Misa del Gallo: el Papa recuerda en esta noche especial a los niños de la calle, a
los utilizados brutalmente como soldados y a los que son víctimas de la industria
de la pornografía y hace un llamamiento para hacer todo lo posible para que acabe
su tribulación
Jueves, 25 dic (RV).- Benedicto XVI ha pedido esta noche en la Misa del Gallo que
nos acerquemos esta noche al Niño de Belén, “a ese Dios que ha querido hacerse niño
por nosotros”, porque “en cada niño hay un reverbero del niño de Belén”. Con esta
petición el Papa ha recordado esta noche de modo particular a “aquellos niños a los
que se les niega el amor de los padres. A los niños de la calle que no tienen el don
de un hogar doméstico. A los niños que son utilizados brutalmente como soldados y
convertidos en instrumentos de violencia, en lugar de poder ser portadores de reconciliación
y de paz. A los niños heridos en lo más profundo del alma por medio de la industria
de la pornografía y todas las otras formas abominables de abuso”.
El Pontífice
ha presentado al Niño de Belén como un “nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer
todo lo posible con el fin de que termine la tribulación de estos niños; a hacer todo
lo posible para que la luz de Belén toque el corazón de los hombres”. El Santo Padre
ha subrayado además que “solamente a través de la conversión de los corazones, solamente
por un cambio en lo íntimo del hombre se puede superar la causa de todo este mal,
se puede vencer el poder del maligno. Sólo si los hombres cambian, cambia el mundo
y, para cambiar, los hombres necesitan la luz que viene de Dios, de esa luz que de
modo tan inesperado ha entrado en nuestra noche”.
También esta Noche Benedicto
XVI ha tenido un pensamiento especial para el pueblo de Belén y para “aquel país en
el que Jesús ha vivido y que tanto ha amado” y ha pedido oraciones para que “allí
se haga la paz, que cese el odio y la violencia, que se abra el camino de la comprensión
recíproca, se produzca una apertura de los corazones que abra las fronteras, qué venga
la paz que cantaron los ángeles en aquella noche”.
El Papa ha hablado ampliamente
de la paz que está donde está Dios, porque donde está Él “los hombres no pretenden
hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para ello de la violencia.
Él está con las personas del corazón vigilante; con los humildes y con los que corresponden
a su elevación, a la elevación de la humildad y el amor. A estos da su paz, porque
por medio de ellos entre la paz en este mundo”.
La homilía del Santo Padre
se ha centrado además en el relato de la Natividad según San Lucas que nos dice que
Dios, en primer lugar, ha levantado un poco el velo que lo ocultaba ante personas
de muy baja condición, ante personas que en la gran sociedad eran más bien despreciadas:
ante los pastores que velaban sus rebaños en los campos de las cercanías de Belén.
De hecho el motivo central del mensaje de Jesús, como ha explicado el Papa,
es la invitación a la vigilancia, a permanecer despiertos para percibir llegada de
Dios y estar preparados para ella. Y también aquí la palabra significa quizás algo
más que el simple estar materialmente despiertos durante la noche, porque “fueron
realmente personas en alerta, en las que estaba vivo el sentido de Dios y de su cercanía.
Personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía
de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la
gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es
capaz de creer en el mensaje”.
Homilía completa
Queridos
hermanos y hermanas «¿Quién como el Señor, Dios nuestro, que se eleva en su trono
y se abaja para mirar al cielo y a la tierra?». Así canta Israel en uno de sus Salmos
(113 [112],5s), en el que exalta al mismo tiempo la grandeza de Dios y su benévola
cercanía a los hombres. Dios reside en lo alto, pero se inclina hacia abajo... Dios
es inmensamente grande e inconmensurablemente por encima de nosotros. Esta es la primera
experiencia del hombre. La distancia parece infinita. El Creador del universo, el
que guía todo, está muy lejos de nosotros: así parece inicialmente. Pero luego viene
la experiencia sorprendente: Aquél que no tiene igual, que «se eleva en su trono»,
mira hacia abajo, se inclina hacia abajo. Él nos ve y me ve. Este mirar hacia abajo
es más que una mirada desde lo alto. El mirar de Dios es un obrar. El hecho que Él
me ve, me mira, me transforma a mí y al mundo que me rodea. Así, el Salmo prosigue
inmediatamente: «Levanta del polvo al desvalido...». Con su mirar hacia abajo, Él
me levanta, me toma benévolamente de la mano y me ayuda a subir, precisamente yo,
de abajo hacia arriba. «Dios se inclina». Esta es una palabra profética. En la noche
de Belén, esta palabra ha adquirido un sentido completamente nuevo. El inclinarse
de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. Él se inclina: viene
abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo
toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente. Se hace un
niño y pone en la condición de dependencia total propia de un ser humano recién nacido.
El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace
pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En el antiguo Testamento
el templo fue considerado algo así como el escabel de Dios; el arca sagrada como el
lugar en que Él, de modo misterioso, estaba presente entre los hombres. Así se sabía
que sobre el templo, ocultamente, estaba la nube de la gloria de Dios. Ahora, está
sobre el establo. Dios está en la nube de la miseria de un niño sin posada: qué nube
impenetrable y, no obstante, nube de la gloria. En efecto, ¿de qué otro modo podría
aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por
él? La nube del ocultación, de la pobreza del niño totalmente necesitado de amor,
es al mismo tiempo la nube de la gloria. Porque nada puede ser más sublime, más grande,
que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente. La
gloria del verdadero Dios se hace visible cuando se abren los ojos del corazón ante
del establo de Belén.
El relato de la Natividad según San Lucas, que acabamos
de escuchar en el pasaje evangélico, nos dice que Dios, en primer lugar, ha levantado
un poco el velo que lo ocultaba ante personas de muy baja condición, ante personas
que en la gran sociedad eran más bien despreciadas: ante los pastores que velaban
sus rebaños en los campos de las cercanías de Belén. Lucas nos dice que estas personas
«velaban». Podemos sentirnos así atraídos de nuevo por un motivo central del mensaje
de Jesús, en el que, repetidamente y con urgencia creciente hasta el Huerto de los
Olivos, aparece la invitación a la vigilancia, a permanecer despiertos para percibir
llegada de Dios y estar preparados para ella. Por tanto, también aquí la palabra significa
quizás algo más que el simple estar materialmente despiertos durante la noche. Fueron
realmente personas en alerta, en las que estaba vivo el sentido de Dios y de su cercanía.
Personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía
de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la
gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es
capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de
encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo. Roguemos
al Señor que nos ayude también a nosotros a convertirnos en personas vigilantes.
San
Lucas nos cuenta, además, que los pastores mismos estaban «envueltos» en la gloria
de Dios, en la nube de luz, que se encontraron en el íntimo resplandor de esta gloria.
Envueltos por la nube santa escucharon el canto de alabanza de los ángeles: «Gloria
a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Y, ¿quiénes son
estos hombres de su benevolencia sino los pequeños, los vigilantes, los que están
a la espera, que esperan en la bondad de Dios y lo buscan mirando hacia Él desde lejos?
En los Padres de la Iglesia se puede encontrar un comentario sorprendente
sobre el canto con el que los ángeles saludan al Redentor. Hasta aquel momento –dicen
los Padres– los ángeles conocían a Dios en la grandeza del universo, en la lógica
y la belleza del cosmos que provienen de Él y que lo reflejan. Habían escuchado, por
decirlo así, el canto de alabanza callado de la creación y lo habían transformado
en música del cielo. Pero ahora había ocurrido algo nuevo, incluso sobrecogedor para
ellos. Aquél de quien habla el universo, el Dios que sustenta todo y lo tiene en su
mano, Él mismo había entrado en la historia de los hombres, se había hecho uno que
actúa y que sufre en la historia. De la gozosa turbación suscitada por este acontecimiento
inconcebible, de esta segunda y nueva manera en que Dios ha manifestado –dicen los
Padres–surgió un canto nuevo, una estrofa que el Evangelio de Navidad ha conservado
para nosotros: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios
ama». Tal vez podemos decir que, según la estructura de la poesía judía, este doble
versículo, en sus dos partes, dice en el fondo lo mismo, pero desde un punto de vista
diferente. La gloria de Dios está en lo alto de los cielos, pero esta altura de Dios
se encuentra ahora en el establo: lo que era bajo se ha hecho sublime. Su gloria está
en la tierra, es la gloria de la humildad y del amor. Y también: la gloria de Dios
es la paz. Donde está Él, allí hay paz. Él está donde los hombres no pretenden hacer
autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose para ello de la violencia. Él está
con las personas del corazón vigilante; con los humildes y con los que corresponden
a su elevación, a la elevación de la humildad y el amor. A estos da su paz, porque
por medio de ellos entre la paz en este mundo.
El teólogo medieval Guillermo
de S. Thierry dijo una vez: Dios ha visto que su grandeza –a partir de Adán– provocaba
resistencia; que el hombre se siente limitado en su ser él mismo y amenazado en su
libertad. Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha
hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. Ahora –dice ese Dios que se
ha hecho niño– ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo podéis amarme.
Con
estos pensamientos nos acercamos en esta noche al Niño de Belén, a ese Dios que ha
querido hacerse niño por nosotros. En cada niño hay un reverbero del niño de Belén.
Cada niño reclama nuestro amor. Pensemos por tanto en esta noche de modo particular
también en aquellos niños a los que se les niega el amor de los padres. A los niños
de la calle que no tienen el don de un hogar doméstico. A los niños que son utilizados
brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de violencia, en lugar de
poder ser portadores de reconciliación y de paz. A los niños heridos en lo más profundo
del alma por medio de la industria de la pornografía y todas las otras formas abominables
de abu-so. El Niño de Belén es un nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer todo
lo posible con el fin de que termine la tribulación de estos niños; a hacer todo lo
posible para que la luz de Belén toque el corazón de los hombres. Solamente a través
de la conversión de los corazones, solamente por un cambio en lo íntimo del hombre
se puede superar la causa de todo este mal, se puede vencer el poder del maligno.
Sólo si los hombres cambian, cambia el mundo y, para cambiar, los hombres necesitan
la luz que viene de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha entrado en nuestra
noche.
Y hablando del Niño de Belén pensemos también en el pueblo que lleva
el nombre de Belén; pensemos en aquel país en el que Jesús ha vivido y que tanto ha
amado. Y roguemos para que allí se haga la paz. Que cesen el odio y la violencia.
Que se abra el camino de la compren-sión recíproca, se produzca una apertura de los
corazones que abra las fronteras. Qué venga la paz que cantaron los ángeles en aquella
noche.
En el Salmo 96 [95] Israel, y con él la Iglesia, alaban la grandeza
de Dios que se manifiesta en la creación. Todas las criaturas están llamadas a unirse
a este canto de alabanza, y en él se encuentra también una invitación: «Aclamen los
árboles del bosque delante del Señor, que ya llega», (12s.). La Iglesia lee también
este Salmo como una profecía y, a la vez, como una tarea. La venida de Dios en Belén
fue silenciosa. Solamente los pastores que velaban fueron envueltos por unos momentos
en el esplendor luminoso de su llegada y pudieron escuchar una parte de aquel canto
nuevo nacido de la maravilla y de la alegría de los ángeles por la llegada de Dios.
Este venir silencioso de la gloria de Dios continúa a través de los siglos. Donde
hay fe, donde su palabra se anuncia y se escucha, Dios reúne a los hombres y se entrega
a ellos en su Cuerpo, los transforma en su Cuerpo. Él «viene». Y, así, el corazón
de los hombres se despierta. El canto nuevo de los ángeles se convierte en canto de
los hombres que, a lo largo de los siglos y de manera siempre nueva, cantan la llegada
de Dios como niño y, se alegran desde lo más profundo de su ser. Y los árboles del
bosque van hacia Él y exultan. El árbol en Plaza de san Pedro habla de Él, quiere
transmitir su esplendor y decir: Sí, Él ha venido y los árboles del bosque lo aclaman.
Los árboles en las ciudades y en las casas deberían ser algo más que una costumbre
festiva: ellos señalan a Aquél que es la razón de nuestra alegría, al Dios que por
nosotros se ha hecho niño. El canto de alabanza, en lo más profundo, habla en fin
de Aquél que es el árbol de la vida mismo reencontrado. En la fe en Él recibimos la
vida. En el sacramento de la Eucaristía Él se nos da, da una vida que llega hasta
la eternidad. En estos momentos nosotros nos sumamos al canto de alabanza de la creación,
y nuestra alabanza es al mismo tiempo una plegaria: Sí, Señor, haz vernos algo del
esplendor de tu gloria. Y da la paz en la tierra. Haznos hombres y mujeres de tu paz.
Amén.