El Papa exhorta a los jóvenes a no dejarse atraer por falsas ilusiones como la idolatría
del dinero, los bienes materiales, la carrera o el éxito, y no ceder a la lógica del
interés egoísta, sino al servicio del bien común y de la verdad
Miércoles, 4 mar (RV).- “Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo”. Se ha hecho
público hoy el Mensaje de Benedicto XVI a los jóvenes del mundo con ocasión de la
XXIV Jornada Mundial del Juventud 2009 que se celebrará el próximo domingo de Ramos,
en el ámbito diocesano.
Mientras el Papa prosigue junto a la Curia Romana los
tradicionales ejercicios espirituales en el Vaticano, hoy en el tercer día, se ha
hecho público el Mensaje de Benedicto XVI a los jóvenes del mundo con ocasión de la
XXIV Jornada Mundial del Juventud 2009. El Santo Padre recuerda que el próximo domingo
de Ramos se celebrará, en el ámbito diocesano, este ya tradicional encuentro con los
jóvenes, que en julio pasado presidió en el inolvidable escenario de Sydney y encaminándonos
ya hacia el encuentro internacional programado para 2011 en Madrid. Teniendo en cuenta
esta cita mundial de jóvenes, el Papa quiere hacer junto a ellos un camino formativo,
reflexionando en 2009 sobre la afirmación de san Pablo: “Hemos puesto nuestra esperanza
en el Dios vivo”.
Benedicto XVI escribe que en Sydney, la atención se centró
en lo que el Espíritu Santo dice hoy a los creyentes y que exhortó a los jóvenes a
dejarse plasmar por Él para ser mensajeros del amor divino, capaces de construir un
futuro de esperanza para toda la humanidad. Todos advertimos la necesidad de esperanza,
pero no de cualquier esperanza, sino de una esperanza firme y creíble. ¿Dónde encontrar
y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?
La experiencia
demuestra, explica el Santo Padre, que las cualidades personales y los bienes materiales
no son suficientes para asegurar esa esperanza que el ánimo humano busca constantemente.
Esta esperanza «sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer
y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar». Por eso, una de las consecuencias
principales del olvido de Dios es la desorientación que caracteriza nuestras sociedades,
que se manifiesta en la soledad y la violencia, en la insatisfacción y en la pérdida
de confianza, llegando incluso a la desesperación.
La crisis de esperanza,
señala el Papa, afecta más fácilmente a las nuevas generaciones que, en contextos
socio-culturales faltos de certezas, de valores y puntos de referencia sólidos, tienen
que afrontar dificultades que parecen superiores a sus fuerzas. Jóvenes heridos por
la vida, condicionados por una inmadurez personal que es frecuentemente consecuencia
de un vacío familiar, de opciones educativas permisivas y libertarias, y de experiencias
negativas y traumáticas.
¿Cómo anunciar la esperanza a estos jóvenes? Se pregunta
el Pontífice. El primer compromiso que nos atañe a todos es el de una nueva evangelización,
que ayude a las nuevas generaciones a descubrir el rostro auténtico de Dios, que es
Amor. Durante este año jubilar dedicado al Apóstol de las gentes, con ocasión del
segundo milenio de su nacimiento, aprendamos de él a ser testigos creíbles de la esperanza
cristiana.
San Pablo, fue testigo de la esperanza, afirma el Papa. Mientras
iba a Damasco, una luz misteriosa lo deslumbró. Cayendo a tierra, preguntó: «¿Quién
eres, Señor?». «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Después de aquel encuentro, la
vida de Pablo cambió radicalmente. De perseguidor se transformó en testigo y misionero;
fundó comunidades cristianas en Asia Menor y en Grecia, recorriendo miles de kilómetros
y afrontando todo tipo de vicisitudes, hasta el martirio en Roma. Todo por amor a
Cristo.
Para Pablo, la esperanza no es sólo un ideal o un sentimiento, sino
una persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es la verdadera esperanza: Cristo
que vive con nosotros y en nosotros y que nos llama a participar de su misma vida
eterna. La esperanza del cristiano consiste, por tanto, subraya Benedicto XVI, en
aspirar «al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo
nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas,
sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo».
Jesús, del mismo modo
que un día encontró al joven Pablo, quiere encontrarse con cada uno de vosotros, queridos
jóvenes, les explica el Papa. Dad espacio en vuestra vida a la oración. Participad
en la liturgia en vuestras parroquias y alimentaos abundantemente de la Palabra de
Dios y de la participación activa en los sacramentos. Si os alimentáis de Cristo,
queridos jóvenes, y vivís inmersos en Él como el apóstol Pablo, no podréis por menos
que hablar de Él, y haréis lo posible para que vuestros amigos y coetáneos lo conozcan
y lo amen. Si Jesús se ha convertido en vuestra esperanza, comunicadlo con vuestro
gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico y social.
El Papa les exhorta
a que tomen “opciones que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido las
insidias de la idolatría del dinero, de los bienes materiales, de la carrera y el
éxito, y no os dejéis atraer por estas falsas ilusiones. No cedáis a la lógica del
interés egoísta; por el contrario, cultivad el amor al prójimo y haced el esfuerzo
de poneros vosotros mismos, con vuestras capacidades humanas y profesionales al servicio
del bien común y de la verdad, siempre dispuestos a dar respuesta «a todo el que os
pida razón de vuestra esperanza».
San Pablo es para vosotros, acaba diciendo
el Papa, un modelo de este itinerario de vida apostólica. Él alimentó su vida de fe
y esperanza constantes. Sobre estas mismas huellas del pueblo de la esperanza nosotros
continuamos avanzando hacia la realización del Reino, y en nuestro camino espiritual
nos acompaña la Virgen María, Madre de la Esperanza.
MENSAJE
COMPLETO
MENSAJE DEL SANTO PADRE A LOS JÓVENES
DEL MUNDO CON OCASIÓN DE LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2009
«Hemos
puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10)
Queridos
amigos: El próximo domingo de Ramos celebraremos en el ámbito diocesano
la XXIV Jornada Mundial de la Juventud. Mientras nos preparamos a esta celebración
anual, recuerdo con enorme gratitud al Señor el encuentro que tuvimos en Sydney, en
julio del año pasado. Un encuentro inolvidable, durante el cual el Espíritu Santo
renovó la vida de tantos jóvenes que acudieron desde todos los lugares del mundo.
La alegría de la fiesta y el entusiasmo espiritual experimentados en esos días, fueron
un signo elocuente de la presencia del Espíritu de Cristo. Ahora nos encaminamos hacia
el encuentro internacional programado para 2011 en Madrid y que tendrá como tema las
palabras del apóstol Pablo: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf.
Col 2,7). Teniendo en cuenta esta cita mundial de jóvenes, queremos hacer juntos un
camino formativo, reflexionando en 2009 sobre la afirmación de san Pablo: «Hemos puesto
nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10), y en 2010 sobre la pregunta del joven
rico a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17).
La juventud, tiempo de esperanza
En
Sydney, nuestra atención se centró en lo que el Espíritu Santo dice hoy a los creyentes
y, concretamente a vosotros, queridos jóvenes. Durante la Santa Misa final os exhorté
a dejaros plasmar por Él para ser mensajeros del amor divino, capaces de construir
un futuro de esperanza para toda la humanidad. Verdaderamente, la cuestión de la esperanza
está en el centro de nuestra vida de seres humanos y de nuestra misión de cristianos,
sobre todo en la época contemporánea. Todos advertimos la necesidad de esperanza,
pero no de cualquier esperanza, sino de una esperanza firme y creíble, como he subrayado
en la Encíclica Spe salvi. La juventud, en particular, es tiempo de esperanzas, porque
mira hacia el futuro con diversas expectativas. Cuando se es joven se alimentan ideales,
sueños y proyectos; la juventud es el tiempo en el que maduran opciones decisivas
para el resto de la vida. Y tal vez por esto es la etapa de la existencia en la que
afloran con fuerza las preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué sentido
tiene vivir? ¿Qué será de mi vida? Y también, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Por qué
el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte? Preguntas
que son apremiantes cuando nos tenemos que medir con obstáculos que a veces parecen
insuperables: dificultades en los estudios, falta de trabajo, incomprensiones en la
familia, crisis en las relaciones de amistad y en la construcción de un proyecto de
pareja, enfermedades o incapacidades, carencia de recursos adecuados a causa de la
actual y generalizada crisis económica y social. Nos preguntamos entonces: ¿Dónde
encontrar y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?
En
búsqueda de la «gran esperanza»
La experiencia
demuestra que las cualidades personales y los bienes materiales no son suficientes
para asegurar esa esperanza que el ánimo humano busca constantemente. Como he escrito
en la citada Encíclica Spe salvi, la política, la ciencia, la técnica, la economía
o cualquier otro recurso material por sí solos no son suficientes para ofrecer la
gran esperanza a la que todos aspiramos. Esta esperanza «sólo puede ser Dios, que
abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no
podemos alcanzar» (n. 31). Por eso, una de las consecuencias principales del olvido
de Dios es la desorientación que caracteriza nuestras sociedades, que se manifiesta
en la soledad y la violencia, en la insatisfacción y en la pérdida de confianza, llegando
incluso a la desesperación. Fuerte y clara es la llamada que nos llega de la Palabra
de Dios: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando
su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien» (Jr
17,5-6). La crisis de esperanza afecta más fácilmente a las nuevas
generaciones que, en contextos socio-culturales faltos de certezas, de valores y puntos
de referencia sólidos, tienen que afrontar dificultades que parecen superiores a sus
fuerzas. Pienso, queridos jóvenes amigos, en tantos coetáneos vuestros heridos por
la vida, condicionados por una inmadurez personal que es frecuentemente consecuencia
de un vacío familiar, de opciones educativas permisivas y libertarias, y de experiencias
negativas y traumáticas. Para algunos –y desgraciadamente no pocos–, la única salida
posible es una huída alienante hacia comportamientos peligrosos y violentos, hacia
la dependencia de drogas y alcohol, y hacia tantas otras formas de malestar juvenil.
A pesar de todo, incluso en aquellos que se encuentran en situaciones penosas por
haber seguido los consejos de «malos maestros», no se apaga el deseo del verdadero
amor y de la auténtica felicidad. Pero ¿cómo anunciar la esperanza a estos jóvenes?
Sabemos que el ser humano encuentra su verdadera realización sólo en Dios. Por tanto,
el primer compromiso que nos atañe a todos es el de una nueva evangelización, que
ayude a las nuevas generaciones a descubrir el rostro auténtico de Dios, que es Amor.
A vosotros, queridos jóvenes, que buscáis una esperanza firme, os digo las mismas
palabras que san Pablo dirigía a los cristianos perseguidos en la Roma de entonces:
«El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar
de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). Durante este año jubilar
dedicado al Apóstol de las gentes, con ocasión del segundo milenio de su nacimiento,
aprendamos de él a ser testigos creíbles de la esperanza cristiana.
San
Pablo, testigo de la esperanza
Cuando se encontraba
en medio de dificultades y pruebas de distinto tipo, Pablo escribía a su fiel discípulo
Timoteo: «Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). ¿Cómo había
nacido en él esta esperanza? Para responder a esta pregunta hemos de partir de su
encuentro con Jesús resucitado en el camino de Damasco. En aquel momento, Pablo era
un joven como vosotros, de unos veinte o veinticinco años, observante de la ley de
Moisés y decidido a combatir con todas sus fuerzas, incluso con el homicidio, contra
quienes él consideraba enemigos de Dios (cf. Hch 9,1). Mientras iba a Damasco para
arrestar a los seguidores de Cristo, una luz misteriosa lo deslumbró y sintió que
alguien lo llamaba por su nombre: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Cayendo
a tierra, preguntó: «¿Quién eres, Señor?». Y aquella voz respondió: «Yo soy Jesús,
a quien tú persigues» (cf. Hch 9,3-5). Después de aquel encuentro, la vida de Pablo
cambió radicalmente: recibió el bautismo y se convirtió en apóstol del Evangelio.
En el camino de Damasco fue transformado interiormente por el Amor divino que había
encontrado en la persona de Jesucristo. Un día llegará a escribir: «Mientras vivo
en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí»
(Ga 2,20). De perseguidor se transformó en testigo y misionero; fundó comunidades
cristianas en Asia Menor y en Grecia, recorriendo miles de kilómetros y afrontando
todo tipo de vicisitudes, hasta el martirio en Roma. Todo por amor a Cristo.
La
gran esperanza está en Cristo
Para Pablo, la
esperanza no es sólo un ideal o un sentimiento, sino una persona viva: Jesucristo,
el Hijo de Dios. Impregnado en lo más profundo por esta certeza, podrá decir a Timoteo:
«Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). El «Dios vivo» es Cristo
resucitado y presente en el mundo. Él es la verdadera esperanza: Cristo que vive con
nosotros y en nosotros y que nos llama a participar de su misma vida eterna. Si no
estamos solos, si Él está con nosotros, es más, si Él es nuestro presente y nuestro
futuro, ¿por qué temer? La esperanza del cristiano consiste por tanto en aspirar «al
Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza
en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios
de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1817).
El
camino hacia la gran esperanza
Jesús, del mismo
modo que un día encontró al joven Pablo, quiere encontrarse con cada uno de vosotros,
queridos jóvenes. Sí, antes que un deseo nuestro, este encuentro es un deseo ardiente
de Cristo. Pero alguno de vosotros me podría preguntar: ¿Cómo puedo encontrarlo yo,
hoy? O más bien, ¿de qué forma Él viene hacia mí? La Iglesia nos enseña que el deseo
de encontrar al Señor es ya fruto de su gracia. Cuando en la oración expresamos nuestra
fe, incluso en la oscuridad lo encontramos, porque Él se nos ofrece. La oración perseverante
abre el corazón para acogerlo, como explica san Agustín: «Nuestro Dios y Señor […]
pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para
recibir lo que nos ha de dar» (Carta 130,8,17). La oración es don del Espíritu que
nos hace hombres y mujeres de esperanza, y rezar mantiene el mundo abierto a Dios
(cf. Enc. Spe salvi, 34). Dad espacio en vuestra vida a la oración. Está
bien rezar solos, pero es más hermoso y fructuoso rezar juntos, porque el Señor nos
ha asegurado su presencia cuando dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20).
Hay muchas formas para familiarizarse con Él; hay experiencias, grupos y movimientos,
encuentros e itinerarios para aprender a rezar y de esta forma crecer en la experiencia
de fe. Participad en la liturgia en vuestras parroquias y alimentaos abundantemente
de la Palabra de Dios y de la participación activa en los sacramentos. Como sabéis,
culmen y centro de la existencia y de la misión de todo creyente y de cada comunidad
cristiana es la Eucaristía, sacramento de salvación en el que Cristo se hace presente
y ofrece como alimento espiritual su mismo Cuerpo y Sangre para la vida eterna. ¡Misterio
realmente inefable! Alrededor de la Eucaristía nace y crece la Iglesia, la gran familia
de los cristianos, en la que se entra con el Bautismo y en la que nos renovamos constantemente
por al sacramento de la Reconciliación. Los bautizados, además, reciben mediante la
Confirmación la fuerza del Espíritu Santo para vivir como auténticos amigos y testigos
de Cristo, mientras que los sacramentos del Orden y del Matrimonio los hacen aptos
para realizar sus tareas apostólicas en la Iglesia y en el mundo. La Unción de los
enfermos, por último, nos hace experimentar el consuelo divino en la enfermedad y
en el sufrimiento.
Actuar según la esperanza
cristiana
Si os alimentáis de Cristo, queridos
jóvenes, y vivís inmersos en Él como el apóstol Pablo, no podréis por menos que hablar
de Él, y haréis lo posible para que vuestros amigos y coetáneos lo conozcan y lo amen.
Convertidos en sus fieles discípulos, estaréis preparados para contribuir a formar
comunidades cristianas impregnadas de amor como aquellas de las que habla el libro
de los Hechos de los Apóstoles. La Iglesia cuenta con vosotros para esta misión exigente.
Que no os hagan retroceder las dificultades y las pruebas que encontréis. Sed pacientes
y perseverantes, venciendo la natural tendencia de los jóvenes a la prisa, a querer
obtener todo y de inmediato. Queridos amigos, como Pablo, sed testigos
del Resucitado. Dadlo a conocer a quienes, jóvenes o adultos, están en busca de la
«gran esperanza» que dé sentido a su existencia. Si Jesús se ha convertido en vuestra
esperanza, comunicadlo con vuestro gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico
y social. Alcanzados por Cristo, después de haber puesto en Él vuestra fe y de haberle
dado vuestra confianza, difundid esta esperanza a vuestro alrededor. Tomad opciones
que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido las insidias de la idolatría
del dinero, de los bienes materiales, de la carrera y el éxito, y no os dejéis atraer
por estas falsas ilusiones. No cedáis a la lógica del interés egoísta; por el contrario,
cultivad el amor al prójimo y haced el esfuerzo de poneros vosotros mismos, con vuestras
capacidades humanas y profesionales al servicio del bien común y de la verdad, siempre
dispuestos a dar respuesta «a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P
3,15). El auténtico cristiano nunca está triste, aun cuando tenga que afrontar pruebas
de distinto tipo, porque la presencia de Jesús es el secreto de su gozo y de su paz.
María, Madre de la esperanza
San
Pablo es para vosotros un modelo de este itinerario de vida apostólica. Él alimentó
su vida de fe y esperanza constantes, siguiendo el ejemplo de Abraham, del cual escribió
en la Carta a los Romanos: «Creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre
de muchas naciones» (4,18). Sobre estas mismas huellas del pueblo de la esperanza
–formado por los profetas y por los santos de todos los tiempos– nosotros continuamos
avanzando hacia la realización del Reino, y en nuestro camino espiritual nos acompaña
la Virgen María, Madre de la Esperanza. Ella, que encarnó la esperanza de Israel,
que donó al mundo el Salvador y permaneció, firme en la esperanza, al pie de la cruz,
es para nosotros modelo y apoyo. Sobre todo, María intercede por nosotros y nos guía
en la oscuridad de nuestras dificultades hacia el alba radiante del encuentro con
el Resucitado. Quisiera concluir este mensaje, queridos jóvenes amigos, haciendo mía
una bella y conocida exhortación de San Bernardo inspirada en el título de María Stella
maris, Estrella del mar: «Cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de
este siglo te miras, fluctuando entre borrascas y tempestades más que andando por
tierra, ¡no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si quieres no ser oprimido
de las borrascas! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con
los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María... En los peligros,
en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María... Siguiéndola, no
te desviarás; rogándole, no desesperarás; pensando en ella, no te perderás. Si ella
te tiene de la mano no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás
si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te es propicia» (Homilías en
alabanza de la Virgen Madre, 2,17). María, Estrella del mar, guía a los
jóvenes de todo el mundo al encuentro con tu divino Hijo Jesús, y sé tú la celeste
guardiana de su fidelidad al Evangelio y de su esperanza. Al mismo tiempo
que os aseguro mi recuerdo cotidiano en la oración por cada uno de vosotros, queridos
jóvenes, os bendigo de corazón junto a vuestros seres queridos.