Misa de la Cena del Señor: el Papa exhorta a los fieles a pedir a Dios que siempre
miremos el mundo con los ojos del amor y reconozcamos a los hermanos y las hermanas
que nos necesitan, que esperan nuestra palabra y nuestra acción
Jueves, 9 abr (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta tarde en la Catedral de Roma
la Misa de la Cena del Señor iniciando de esta manera la celebración del Misterio
Pascual. El Santo Padre ha comenzado su homilía con unas palabras del Canon de la
Misa sobre las que ha reflexionado:
“Qui, pridie quam pro nostra omniumque
salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la
Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy»
en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día.
Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento
de su Cuerpo y de su Sangre.
Este «hoy», ha subrayado Benedicto XVI entre
otras cosas, es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún.
Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace
esto ahora. Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que
prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se
expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal
y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor
mismo”.
“La Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este
momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta
ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistía. “Ahora tenemos el encargo
de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante
la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas,
para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor que nuestras manos sirvan cada
vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su
bondad. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir
para siempre. Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de
tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén.”
HOMILÍA
COMPLETA Queridos hermanos y hermanas Qui,
pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así
diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves
Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la
dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado
para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo
el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este
«hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora. Con la palabra «hoy»,
la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior
al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar
de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose
en la Escritura y contemplando al Señor mismo. Lo primero
que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino
que empieza con un pronombre relativo: qui pridie. Este «qui» enlaza todo el relato
con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo
y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato de
la institución está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo
oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí;
tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración.
Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración
que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino
en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda
totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe
con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición».
Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo
es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía
y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es
un don de otro. El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto
de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer
se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él
bendecido y transformado. La Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar
en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice
esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistía. Hay
otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar
en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere
casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular,
encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó
pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha
curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos
que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán
siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo
de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante
la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas,
para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor que nuestras manos sirvan cada
vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su
bondad. Desde el inicio de la Oración sacerdotal de Jesús (cf.
Jn 17, 1), el Canon usa las palabras: “elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios,
Padre suyo todopoderoso”. El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el
corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia
Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas
pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros
entren las “vanitates”, las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos
que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así
nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que
es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios
en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de
Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están
esperando nuestra palabra y nuestra acción. Después de bendecir,
el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre
de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero
es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped,
y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través
del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo.
El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte.
Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51).
El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo.
Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da,
sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo
de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un
mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo
que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado. Hemos
dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así,
en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es ágape,
es amor hecho corpóreo. En la palabra «ágape», se compenetran los significados de
Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte
ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan
distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos
la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará
hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo
una acción litúrgica. Sólo es completa, si el ágape litúrgico se convierte en amor
cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados
por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos
en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de
la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo. Después
del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor
da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al
Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él
se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v.
5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía
que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas
de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta
verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa
la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma
misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta
boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última
Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde
bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva
Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo
transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1 Co 11, 25). El Canon Romano añade: «de
la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de
Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia
no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales
quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y
el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre
dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor,
a sí mismo. Ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia,
nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.
Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos
de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario.
Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de
los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en
una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y
entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad
real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de
la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz
(cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió
en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos
la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más
aún, Él crea una “consanguinidad” entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús,
por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con
Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida
divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada
vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en
nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos
de su paz y, así, también en comunión unos con otros. Sin
embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos
su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede
hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta
es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso
sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente.
Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie
puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión
y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo
lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera
en la resurrección para poderla compartir para siempre. Señor,
Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir
en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén.