no lo escuchamos en la palabra que Él nos ha donado. Sobre esto, Pablo nos dice:
“que Cristo habite por la fe en sus corazones, para que arraigados y cimentados en
el amor, puedan comprender con todos los Santos cuál es la anchura y la longitud,
la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento”
(Ef 3,17). El amor ve más allá de la simple razón, esto es lo que Pablo nos
dice con sus palabras. Y nos dice además que sólo en la comunión con todos los santos,
es decir en la gran comunidad de todos los creyentes –y no en contra o en ausencia
de ella- podemos conocer la enormidad del misterio de Cristo. Esta enormidad, él la
circunscribe con palabras que quieren expresar la dimensión del cosmos: anchura, longitud,
altura y profundidad. El misterio de Cristo es una enormidad cósmica: Él no pertenece
sólo a un determinado grupo. El Cristo crucificado abraza el entero universo en todas
sus dimensiones. Él toma el mundo en sus manos y lo lleva en alto hacia Dios. Empezando
por san Ireneo de Lyon –es decir, desde el siglo II- a los Padres que han visto en
esta palabra de anchura, longitud, altura y profundidad del amor de Cristo, una alusión
a la Cruz. El amor de Cristo ha abrazado en la Cruz la profundidad más baja –la noche
de la muerte y la altura suprema- la elevación de Dios mismo. Y ha tomado entre sus
brazos la amplitud y la enormidad de la humanidad y del mundo en todas sus distancias.
Siempre Él abraza el universo, a todos nosotros.
Oremos al Señor, para que
nos ayude a reconocer algo de la enormidad de su amor. Oremos para que su amor y su
verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo viva en nuestros corazones y nos
haga ser hombres nuevos, que actúan según la verdad en la caridad. Amen.