«Con la Eucaristía, pues, el cielo viene sobre la tierra, el mañana de Dios desciende
al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina». Homilía de Benedicto
XVI durante la misa celebrada ayer por la tarde en la solemnidad del Corpus Christi
Viernes, 12 jun (RV).- «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Queridos hermanos
y hermanas: Estas palabras que Jesús pronunció en la Última Cena, se repiten cada
vez que se renueva el Sacrificio eucarístico. Las hemos escuchado hace poco, en el
Evangelio de Marcos y resuenan con singular potencia evocativa hoy, solemnidad del
Corpus Domini. Ellas nos conducen idealmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima
espiritual de aquella noche cuando, celebrando la Pascua con los suyos, el Señor en
el misterio anticipó el sacrificio que se habría consumido el día después sobre la
cruz. La institución de la Eucaristía se nos presenta así como anticipación y aceptación
por parte de Jesús de su muerte. Escribe sobre ello san Efrén Siro: ‘Durante la cena,
Jesús se inmoló así mismo; en la cruz Él fue inmolado por los otros’ (Cf. Himno sobre
la crucifixión 3,1).
«Ésta es mi sangre». Es clara aquí la referencia
al lenguaje empleado para los sacrificios de Israel. Jesús se presenta a sí mismo
como verdadero y definitivo sacrificio, en el cual se realiza la expiación de los
pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se habían cumplido nunca totalmente.
A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice
que su sangre ‘es derramada por muchos’ con una comprensible referencia a los cantos
del Siervo, que se encuentran en el libro de Isaías (Cf. cap. 53). Añadiendo - ‘sangre
de la alianza’ – Jesús pone de manifiesto además que, gracias a su muerte, se vuelve
eficaz, finalmente, la alianza establecida por Dios con ‘su’ pueblo. La antigua alianza
había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos
escuchado en la primera lectura y el pueblo elegido, liberado de la esclavitud de
Egipto, había prometido seguir todos los mandamientos dados por el Señor (Cf. Es 24,
3).
En verdad, Israel desde el comienzo, con la construcción del becerro
de oro, se mostró incapaz de mantenerse fiel al pacto divino, que de hecho, transgredió
muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado
el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de
los profetas, se preocupó en recordar la dimensión interior de la alianza y anunció
que iba a escribir una nueva en los corazones de sus fieles (Cf. Jer 31,33), transformándolos
con el don del Espíritu (Cf. Ez 36, 25-27). Y fue durante la Última Cena cuando estableció
con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales,
como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió ‘sangre de la nueva
alianza’.
Ello se evidencia en la segunda lectura, tomada de la Carta
a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es ‘mediador de una Nueva
Alianza’ (9,15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación,
que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz, Jesús es al mismo tiempo
víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque está sin mancha, y sumo sacerdote
que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda
la humanidad. La Cruz es, por lo tanto, misterio de amor y de salvación, que nos purifica
la conciencia de las ‘obras muertas’, es decir de los pecados, y nos santifica esculpiendo
la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la
Cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.
Queridos
hermanos y hermanas – os saludo a todos con afecto, empezando por el Cardenal Vicario
y los otros Cardenales y Obispos presentes – como el pueblo elegido reunido en la
asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos reiterar nuestra fidelidad
al Señor. Hace algunos días, abriendo el encuentro diocesano anual, he recordado la
importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la
oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina.
Sé que se han promovido tantas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios,
en las comunidades religiosas, en las cofradías, asociaciones y movimientos apostólicos,
que enriquecen a nuestra comunidad diocesana. A los miembros de estos múltiples organismos
eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración,
queridos amigos, muestra que nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de
culturas y de experiencias diversas, Dios la plasma como a ‘su’ Pueblo, como el único
Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra
y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la
misión de ser ‘el alma’ de esta, nuestra ciudad (Cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk,
I, p. 400; ver también LG, 38), fermento de renovación, pan ‘partido’ para todos,
sobre todo para quienes viven situaciones de malestar, de pobreza, de sufrimiento
físico y espiritual. Nos volvemos testigos de su amor.
Me dirijo particularmente
a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él podías
vivir vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de
la unión con Jesús podéis obtener aquella fecundidad espiritual que es generadora
de esperanza en vuestro ministerio pastoral. Recuerda San León Magno que ‘nuestra
participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que no sea
volvernos aquello que recibimos’ (Sermón 12, De Passione 3,7,PL 54). Si ello es verdad
para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía!
Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento
del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio
de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor
libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es
lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción
a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante
Jesús, como hacía el santo Cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular,
durante el ya inminente Año Sacerdotal.
San Juan María Vianney amaba
decir a sus parroquianos: «Venid a la comunión... Es verdad que no sois dignos de
ella, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, ed.
Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de
los pecados, pero necesitados de nutrirnos con el amor que el Señor nos ofrece en
el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de
Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy existe el riesgo
de una secularización que se introduce también en el interior de la Iglesia, que puede
traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les
falta aquella participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto
de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales
y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales.
Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos:
«Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día.
Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que
traducimos como ‘diario’, podría aludir también al pan ‘supra-sustancial’, al pan
‘del mundo que vendrá’. Algunos Padres de la Iglesia han visto aquí una referencia
a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que nos es dado en la Santa Misa, para que
desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía, pues, el cielo
viene sobre la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como
abrazado por la eternidad divina.
Queridos hermanos y hermanas, como
cada año, al final de la Santa Misa, se desarrollará la tradicional procesión eucarística
y elevaremos, con las oraciones y los cantos, una imploración coral al Señor presente
en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la Ciudad: ¡Quédate con nosotros
Jesús, dónate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera
a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias,
purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer
‘eucarística’ durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial,
alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la
inmortalidad divina ¡Amén!