Benedicto XVI lanza un mensaje de paz a Tierra Santa, y recuerda en su mensaje Urbi
et Orbi, que el anuncio de la resurrección ilumina las zonas oscuras del mundo en
que vivimos, refiriéndose en particular al materialismo y al nihilismo
Domingo, 12 abr (RV).- “A todos vosotros dirijo de corazón la felicitación pascual
con las palabras de san Agustín: «Resurrectio Domini, spes nostra», «la resurrección
del Señor es nuestra esperanza» (Sermón 261,1)”. Con estas palabras del santo
Obispo de Hipona, ha comenzado Benedicto XVI su Mensaje Pascual 2009 del Domingo de
Resurrección ante miles y miles de romanos, peregrinos y turistas congregados en la
Plaza de San Pedro para escuchar su Mensaje Pascual, su felicitación y recibir la
Bendición Urbi et Orbi.
Preguntándose qué hay después de la muerte, el Papa
ha recordado que esta solemnidad nos permite responder a este enigma afirmando que
“la muerte no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la que triunfa”.
Porque “Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos tener
la vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico”.
Y
tras aludir a san Pablo en su carta a los Corintios el Papa ha subrayado que la Pascua
no marca simplemente un momento en la historia, sino el inicio de una condición nueva:
“Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos,
sino porque Él mismo vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida
eterna”. Asimismo el Papa ha señalado que la resurrección no es una teoría, sino una
realidad histórica revelada por el Hombre Jesucristo mediante su “pascua”, su “paso”,
que ha abierto una “nueva vía” entre la tierra y el Cielo (cf. Hb 10,20).
Es
decir, que no se trata de un mito ni de un sueño, no es una visión ni una utopía,
no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, ha
salido vencedor de la tumba. “El anuncio de la resurrección del Señor ilumina las
zonas oscuras del mundo en que vivimos”, ha dicho el Pontífice haciendo referencia
en particular al materialismo y al nihilismo, “a esa visión del mundo que no logra
trascender lo que es constatable experimentalmente, y se abate desconsolada en un
sentimiento de la nada, que sería la meta definitiva de la existencia humana”.
En
este sentido Benedicto XVI ha puesto de relieve que si Cristo no hubiera resucitado,
el “vacío” habría ganado, porque si quitamos a Cristo y su resurrección, “no hay salida
para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria”.
Precisamente en el contexto
del Año Paulino se ha meditado sobre la experiencia del gran Apóstol, y su mensaje,
por el que se afirma que si por la Pascua, Cristo ha extirpado la raíz del mal, necesita
no obstante hombres y mujeres que lo ayuden siempre y en todo lugar –ha dicho el Papa-
a afianzar su victoria con sus mismas armas: las armas de la justicia y de la verdad,
de la misericordia, del perdón y del amor.
Precisamente éste es el mensaje
que, con ocasión del reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, el Papa ha querido
llevar a todo el continente africano, que “me ha recibido con gran entusiasmo y dispuesto
a escuchar”. En este sentido el Papa ha enumerado los sufrimientos de África, “los
conflictos crueles e interminables, a menudo olvidados, que laceran y ensangrientan
varias de sus Naciones, y por el número cada vez mayor de sus hijos e hijas que acaban
siendo víctimas del hambre, la pobreza y la enfermedad”.
Éste será también
el mensaje que Benedicto XVI como ha señalado él mismo, repetirá con fuerza en Tierra
Santa, donde ciajará dentro de algunas semanas. “La difícil, pero indispensable reconciliación,
que es premisa para un futuro de seguridad común y de pacífica convivencia, no se
hará realidad –ha dicho el Papa- sino por los esfuerzos renovados, perseverantes y
sinceros para la solución del conflicto israelí-palestino”. Este mensaje no sólo irá
a Tierra Santa, sino que se ampliará a los Países limítrofes, a Medio Oriente, y al
mundo entero.
“En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste
financiero, de pobrezas antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de
violencias y miserias que obligan a muchos a abandonar su tierra buscando una supervivencia
menos incierta, de terrorismo siempre amenazante, de miedos crecientes ante un porvenir
problemático, es urgente –ha exclamado el Santo Padre- descubrir nuevamente perspectivas
capaces de devolver la esperanza. Qué nadie se arredre en esta batalla pacífica comenzada
con la Pascua de Cristo, el cual, lo repito, busca hombres y mujeres que lo ayuden
a afianzar su victoria con sus mismas armas, las de la justicia y la verdad, la misericordia,
el perdón y el amor”.
“Resurrectio Domini, spes nostra”. La resurrección
de Cristo es nuestra esperanza. Hoy la Iglesia canta “el día en que actuó el Señor”
e invita al gozo. Hoy la Iglesia ora, invoca a María, Estrella de la Esperanza, para
que conduzca a la humanidad hacia el puerto seguro de la salvación, que es el corazón
de Cristo, la Víctima pascual, el Cordero que “ha redimido al mundo, el Inocente que
nos “ha reconciliado a nosotros, pecadores, con el Padre”. A Él, Rey victorioso, a
Él, crucificado y resucitado, gritamos con alegría nuestro Alleluia.
Seguidamente
Benedicto XI ha felicitado las pascuas en más de 60 lenguas, recordando una vez más
en italiano a las personas afectadas por el terremoto que el lunes asoló a la región
del centro del país de Los Abruzos, en español y en latín, éstas han sido las felicitaciones
del Papa: “Os deseo a todos
una buena y feliz fiesta de Pascua, con la paz y la alegría, la esperanza y el amor
de Jesucristo Resucitado”. “Resurrectio Domini, spes nostra”.
El Santo Padre
ha finalizado el Solemne Domingo de Pascua de Resurrección impartiendo la Bendición
Urbi et Orbi.
A continuación les ofrecemos el mensaje íntegro Urbi
et Orbi: Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero
A todos vosotros dirijo de corazón la felicitación pascual con las palabras
de san Agustín: «Resurrectio Domini, spes nostra», «la resurrección del Señor
es nuestra esperanza» (Sermón 261,1). Con esta afirmación, el gran Obispo explicaba
a sus fieles que Jesús resucitó para que nosotros, aunque destinados a la muerte,
no desesperáramos, pensando que con la muerte se acaba totalmente la vida; Cristo
ha resucitado para darnos la esperanza (cf. ibíd.).
En efecto, una
de las preguntas que más angustian la existencia del hombre es precisamente ésta:
¿qué hay después de la muerte? Esta solemnidad nos permite responder a este enigma
afirmando que la muerte no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la
que triunfa. Nuestra certeza no se basa en simples razonamientos humanos, sino en
un dato histórico de fe: Jesucristo, crucificado y sepultado, ha resucitado con su
cuerpo glorioso. Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos
tener la vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico. San
Pablo lo afirma con fuerza: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece
de sentido y vuestra fe lo mismo». Y añade: «Si nuestra esperanza en Cristo acaba
con esta vida, somos los hombres más desgraciados» (1 Co 15,14.19). Desde la
aurora de Pascua una nueva primavera de esperanza llena el mundo; desde aquel día
nuestra resurrección ya ha comenzado, porque la Pascua no marca simplemente un momento
de la historia, sino el inicio de una condición nueva: Jesús ha resucitado no porque
su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo
vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida eterna.
Por
tanto, la resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica revelada por
el Hombre Jesucristo mediante su «pascua», su «paso», que ha abierto una «nueva vía»
entre la tierra y el Cielo (cf. Hb 10,20). No es un mito ni un sueño, no es
una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible:
Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la
cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba. En efecto, al amanecer del primer
día después del sábado, Pedro y Juan hallaron la tumba vacía. Magdalena y las otras
mujeres encontraron a Jesús resucitado; lo reconocieron también los dos discípulos
de Emaús en la fracción del pan; el Resucitado se apareció a los Apóstoles aquella
tarde en el Cenáculo y luego a otros muchos discípulos en Galilea.
El anuncio
de la resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en que vivimos. Me
refiero particularmente al materialismo y al nihilismo, a esa visión del mundo que
no logra transcender lo que es constatable experimentalmente, y se abate desconsolada
en un sentimiento de la nada, que sería la meta definitiva de la existencia humana.
En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, el «vacío» acabaría ganando. Si quitamos
a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería
ilusoria. Pero, precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección
del Señor, que responde a la pregunta recurrente de los escépticos, referida también
por el libro del Eclesiastés: «¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: “Mira, esto
es nuevo?”» (Qo 1,10). Sí, contestamos: todo se ha renovado en la mañana de
Pascua. «Mors et vita / duello conflixere mirando: dux vitae mortuus / regnat vivus»
- Lucharon vida y muerte / en singular batalla / y, muerto el que es Vida, / triunfante
se levanta. Ésta es la novedad. Una novedad que cambia la existencia de quien la acoge,
como sucedió a lo santos. Así, por ejemplo, le ocurrió a san Pablo.
En el
contexto del Año Paulino, hemos tenido ocasión muchas veces de meditar sobre la experiencia
del gran Apóstol. Saulo de Tarso, el perseguidor encarnizado de los cristianos, encontró
a Cristo resucitado en el camino de Damasco y fue «conquistado» por Él. El resto lo
sabemos. A Pablo le sucedió lo que más tarde él escribirá a los cristianos de Corinto:
«El que vive con Cristo, es una criatura nueva; lo viejo ha pasado, ha llegado lo
nuevo» (2 Co 5,17). Fijémonos en este gran evangelizador, que con el entusiasmo
audaz de su acción apostólica, llevó el Evangelio a muchos pueblos del mundo de entonces.
Que su enseñanza y ejemplo nos impulsen a buscar al Señor Jesús. Nos animen a confiar
en Él, porque ahora el sentido de la nada, que tiende a intoxicar la humanidad, ha
sido vencido por la luz y la esperanza que surgen de la resurrección. Ahora son verdaderas
y reales las palabras del Salmo: «Ni la tiniebla es oscura para ti / la noche es clara
como el día» (139[138],12). Ya no es la nada la que envuelve todo, sino la presencia
amorosa de Dios. Más aún, hasta el reino mismo de la muerte ha sido liberado, porque
también al «abismo» ha llegado el Verbo de la vida, aventado por el soplo del Espíritu
(v. 8).
Si es verdad que la muerte ya no tiene poder sobre el hombre y el
mundo, sin embargo quedan todavía muchos, demasiados signos de su antiguo dominio.
Si, por la Pascua, Cristo ha extirpado la raíz del mal, necesita sin no obstante hombres
y mujeres que lo ayuden siempre y en todo lugar a afianzar su victoria con sus mismas
armas: las armas de la justicia y de la verdad, de la misericordia, del perdón y del
amor. Éste es el mensaje que, con ocasión del reciente viaje apostólico a Camerún
y Angola, he querido llevar a todo el Continente africano, que me ha recibido con
gran entusiasmo y dispuesto a escuchar. En efecto, África sufre enormemente por conflictos
crueles e interminables, a menudo olvidados, que laceran y ensangrientan varias de
sus Naciones, y por el número cada vez mayor de sus hijos e hijas que acaban siendo
víctimas del hambre, la pobreza y la enfermedad. El mismo mensaje repetiré con fuerza
en Tierra Santa, donde tendré la alegría de ir dentro de algunas semanas. La difícil,
pero indispensable reconciliación, que es premisa para un futuro de seguridad común
y de pacífica convivencia, no se hará realidad sino por los esfuerzos renovados, perseverantes
y sinceros para la solución del conflicto israelí-palestino. Luego, desde Tierra Santa,
la mirada se ampliará a los Países limítrofes, al Medio Oriente, al mundo entero.
En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste financiero, de pobrezas
antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de violencias y miserias que
obligan a muchos a abandonar su tierra buscando una supervivencia menos incierta,
de terrorismo siempre amenazante, de miedos crecientes ante un porvenir problemático,
es urgente descubrir nuevamente perspectivas capaces de devolver la esperanza. Que
nadie se arredre en esta batalla pacífica comenzada con la Pascua de Cristo, el cual,
lo repito, busca hombres y mujeres que lo ayuden a afianzar su victoria con sus mismas
armas, las de la justicia y la verdad, la misericordia, el perdón y el amor.
«Resurrectio
Domini, spes nostra». La resurrección de Cristo es nuestra esperanza. La Iglesia
proclama hoy esto con alegría: anuncia la esperanza, que Dios ha hecho firme e invencible
resucitando a Jesucristo de entre los muertos; comunica la esperanza, que lleva en
el corazón y quiere compartir con todos, en cualquier lugar, especialmente allí donde
los cristianos sufren persecución a causa de su fe y su compromiso por la justicia
y la paz; invoca la esperanza capaz de avivar el deseo del bien, también y sobre todo
cuando cuesta. Hoy la Iglesia canta «el día en que actuó el Señor» e invita al gozo.
Hoy la Iglesia ora, invoca a María, Estrella de la Esperanza, para que conduzca a
la humanidad hacia el puerto seguro de la salvación, que es el corazón de Cristo,
la Víctima pascual, el Cordero que «ha redimido al mundo», el Inocente que nos «ha
reconciliado a nosotros, pecadores, con el Padre». A Él, Rey victorioso, a Él, crucificado
y resucitado, gritamos con alegría nuestro Alleluia.