Mensaje de Cuaresma 2009: Benedicto XVI invita a la práctica penitencial del ayuno,
“que nos ayuda a superar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del
prójimo''
Martes, 3 feb (RV).- Esta mañana ha tenido lugar en la oficina de prensa de la Santa
Sede la presentación del mensaje del Santo Padre para la Cuaresma de este año 2009.
Han intervenido en la misma el presidente del Pontificio Consejo Cor Unum, cardenal
Paul Joseph Cordes y Josette Sheeran, directora ejecutivo del Programa Mundial de
Alimentos de Naciones Unidas.
El Papa indica que este año, en su acostumbrado
Mensaje cuaresmal, desea reflexionar especialmente, sobre el valor y el sentido del
ayuno. Y en efecto subraya que la Cuaresma nos recuerda “los cuarenta días de ayuno
que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública”. Las Sagradas
Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para
evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación
encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar.
Ya en las primeras
páginas de la Sagrada Escritura, escribe Benedicto XVI, “el Señor impone al hombre
que se abstenga de consumir el fruto prohibido”. San Basilio observa que “el ayuno
ya existía en el paraíso”. Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a
todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor.
Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida.
Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás
a que se arrepintieran, proclamaron un ayuno, como testimonio de su sinceridad.
También
en el Nuevo Testamento, recuerda el Papa, Jesús indica la razón profunda del ayuno,
estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones,
que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite
en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre
celestial. Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días
pasados en el desierto, que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios”. El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad
comer el “alimento verdadero”, que es hacer la voluntad del Padre. También los Padres
de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno. El ayuno es, además, una práctica recurrente
y recomendada por los santos de todas las épocas.
“En nuestros días, -explica
el Pontífice- parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual
y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material,
el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que
ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar,
una “terapia” para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios.
La Cuaresma -afirma el Santo Padre- podría ser una buena ocasión para retomar estas
normas, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial,
que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios
y del prójimo.
Privarse del alimento material facilita una disposición interior
a escuchar a Cristo. Con el ayuno y la oración permitimos que venga a saciar el hambre
más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed
de Dios. Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en
la que viven muchos de nuestros hermanos, dice el Papa. Ayunar por voluntad propia
nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano
que sufre. Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos
concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño.
Precisamente
para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, el Papa
anima a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica
del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios,
la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana,
en la que se hacían colectas especiales, y se invitaba a los fieles a dar a los pobres
lo que, gracias al ayuno, se había recogido. También hoy hay que redescubrir esta
práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
El
ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar
contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. El ayuno tiene como
último fin -señala el Papa-, ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Papa
Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios. Por lo tanto, que en cada familia
y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu
y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo.
MENSAJE
COMPLETO ¡Queridos hermanos y hermanas!
Al
comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual
más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las
que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor - la oración, el ayuno y
la limosna - para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia
del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, “ahuyenta los pecados,
lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa
el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos” (Pregón pascual). En mi acostumbrado
Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor
y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno
que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública.
Leemos
en el Evangelio: “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por
el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al
fin sintió hambre” (Mt 4,1-2). Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de
la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb
(cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un
duro enfrentamiento con el tentador.
Podemos preguntarnos
qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que
en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda
la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado
y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en
más de una ocasión la invitación a ayunar. Ya en las primeras páginas de la Sagrada
Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido:
“De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien
y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,
16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que “el ayuno ya existía en
el paraíso”, y “la primera orden en este sentido fue dada a Adán”. Por lo tanto, concluye:
“El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia” (cfr. Sermo de
jejunio: PG 31, 163, 98). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos,
el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo
que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida,
invitando al pueblo reunido a ayunar “para humillarnos - dijo - delante de nuestro
Dios” (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección.
Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás
a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo:
“A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos”
(3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y les perdonó.
En
el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud
de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la
ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión
el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que
“ve en lo secreto y te recompensará” (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder
a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que “no solo de pan vive
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero
ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es
hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la
orden del Señor de “no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal”, con el ayuno
el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia.
La
práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3;
14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno,
capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón
del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y
recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: “El ayuno
es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien
ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica
aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra
los suyos al que le súplica” (Sermo 43: PL 52, 320, 332).
En
nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual
y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material,
el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que
ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar,
una “terapia” para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios.
En la Constitución apostólica Pænitemini de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba
la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no
“vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también
para los hermanos” (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar
las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado
auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar
nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primer y sumo
mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
La
práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma,
ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín,
que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía “retorcidísima
y enredadísima complicación de nudos” (Confesiones, II, 10.18), en su tratado La utilidad
del ayuno, escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para
que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura” (Sermo
400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita
una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación.
Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda
que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.
Al
mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven
muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: “Si
alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra
sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (3,17). Ayunar por voluntad
propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre
al hermano que sufre (cfr. Enc. Deus caritas est, 15). Al escoger libremente privarnos
de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa
dificultades no nos es extraño. Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida
y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar
durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo
la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio,
el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr.
2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias
al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir
esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.
Lo
que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética
importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado
a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros
bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza
debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad
humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: “Utamur ergo
parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia
– Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los
juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención”.
Queridos
hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno
de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total
de uno mismo a Dios (cfr. Enc. Veritatis Splendor, 21). Por lo tanto, que en cada
familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae
el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios
y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio
divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía,
sobre todo en la Santa Misa dominical. Con esta disposición interior entremos en el
clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, Causa nostræ
laetitiæ, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud
del pecado para que se convierta cada vez más en “tabernáculo viviente de Dios”. Con
este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial
recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición
Apostólica.