Jueves 28 ago (RV).– Recordar este año a San Agustín conlleva el hacer lo propio con
el Apóstol san Pablo: en clave paulina sería tanto, pues, como traer memoria del Apóstol
de las Gentes a la luz del obispo de Hipona. Dada su condición de patrólogo y especialista
en san Agustín, el P. Pedro Langa, analiza estas dos figuras colosales de nuestra
fe que se ajuste al marco de celebraciones jubilares.
“Oí decir
una vez que si se organizaran unas hipotéticas olimpiadas interreligiosas, la Iglesia
católica concurriría a dichos «juegos» con dos atletas de primerísima línea: San Pablo
y San Agustín. Sea de ello lo que fuere, es indudable que se trata de dos figuras
colosales de nuestra fe, como usted ha dicho.
Tienen tanto de común, que muchas
especialistas no encuentran reparo alguno a la hora de ver en uno y otro a dos almas
gemelas. Parecidas hasta en la conversión, por más que ésta presente a mi entender
también notables diferencias. Y es que la conversión de San Pablo es fulgurante, instantánea,
con un desenlace verticalista. La de san Agustín, en cambio, discurre trabajosa, lenta,
mediante un desenlace horizontal de puro discurrir primero por las vías de la inteligencia
para terminar adentrándose de lleno en las del corazón. Cabalmente San Pablo le llega
a San Agustín en el instante mismo de dar el paso definitivo con providencial acento
puesto en la Comunidad de Roma: «Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias
y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo
y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 13; Conf.
8,12, 29).
Claro es que San Pablo había sido punto de referencia de San Agustín
mucho antes de que éste se convirtiese a la Iglesia católica, puesto que el futuro
Santo Padre de la Iglesia, en contra de lo que a veces, equivocadamente desde luego,
se dice por ahí, no hubo de convertirse a Cristo, ya que de Cristo nunca se apartó.
Su conversión, en realidad, fue más bien a la Iglesia católica. Diré aún más: a la
vida religiosa dentro de la Iglesia católica. Cuando cayó incauto y desaprensivo en
las garras maniqueas, lo hizo ansioso de encontrar en la Secta al verdadero Cristo.
Fue dentro de los seguidores de Manes, imbuidos ellos de exégesis gnóstica, donde
manejó, con exégesis equívoca y de modo erróneo, por supuesto, las Sagradas Escrituras
y, en ellas, al propio San Pablo. Libre del error, por contra, y frecuentando ya la
lectura de los neoplatónicos, es cuando el Apóstol de las Gentes vuelve por sus fueros
al alma de Agustín, pero esta vez sin los prejuicios maniqueos de meses atrás.
Su
testimonio en su obra Contra los académicos lo confirma: «Y miré como de paso
–así lo confieso (dice)- aquella religión que, siendo niño, me había sido profundamente
impresa en mi ánimo, y, si bien inconscientemente, me sentía arrebatado hacia ella.
Así titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el libro del apóstol San Pablo […]. Y lo
leí todo entero con mucha atención y piedad» (C. acad. 2, 2,5). Este precioso
testimonio autobiográfico lo completa el autor de las Confesiones cuando escribe:
«Así pues, con toda avidez, cogí las Escrituras venerables de tu Espíritu, con preferencia
el apóstol Pablo, y fueron desvaneciéndose todos aquellos problemas en que a veces
me parecía descubrir contradicciones e incoherencias entre sus palabras y el testimonio
de la Ley y de los profetas» (Conf. 7,21, 27).
Esta lectura de Pablo
tuvo para el Genio de África consecuencias considerables: el Apóstol de las Gentes
será en adelante el maestro incomparable y piloto seguro del nauta hiponense a la
hora de pensar y hablar; el criterio del supremo recurso en casos de oscuridades
o de los escándalos de la Escritura. San Agustín encontró en las Epístolas paulinas
dos vértices de respuesta, el uno frente a los maniqueos, con quienes había manejado
las Escrituras, a quienes ahora, ya, les dirá: no hay desacuerdo entre el Antiguo
y el Nuevo Testamento; el otro, contra los platónicos, con tantas verdades aprovechables
en el camino del bien, pero inseguros y nocivos en otras, a los que opondrá como tesis
cristológica nodular ésta: el camino de la salvación es el de la humildad de Jesucristo.
De allí a poco llegará la conversión antedicha, su paso a la vida ascética y religiosa
dentro de la Iglesia católica. Desde entonces será San Pablo el faro luminoso de Agustín
en controversias, lecturas, escritos y ministerio pastoral.
El Apóstol de
las Gentes, así, encontrará en su aventajado discípulo africano, una voz más expansiva
todavía, si cabe, más sonora, hecha pensamiento y armónica resonancia de toda la teología
occidental. El Pastor de almas Agustín de Hipona predicará y escribirá con inconfundible
acento paulino según las controversias, arriana, maniquea, donatista y pelagiana lo
demanden; según su escritorio y su cátedra se lo pidan. El estilo paulino, concluyendo,
brillará con singular resplandor en el hijo de Santa Mónica, en San Agustín de Hipona,
Padre y Doctor de la Iglesia católica”.