Santa Misa de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud en el hipódromo de Randwick.
Omilia del Santo Padre (extractos)
Queridos amigos
«Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis
fuerza» (Hch 1,8). Hemos visto cumplida esta promesa. En el día de Pentecostés, como
hemos escuchado en la primera lectura, el Señor resucitado, sentado a la derecha del
Padre, envió el Espíritu Santo a sus discípulos reunidos en el cenáculo. Por la fuerza
de este Espíritu, Pedro y los Apóstoles fueron a predicar el Evangelio hasta los confines
de la tierra. En cada época y en cada lengua, la Iglesia continúa proclamando en todo
el mundo las maravillas de Dios e invita a todas las naciones y pueblos a la fe, a
la esperanza y a la vida nueva en Cristo.
(…) Oro para que esta gran asamblea,
que congrega a jóvenes de «todas las naciones de la tierra» (Hch 2,5), se transforme
en un nuevo cenáculo. Que el fuego del amor de Dios descienda y llene vuestros corazones
para uniros cada vez más al Señor y a su Iglesia y enviaros, como nueva generación
de Apóstoles, a llevar a Cristo al mundo.
(…) En efecto el Espíritu Santo
desciende nuevamente en cada Misa, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia,
no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre
del Señor, sino también para transformar nuestras vidas, para hacer de nosotros, con
su fuerza, «un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo».
Pero, ¿qué es este
«poder» del Espíritu Santo? Es el poder de la vida de Dios. Es el poder del mismo
Espíritu que se cernía sobre las aguas en el alba de la creación y que, en la plenitud
de los tiempos, levantó a Jesús de la muerte. Es el poder que nos conduce, a nosotros
y a nuestro mundo, hacia la llegada del Reino de Dios. En el Evangelio de hoy, Jesús
anuncia que ha comenzado una nueva era, en la cual el Espíritu Santo será derramado
sobre toda la humanidad (cf. Lc 4,21). Él mismo, concebido por obra del Espíritu Santo
y nacido de la Virgen María, vino entre nosotros para traernos este Espíritu. Como
fuente de nuestra vida nueva en Cristo, el Espíritu Santo es también, de un modo muy
verdadero, el alma de la Iglesia, el amor que nos une al Señor y entre nosotros y
la luz que abre nuestros ojos para ver las maravillas de la gracia de Dios que nos
rodean.
Aquí en Australia, esta «gran tierra meridional del Espíritu Santo»,
todos nosotros hemos tenido una experiencia inolvidable de la presencia y del poder
del Espíritu en la belleza de la naturaleza. (…) También aquí, en esta gran asamblea
de jóvenes cristianos provenientes de todo el mundo, hemos tenido una experiencia
elocuente de la presencia y de la fuerza del Espíritu en la vida de la Iglesia. Hemos
visto la Iglesia como es verdaderamente: Cuerpo de Cristo, comunidad viva de amor,
en la que hay gente de toda raza, nación y lengua, de cualquier edad y lugar, en la
unidad nacida de nuestra fe en el Señor resucitado.
La fuerza del Espíritu
Santo jamás cesa de llenar de vida a la Iglesia. (…) Sin embargo, esta fuerza,
la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos
sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando
le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra
de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo
con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra
imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la
oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante
el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta
es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu
que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial.
En la potencia de su Espíritu, Jesús está siempre presente en nuestros corazones,
esperando serenamente que nos dispongamos en el silencio junto a Él para sentir su
voz, permanecer en su amor y recibir «la fuerza que proviene de lo alto», una fuerza
que nos permite ser sal y luz para nuestro mundo.
(…) Queridos jóvenes, permitidme
que os haga una pregunta. ¿Qué dejaréis vosotros a la próxima generación? ¿Estáis
construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará?
¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo
que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad?
¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la «fuerza» que el Espíritu Santo
está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes
que os sucederán? ¿Qué os distinguirá?
La fuerza del Espíritu Santo no sólo
nos ilumina y nos consuela. Nos encamina hacia el futuro, hacia la venida del Reino
de Dios. ¡Qué visión magnífica de una humanidad redimida y renovada descubrimos en
la nueva era prometida por el Evangelio de hoy! (…) La efusión del Espíritu de Cristo
sobre la humanidad es prenda de esperanza y de liberación contra todo aquello que
nos empobrece. Dicha efusión ofrece de nuevo la vista al ciego, libera a los oprimidos
y genera unidad en y con la diversidad (cf. Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Esta fuerza puede
crear un mundo nuevo: puede «renovar la faz de la tierra» (cf. Sal 104,30).
Fortalecida
por el Espíritu y provista de una rica visión de fe, una nueva generación de cristianos
está invitada a contribuir a la edificación de un mundo en el que la vida sea acogida,
respetada y cuidada amorosamente, no rechazada o temida como una amenaza y por ello
destruida. Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro,
fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor
que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza
nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas
y envenena las relaciones humanas. Queridos jóvenes amigos, el Señor os está pidiendo
ser profetas de esta nueva era, mensajeros de su amor, capaces de atraer a la gente
hacia el Padre y de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad.
El
mundo tiene necesidad de esta renovación. En muchas de nuestras sociedades, junto
a la prosperidad material, se está expandiendo el desierto espiritual: un vacío interior,
un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación. ¿Cuántos de nuestros semejantes
han cavado aljibes agrietados y vacíos (cf. Jr 2,13) en una búsqueda desesperada de
significado, de ese significado último que sólo puede ofrecer el amor? Éste es el
don grande y liberador que el Evangelio lleva consigo: él revela nuestra dignidad
de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios. Revela la llamada sublime
de la humanidad, que es la de encontrar la propia plenitud en el amor. Él revela la
verdad sobre el hombre, la verdad sobre la vida.
También la Iglesia tiene
necesidad de renovación. Tiene necesidad de vuestra fe, vuestro idealismo y vuestra
generosidad, para poder ser siempre joven en el Espíritu. (…) La Iglesia tiene especialmente
necesidad del don de los jóvenes, de todos los jóvenes. Tiene necesidad de crecer
en la fuerza del Espíritu que también ahora os infunde gozo a vosotros, jóvenes, y
os anima a servir al Señor con alegría. Abrid vuestro corazón a esta fuerza. Dirijo
esta invitación de modo especial a los que el Señor llama a la vida sacerdotal y consagrada.
No tengáis miedo de decir vuestro «sí» a Jesús
(…)¿Qué significa recibir la
«sello» del Espíritu Santo? Significa ser marcados indeleblemente, inalterablemente
cambiados, significa ser nuevas criaturas. Para los que han recibido este don, ya
nada puede ser lo mismo. Estar «bautizados» en el Espíritu significa estar enardecidos
por el amor de Dios. Haber «bebido» del Espíritu (cf. 1 Co 12,13) significa haber
sido refrescados por la belleza del designio de Dios para nosotros y para el mundo,
y llegar a ser nosotros mismos una fuente de frescor para los otros. Ser «sellados
con el Espíritu» significa además no tener miedo de defender a Cristo, dejando que
la verdad del Evangelio impregne nuestro modo de ver, pensar y actuar, mientras trabajamos
por el triunfo de la civilización del amor. (…)
Queridos jóvenes, en Cristo
se cumplen todas las promesas de salvación verdadera para la humanidad. Él tiene para
cada uno de vosotros un proyecto de amor en el que se encuentra el sentido y la plenitud
de la vida, y espera de todos vosotros que hagáis fructificar los dones que os ha
dado, siendo sus testigos de palabra y con el propio ejemplo. No lo defraudéis.
La
versión integral del discurso del Santo Padre sera publicada en el sitio Internet
de la Santa Sede www.vatican.va y en el Osservatore Romano