Vigilia con los jóvenes en el hipódromo de Randwick. Discurso del Santo Padre (extractos)
Queridos jóvenes
Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de
Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y
hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo»
(Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció antes de
su ascensión al cielo. Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar
a ser testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su presencia
vivificante en nuestra vida. No es fácil. Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano
es una ofrenda a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación
de Dios se debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen,
o el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la explotación
o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad contemporánea sufre un proceso de
fragmentación por culpa de un modo de pensar que por su naturaleza tiene una visión
reducida, porque descuida completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre
Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro
en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de vivir y de
crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.
La unidad y la reconciliación
no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el
otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad
que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales
como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una
comunidad «perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia
hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las debilidades y los
fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.
Estos
intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar al Espíritu Santo
de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro
la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu. . Lamentablemente,
la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan de su comunidad local como
si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo
a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente
de Espíritu.
La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos
esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir
a cualquier tentación de darnos media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer
a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida
y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un
conocimiento más profundo.Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, a través
de las disonancias y las divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde
el niño abandonado en un campo de Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre
angustiado en un barrio periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo
de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento, pertenencia,
unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso
en la comunión, de estar edificado y ser guiado a la verdad? El Espíritu Santo. Éste
es su papel: realizar la obra de Cristo. Enriquecidos con los dones del Espíritu,
tendréis la fuerza de ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía,
de la precariedad fugaz, para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.
De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón
mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto mayor será
nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la
vida de Dios uno y trino.
Esta participación en la naturaleza misma de Dios
(cf. 2 P 1, 4) tiene lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de
la vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay
momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción
fuera de Dios. Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos
(cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con nosotros en la vida real,
no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no huir de ella: esto es lo que buscamos.
Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero también con determinación, nos atrae
hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la
comunión con la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos,
la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos
parece algo fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis
padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí pronto que
hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el centro de la fe y de la
vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios
Padre y de Dios Hijo –los nombres ya significaban mucho– mi comprensión de la tercera
Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado
de enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en la
historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.
Y, con todo, su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar
su fuente en la vida de Dios uno y trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre
el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como
comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas tres intuiciones
no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. Nos ayudan
a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro
testimonio, en un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren
con frecuencia la ausencia de unidad y de cohesión.
Por eso, con la ayuda
de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín
señala que las dos palabras «Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a
la naturaleza divina; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el
Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de
ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad
peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad
de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el Hijo que se dan
el uno al otro. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre relaciones que
nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y tampoco la unidad es simplemente
la suma total de los grupos mediante los cuales intentamos a veces «definirnos»
a nosotros mismos. encia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente
en el servicio de los unos a los otros.
La segunda intuición de Agustín, es
decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, se desprende del estudio que hizo
sobre la Primera Carta de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios
es amor» (1 Jn 4, 16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse
a la Trinidad en su conjunto, se han de entender también como expresión de una característica
particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza permanente del amor,
«quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), Agustín
se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? La conclusión
a la que llega es ésta: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros;
pero es el amor el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De
Trinitate 15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como
amor en el Espíritu Santo. De nuevo, queridos amigos, podemos echar una mirada a lo
que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que
supera el miedo de la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero
que nos introduce en una unidad que permanece.
Agustín deduce la tercera intuición,
el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre una escena evangélica que todos
conocemos y que nos atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús
se revela aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después
explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu
es «el don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que
sacia de verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación,
Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo
(cf. DeTrinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más echamos un vistazo
sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente;
al igual que una fuente perenne, él se ofrece nada menos que a sí mismo. Queridos
jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien realiza la maravillosa comunión
de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez,
él actúa ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín,
haced que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro
desafío y el amor que se entrega vuestra misión.
Este mismo don del
Espíritu Santo será mañana comunicado solemnemente a los candidatos a la Confirmación.
Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo
y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu
santo temor». Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que nosotros hacemos,
sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas
pueden hacer mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la
vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?
Los dones
del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y definen nuestro testimonio.
Los dones del Espíritu, orientados por su naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía
más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11),
permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef
4, 13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en
las parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la escuela,
en las capellanías universitarias o en otras organizaciones católicas. Me siento
muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el autor de las
obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones
os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el mismo camino con toda la humanidad,
vosotros estáis llamados a vivir los dones del Espíritu entre los altibajos de la
vida cotidiana. Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte,
la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos,
para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva,
la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente
vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor
de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar
vuestras familias, las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría,
la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.
Y
ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio
y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando
tenía precisamente veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón».
Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.
La versión integral
del discurso del Santo Padre sera publicada en el sitio Internet de la Santa Sede
www.vatican.va y en el Osservatore Romano