En Lourdes el Papa define la procesión de las antorchas como un momento de gran alegría
eclesial, pero también de gran gravedad, en el que “las intenciones que presentamos
subrayan nuestra profunda comunión con todos los que sufren”
Sábado, 13 sep (RV).- A las cuatro y media de la tarde Benedicto XVI ha abandonado
la capital de Francia para dirigirse a Tarbes y desde aquí a Lourdes adonde ha llegado
a las 6 de la tarde. Tras recorrer en auto y a pie las 4 etapas del Jubileo, recorrido
al que está invitado el peregrino en el 150 aniversario de las apariciones de la Virgen
en Lourdes, el Papa ha finalizado esta intensa jornada asistiendo a la procesión con
las antorchas.
Un homenaje a la Virgen, donde miles de antorchas desde la aparición
de la Señora, mantienen iluminada sin cesar, para su gloria, la roca de la aparición.
Al finalizar esta procesión el Papa se ha referido ampliamente a los encuentros entre
Bernardet Soubirous y la Inmaculada Concepción y al rezo del Rosario. Un hecho, ha
dicho Benedicto XVI que confirma el carácter profundamente teocéntrico de la oración
del Rosario.
También en este contexto el Papa ha recordado a Juan Pablo II
y cómo promovió vivamente la oración del Rosario, enriqueciéndolo con la meditación
de los Misterios Luminosos.
En su discurso Benedicto XVI ha definido esta procesión
como un momento de gran alegría eclesial, pero también de gran gravedad: las intenciones
que presentamos subrayan nuestra profunda comunión con todos los que sufren, ha dicho
el Papa. “Pensamos en las víctimas inocentes que padecen la violencia, la guerra,
el terrorismo, la penuria, o que sufren las consecuencias de la injusticia, de las
plagas, de las calamidades, del odio y de la opresión, de la violación de su dignidad
humana y de sus derechos fundamentales, de su libertad de actuar y de pensar. Pensamos
también en quienes tienen arduos problemas familiares o en quienes sufren por el desempleo,
la enfermedad, la discapacidad, la soledad o por su situación de inmigrantes. No quiero
olvidar a los que sufren a causa del nombre de Cristo y que mueren por Él”.
Crónica
DISCURSO
COMPLETO
Querido Monseñor Perrier, Obispo
de Tarbes y Lourdes, Queridos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio, Queridos
peregrinos, queridos hermanos y hermanas
Hace ciento
cincuenta años, el 11 de febrero de 1858, en el lugar llamado la gruta de Massabielle,
apartada del pueblo, una simple muchacha de Lourdes, Bernadette Soubirous, vio una
luz y, en la luz, una mujer joven “hermosa, la más hermosa”. La mujer le habló con
dulzura y bondad, respeto y confianza: “Me hablaba de Usted (narra Bernadette)...
¿Querrá Usted venir aquí durante quince días? (le pregunta la Señora)... Me miró como
una persona que habla a otra persona”. En la conversación, en el diálogo impregnado
de delicadeza, la Señora le encarga transmitir algunos mensajes muy simples sobre
la oración, la penitencia y la conversión. No es de extrañar que María fuera hermosa,
porque, en las apariciones del 25 de marzo de 1858, ella misma revela su nombre de
este modo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Contemplemos
también nosotros a esta Mujer vestida de sol de la que nos habla la Escritura (cf.
Ap 12,1). La Santísima Virgen María, la Mujer gloriosa del Apocalipsis, lleva sobre
su cabeza una corona de doce estrellas que representan las doce tribus de Israel,
todo el pueblo de Dios, toda la comunión de los santos, y a sus pies la Luna, imagen
de la muerte y la mortalidad. María ha dejado atrás la muerte, está completamente
revestida de vida, la vida de su Hijo, Cristo resucitado. Así es signo de la victoria
del amor, de la bondad y de Dios, dando a nuestro mundo la esperanza que necesita.
Volvamos esta noche la mirada hacia María, tan gloriosa y tan humana, dejándola que
nos lleve a Dios que es el vencedor.
Muchos fueron
testigos: el encuentro con el rostro luminoso de Bernadette conmovía los corazones
y las miradas. Tanto durante las apariciones mismas como cuando las contaba, su rostro
era radiante. Bernadette estaba transida ya por la luz de Massabielle. La vida cotidiana
de la familia Soubirous estaba hecha de dolor y miseria, de enfermedad e incomprensión,
de rechazo y pobreza. Aunque no faltara amor y calor en el trato familiar, era difícil
vivir en aquella especie de mazmorra. Sin embargo, las sombras terrenas no impedían
que la luz del cielo brillara. “La luz brilla en la tiniebla” (Jn 1, 5).
Lourdes
es uno de los lugares que Dios ha elegido para reflejar un destello especial de su
belleza, por ello la importancia aquí del símbolo de la luz. Desde la cuarta aparición,
Bernadette, al llegar a la gruta, encendía cada mañana una vela bendecida y la tenía
en la mano izquierda mientras se aparecía la Virgen. Muy pronto, la gente comenzó
a dar a Bernadette una vela para que la pusiera en tierra al fondo de la gruta. Por
eso muy pronto, algunos comenzaron a poner velas en este lugar de luz y de paz. La
misma Madre de Dios hizo saber que le agradaba este homenaje de miles de antorchas
que, desde entonces, mantienen iluminada sin cesar, para su gloria, la roca de la
aparición. Desde entonces, ante la gruta, día y noche, verano e invierno, un enramado
ardiente brilla rodeado de las oraciones de los peregrinos y enfermos, que expresan
sus preocupaciones y necesidades, pero sobre todo su fe y su esperanza.
Al
venir en peregrinación aquí, a Lourdes, queremos entrar, siguiendo a Bernadette, en
esta extraordinaria cercanía entre el cielo y la tierra que nunca ha faltado y que
se consolida sin cesar. Hay que destacar que, durante las apariciones, Bernadette
reza el Rosario bajo la mirada de María, que se une a ella en el momento de la doxología.
Este hecho confirma en realidad el carácter profundamente teocéntrico de la oración
del Rosario. Cuando rezamos el Rosario, María nos ofrece su corazón y su mirada para
contemplar la vida de su Hijo, Jesucristo. Mi venerado Predecesor Juan Pablo II vino
aquí, a Lourdes, en dos ocasiones. Sabemos cuánto se apoyaba su oración en la intercesión
de la Virgen María, tanto en su vida como en su ministerio. Como muchos de sus Predecesores
en la sede de Pedro, también él promovió vivamente la oración del Rosario; lo hizo,
entre otras, de una forma muy singular, enriqueciendo el Santo Rosario con la meditación
de los Misterios Luminosos. Están representados en los nuevos mosaicos de la fachada
de la Basílica inaugurados el año pasado. Como con todos los acontecimientos de la
vida de Cristo que Ella “conservaba meditándolos en su corazón” (cf. Lc 2,19), María
nos hace comprender todas las etapas del ministerio público como parte integrante
de la revelación de la gloria de Dios. Lourdes, tierra de luz, sigue siendo una escuela
para aprender a rezar el Rosario, que inicia al discípulo de Jesús, bajo la mirada
de su Madre, en un diálogo cordial y verdadero con su Maestro. Por boca
de Bernadette, oímos a la Virgen María que nos pide venir aquí en procesión para orar
con fervor y sencillez. La procesión de las antorchas hace presente ante nuestros
ojos de carne el misterio de la oración: en la comunión de la Iglesia, que une a los
elegidos del cielo y a los peregrinos de la tierra, la luz brota del diálogo entre
el hombre y su Señor, y se abre un camino luminoso en la historia humana, incluidos
sus momentos más oscuros. Esta procesión es un momento de gran alegría eclesial, pero
también de gravedad: las intenciones que presentamos subrayan nuestra profunda comunión
con todos los que sufren. Pensamos en las víctimas inocentes que padecen la violencia,
la guerra, el terrorismo, la penuria, o que sufren las consecuencias de la injusticia,
de las plagas, de las calamidades, del odio y de la opresión, de la violación de su
dignidad humana y de sus derechos fundamentales, de su libertad de actuar y de pensar.
Pensamos también en quienes tienen arduos problemas familiares o en quienes sufren
por el desempleo, la enfermedad, la discapacidad, la soledad o por su situación de
inmigrantes. No quiero olvidar a los que sufren a causa del nombre de Cristo y que
mueren por Él.
María nos enseña a orar, a hacer
de nuestra plegaria un acto de amor a Dios y de caridad fraterna. Al orar con María,
nuestro corazón acoge a los que sufren. ¿Cómo es posible que nuestra vida no se transforme
de inmediato? ¿Cómo nuestro ser y nuestra vida entera pueden dejar de convertirse
en lugar de hospitalidad para nuestro prójimo? Lourdes es un lugar de luz, porque
es un lugar de comunión, esperanza y conversión.
Al
caer la noche, hoy Jesús nos dice: “Tened encendidas vuestras lámparas” (cf. Lc 12,35);
la lámpara de la fe, de la oración, de la esperanza y del amor. El gesto de caminar
de noche llevando la luz, habla con fuerza a nuestra intimidad más honda, toca nuestro
corazón y es más elocuente que cualquier palabra dicha u oída. El gesto resume por
sí solo nuestra condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la vez,
estamos llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos, nos impide proponernos como
guía para nuestros hermanos, y nos lleva a desconfiar de ellos para dejarnos guiar.
Necesitamos ser iluminados y repetimos la súplica del ciego Bartimeo: “Maestro, que
pueda ver” (Mc 10, 51). Haz que vea el pecado que me encadena, pero sobre todo, Señor,
que vea tu gloria. Sabemos que nuestra oración ya ha sido escuchada y damos gracias
porque, como dice San Pablo en su Carta a los Efesios, “Cristo será tu luz” (Ef 5,14),
y San Pedro y añade: “[Dios] os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz
maravillosa” (1 P 2,9).
A nosotros, que no somos
la luz, Cristo puede decirnos a partir de ahora: “Vosotros sois la luz del mundo”
(Mt 5,14), encomendándonos la tarea de hacer brillar la luz de la caridad. Como escribe
el Apóstol san Juan: “El que ama a su hermano, permanece en la luz, y no hay nada
que lo haga caer” (1 Jn 2,10). Vivir el amor cristiano es al mismo tiempo hacer entrar
en el mundo la luz de Dios e indicar su verdadero origen. Así lo dice San León Magno:
“En efecto, todo el que vive pía y castamente en la Iglesia, que aspira a las cosas
de lo alto y no a las de la tierra (cf. Col 3,2), es en cierto modo como la luz celeste;
en cuanto observa él mismo el fulgor de una vida santa, muestra a muchos, como una
estrella, el camino hacia Dios” (Sermón III, 5).
En
este santuario de Lourdes al que vuelven sus ojos los cristianos de todo el mundo
desde que la Virgen María hizo brillar la esperanza y el amor al dar el primer puesto
a los enfermos, los pobres y los pequeños, se nos invita a descubrir la sencillez
de nuestra vocación: Basta con amar.
Mañana, la
celebración de la Exaltación de la Santa Cruz nos hará entrar precisamente en el corazón
de este misterio. En esta vigilia, nuestra mirada se dirige hacia el signo de la Nueva
Alianza en la que converge toda la vida de Jesús. La Cruz constituye el supremo y
perfecto acto de amor de Jesús, que da la vida por sus amigos. “Así tiene que ser
elevado el Hijo del hombre, para que todo el cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,
14-15). Anunciada ya en los Cantos del Siervo de Dios, la muerte
de Jesús es una muerte que se convierte en luz para los pueblos; una muerte que, en
relación con la liturgia de expiación, trae la reconciliación, la muerte que marca
el fin de la muerte. Desde entonces, la Cruz es signo de esperanza, el estandarte
de la victoria de Jesús “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único,
para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn
3,16). Toda nuestra vida recibe luz, fuerza y esperanza por la Cruz. Por ella se revela
toda la hondura de amor que encierra el designio original del Creador; por ella, todo
es sanado y llevado a su plenitud. Por eso la vida en la fe en Cristo muerto y resucitado
se convierte en luz.
Las apariciones estuvieron
rodeadas por la luz y Dios ha querido encender en la mirada de Bernadette una llama
que ha convertido innumerables corazones. ¿Cuántos vienen aquí para ver, esperando
quizás secretamente recibir alguna gracia; después, en el camino de regreso, habiendo
hecho una experiencia espiritual de vida auténticamente eclesial, vuelven su mirada
a Dios, a los otros y a sí mismos. Les llena una pequeña llama con el nombre de esperanza,
compasión, ternura. El encuentro discreto con Bernadette y la Virgen María puede cambiar
una vida, pues están presentes en este lugar de Massabielle para llevarnos a Cristo
que es nuestra vida, nuestra fuerza y nuestra luz. Que la Virgen María y Santa Bernadette
os ayuden a vivir como hijos de la luz para ser testigos cada día en vuestra vida
de que Cristo es nuestra luz, nuestra esperanza y nuestra vida.