Domingo, 14 sep (RV).- Al concluir la procesión eucarística en Lourdes, el Santo Padre
ha pronunciado un emotivo discurso en el que ha solicitado la contemplación, y adoración
al Señor, pidiéndole que nos acoja en su amor, al mismo tiempo que ha solicitado a
María, Virgen Santísima, su ayuda para “amar a quien tanto nos amó, para vivir eternamente
con Él”.
Enfatizando la importancia de la Eucaristía, Benedicto XVI ha invocado
el testimonio de tantos santos y santas “ardientemente enamorados de la Santa Eucaristía”.
Y en particular ha evocado las palabras de Nicolás Cabasilas: “Si Cristo permanece
en nosotros, ¿de qué tenemos necesidad? ¿Qué nos falta? Si permanecemos en Cristo,
¿qué más podemos desear? Es nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros que
estamos en su casa! ¡Qué gozo ser nosotros mismos la morada de tal huésped!” (La vie
en Jésus-Christ, IV,6).
Seguidamente el Papa ha recordado la oración del Beato
Charles de Foucauld, una plegaria dirigida a nuestro Padre: “Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu”. Es la última oración de nuestro Maestro, “que sea también la nuestra
–ha exclamado el Pontífice- que no sea sólo la de nuestro último instante, sino la
de todos los instantes”.
Por último el Papa ha invitado a adorar en silencio
al Señor, “permaneced en silencio –ha reiterado Benedicto XVI- después hablad y decid
al mundo: no podemos callar lo que sabemos. Id y proclamad al mundo entero las maravillas
de Dios, presente en cada momento de nuestras vidas, en toda la tierra. Que Dios nos
bendiga y nos guarde, que nos conduzca por el camino de la vida eterna, Él que es
la Vida, por los siglos de los siglos. Amén”.
Crónica
DISCURSO
COMPLETO
Señor Jesús, estás aquí. Y
vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos. Estáis aquí, conmigo, ante Él. Señor,
hace dos mil años, aceptaste subir a una Cruz de infamia para resucitar después y
permanecer siempre con nosotros, tus hermanos, tus hermanas. Y
vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos, habéis aceptado dejaros atraer por Él.
Lo
contemplamos, lo adoramos, lo amamos. Buscamos amarlo todavía más.
Contemplamos
a Aquel que, durante la cena pascual, ha entregado su Cuerpo y su Sangre a sus discípulos,
para estar con ellos “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Adoramos
a Aquel que está al inicio y al final de nuestra fe, sin el que no estaríamos aquí
esta tarde, sin el que no seríamos nada, sin el que no existiría nada, nada, absolutamente
nada. Aquel, por medio de quien “se hizo todo” (Jn 1,3); por quien hemos sido creados,
para la eternidad; el que nos ha dado su propio Cuerpo y su propia Sangre, Él está
aquí, esta tarde, ante nosotros, ofreciéndose a nuestras miradas.
Amamos,
y buscamos amar todavía más, a Quien está aquí, ante nosotros, abierto a nuestras
miradas, tal vez a nuestras preguntas, a nuestro amor.
Sea
que caminemos, o estemos clavados en el lecho del dolor -que caminemos con gozo o
estemos en el desierto del alma (cf. Num 21,5), Señor, acógenos a todos en tu Amor:
en el amor infinito, que es eternamente el del Padre al Hijo y del Hijo al Padre,
el del Padre y del Hijo al Espíritu, y el del Espíritu al Padre y al Hijo.
La
Hostia Santa expuesta ante nuestros ojos proclama este poder infinito del Amor manifestado
en la Cruz gloriosa. La Hostia Santa proclama el increíble anonadamiento de Quien
se hizo pobre para darnos su riqueza, de Quien aceptó perder todo para ganarnos para
su Padre. La Hostia Santa es el Sacramento vivo y eficaz de la presencia eterna del
Salvador de los hombres en su Iglesia.
Hermanos,
hermanas, amigos míos, aceptemos, aceptad, ofreceros a Quien nos lo ha dado todo,
que vino no para juzgar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17), aceptad reconocer
en vuestras vidas la presencia activa de Quien está aquí presente, ante nuestras miradas.
Aceptad ofrecerle vuestras propias vidas.
María,
la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace dos mil años, entregarle
todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del Creador. Todo ha venido de Cristo,
incluso María; todo ha venido por María, incluso Cristo.
María,
la Santísima Virgen, está con nosotros esta tarde, ante el Cuerpo de su Hijo, ciento
cincuenta años después de revelarse a la pequeña Bernadette.
Virgen
Santa, ayúdanos a contemplar, ayúdanos a adorar, ayúdanos a amar, a amar más todavía
a Quien nos amó tanto, para vivir eternamente con Él.
Una
inmensa muchedumbre de testigos está invisiblemente presente a nuestro lado, cerca
de esta bendita gruta y ante esta iglesia querida por la Virgen María;
la
multitud de todos los que han contemplado, venerado, adorado, la presencia real de
Quien se nos entregó hasta la última gota de su sangre;
la
muchedumbre de todos los que pasaron horas adorándolo en el Santísimo Sacramento del
Altar.
Esta tarde, no los vemos, pero los oímos aquí,
diciéndonos a cada uno de nosotros: “Ven, déjate llamar por el Maestro. Él está aquí
y te llama (cf. Jn 11,28). Él quiere tomar tu vida y unirla a la suya. Déjate atraer
por Él. No mires ya tus heridas, mira las suyas. No mires lo que te separa aún de
Él y de los demás; mira la distancia infinita que ha abolido tomando tu carne, subiendo
a la Cruz que le prepararon los hombres y dejándose llevar a la muerte para mostrar
su amor. En estas heridas, te toma; en estas heridas, te esconde. No rechaces su amor”.
La
multitud inmensa de testigos que se dejó atraer por su Amor, es la muchedumbre de
los santos del cielo que no cesan de interceder por nosotros. Eran pecadores y lo
sabían, pero aceptaron no mirar sus heridas y mirar sólo las heridas de su Señor,
para descubrir en ellas la gloria de la Cruz, para descubrir en ellas la victoria
de la Vida sobre la muerte. San Pierre-Julien Eymard lo dijo todo cuando escribió:
“La Santa Eucaristía, es Jesucristo pasado, presente y futuro” (Predicaciones e instrucciones
parroquiales después de 1856, 4-2,1. Sobre la meditación).
Jesucristo
pasado, en la verdad histórica de la tarde en el cenáculo, que se nos recuerda en
toda celebración de la Santa Misa.
Jesucristo presente,
porque nos dice: “Tomad y comed todos, porque esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre”.
“Esto es”, en presente, aquí y ahora, como en todos los aquí y ahora de la historia
de los hombres. Presencia real, presencia que sobrepasa nuestros pobres labios, nuestros
pobres corazones, nuestros pobres pensamientos. Presencia ofrecida a nuestras miradas
como aquí, esta tarde, cerca de la gruta donde María se reveló como Inmaculada Concepción.
La
Eucaristía es también Jesucristo futuro, Jesucristo que viene. Cuando contemplamos
la Hostia Santa, su cuerpo glorioso transfigurado y resucitado, contemplamos lo que
contemplaremos en la eternidad, descubriendo el mundo entero llevado por su Creador
cada segundo de su historia. Cada vez que lo comemos, pero también cada vez que lo
contemplamos, lo anunciamos, hasta que el vuelva, “donec veniat”. Por eso lo recibimos
con infinito respeto.
Algunos de nosotros no pueden
o no pueden todavía recibirlo en el Sacramento, pero pueden contemplarlo con fe y
amor, y manifestar el deseo de poder finalmente unirse a Él. Es un deseo que tiene
gran valor ante Dios: esperan con mayor ardor su vuelta; esperan a Jesucristo, que
debe venir.
Cuando una amiga de Bernadette, el día
después de su Primera Comunión, le preguntó: “¿Cuándo has sido más feliz: en tu Primera
Comunión o en la apariciones?”, Bernadette respondió: “Son dos cosas inseparables,
pero no se pueden comparar. He sido feliz en las dos” (Manuelita Estrade, 4 junio
1958). Su párroco ofreció este testimonio al Obispo de Tarbes acerca de su Primera
Comunión: “Bernadette se comportó con gran recogimiento, con una atención que no dejaba
nada que desear… Aparecía profundamente consciente de la acción santa que estaba llevando
a cabo. Todo sucedió en ella de manera sorprendente”.
Con
Pierre-Julien Eymard y con Bernadette, invocamos el testimonio de tantos y tantos
santos y santas ardientemente enamorados de la Santa Eucaristía. Nicolás Cabasilas
escribió y nos dice esta tarde: “Si Cristo permanece en nosotros, ¿de qué tenemos
necesidad? ¿Qué nos falta? Si permanecemos en Cristo, ¿qué más podemos desear? Es
nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros que estamos en su casa! ¡Qué
gozo ser nosotros mismos la morada de tal huésped!” (La vie en Jésus-Christ, IV,6).
El
Beato Charles de Foucauld nació en 1858, el mismo año de las apariciones de Lourdes.
No lejos de su cuerpo ajado por la muerte, se encuentra, como el grano de trigo caído
en tierra, el viril con el Santísimo Sacramento que el Hermano Charles adoraba cada
día durante largas horas. El Padre de Foucauld nos ofrece la oración desde el hondón
de su alma, plegaria dirigida a nuestro Padre, pero que con Jesús podemos con toda
verdad hacer nuestra ante la Hostia Santa:
«“Padre,
a tus manos encomiendo mi espíritu”. Es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro
Amado… Que sea también la nuestra, que no sea sólo la de nuestro último instante,
sino la de todos nuestros instantes:
“Padre, me pongo
en tus manos; Padre confío en ti; Padre, me entrego a ti; Padre,
haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy las gracias; gracias
por todo; estoy dispuesto a todo, lo acepto todo; te
doy las gracias, con tal de que tu voluntad se cumpla en mí, Dios mío, y
en todas tus criaturas, en todos tus hijos, en todos aquellos que ama tu
corazón. No deseo nada más, Dios mío. Te confío mi alma, te
la doy, Dios mío, con todo el amor de que soy capaz, porque
te amo, y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con
una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre”».
Amados
hermanos y hermanas, peregrinos y habitantes de estos valles, Hermanos Obispos, sacerdotes,
diáconos, religiosos, religiosas, todos vosotros que estáis viendo el infinito anonadamiento
del Hijo de Dios y la gloria infinita de la Resurrección, permaneced en silencio y
adorad a vuestro Señor, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Permaneced en silencio,
después hablad y decid al mundo: no podemos callar lo que sabemos. Id y proclamad
al mundo entero las maravillas de Dios, presente en cada momento de nuestras vidas,
en toda la tierra. Que Dios nos bendiga y nos guarde, que nos conduzca por el camino
de la vida eterna, Él que es la Vida, por los siglos de los siglos. Amén.