Encuentro ecuménico en la cripta de la catedral de Santa María. Discurso del Santo
Padre (extractos)
Queridos hermanos y hermanas en Cristo
Doy gracias a Dios fervientemente por
la oportunidad de encontraros y de orar junto con vosotros, que habéis llegado aquí
en representación de varias comunidades cristianas en Australia. (…)
Australia
es un País marcado por gran diversidad étnica y religiosa. Los inmigrantes llegan
a las costas de esta majestuosa tierra con la esperanza de encontrar en ella felicidad
y buenas oportunidades de trabajo. La vuestra es también una Nación que reconoce la
importancia de la libertad religiosa. Éste es un derecho fundamental que, si se respeta,
permite a los ciudadanos de actuar en base a valores arraigados en sus convicciones
más profundas, contribuyendo así al bienestar de toda la sociedad. De este modo, los
cristianos contribuyen, junto con los miembros de las otras religiones, a la promoción
de la dignidad humana y la amistad entre las naciones.
A los australianos
les gusta la discusión franca y cordial. Eso ha proporcionado un buen servicio al
movimiento ecuménico. Un ejemplo puede ser el Acuerdo firmado en 2004 por los miembros
del Consejo Nacional de las Iglesias en Australia. Este documento reconoce un compromiso
común, indica objetivos, declara puntos de convergencia, sin pasar apresuradamente
por encima de las diferencias. Un planteamiento como éste no sólo demuestra que es
posible encontrar resoluciones concretas para una colaboración fructuosa en el presente,
sino también que necesitamos proseguir pacientes discusiones sobre los puntos teológicos
de divergencia. Es de desear que las deliberaciones, que haréis en el Consejo de las
Iglesias y en otros foros locales, se vean alentadas por los resultados que ya habéis
alcanzado.
(…) El camino del ecumenismo tiende, en definitiva, a una celebración
común de la Eucaristía (cf. Ut unum sint, 23-24;45), que Cristo ha confiado a sus
Apóstoles como el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia. Aunque hay
todavía obstáculos que superar, podemos estar seguros de que un día una Eucaristía
común subrayará nuestra decisión de amarnos y servirnos unos a otros a imitación de
nuestro Señor. En efecto, el mandamiento de Jesús de «hacer esto en conmemoración
mía» (Lc 22,19), está intrínsecamente ordenado a su indicación de «lavaros los pies
unos a otros» (Jn 13,14). Por esta razón un sincero diálogo sobre el lugar que tiene
la Eucaristía –estimulado por un renovado y atento estudio de la Escritura, de los
escritos patrísticos y de los documentos de los dos milenios de la historia cristiana
(cf. Ut unum sint, 69-70)– favorecerá indudablemente llevar adelante el movimiento
ecuménico y unificar nuestro testimonio ante del mundo.
(…) Hemos de estar
en guardia contra toda tentación de considerar la doctrina como fuente de división
y, por tanto, como impedimento de lo que parece ser la tarea más urgente e inmediata
para mejorar el mundo en el que vivimos. (…) Cuanto más asiduamente nos dedicamos
a lograr una comprensión común de los misterios divinos, tanto más elocuentemente
nuestras obras de caridad hablarán de la inmensa bondad de Dios y de su amor por todos.
San Agustín expresó la interconexión entre el don del conocimiento y la virtud de
la caridad cuando escribió que la mente retorna a Dios a través del amor (cf. De moribus
Ecclesiae catholicae, XII,21), y que dondequiera que se ve la caridad, se ve la Trinidad
(cf. De Trinitate, 8,8,12).
Por esta razón, el diálogo ecuménico no solamente
avanza mediante un cambio de ideas, sino compartiendo dones que nos enriquecen mutuamente
(cf. Ut unum sint, 28;57). Una «idea» está orientada al logro de la verdad; un «don»
expresa el amor. Ambos son esenciales para el diálogo. Abrirnos nosotros mismos a
aceptar dones espirituales de otros cristianos estimula nuestra capacidad de percibir
la luz de la verdad que viene del Espíritu Santo. (…)
Cada elemento de la estructura
de la Iglesia es importante; pero todos vacilarían y se derrumbarían sin la piedra
angular que es Cristo. Como «conciudadanos» de esta «casa de Dios», los cristianos
tienen que actuar juntos a fin de que el edificio permanezca firme, de modo que otras
personas se sientan atraídas a entrar y a descubrir los abundantes tesoros de gracia
que hay en su interior. Al promover los valores cristianos, no debemos olvidar de
proclamar su fuente, dando testimonio común de Jesucristo, el Señor. Él es quien ha
confiado la misión a los «apóstoles», es Él del que han hablado los «profetas», y
es Él al que nosotros ofrecemos al mundo.
(…) Confío que el Espíritu abra
nuestros ojos para ver los dones espirituales de los otros, abra nuestros corazones
para recibir su fuerza y abra de par en par nuestras mentes para acoger la luz de
la verdad de Cristo. (…)