Benedicto XVI resalta el momento crítico del movimiento ecuménico y exhorta a estar
en guardia contra toda tentación de considerar la doctrina como fuente de división
y tener la valentía de afrontarla en aquello que nos divide
Viernes, 18 jul (RV).- Los encuentros públicos del Santo Padre han comenzado el viernes
con el ecuménico en la cripta de la Catedral de Santa María donde le esperaban los
representantes de las iglesias cristianas, presentes en Australia. El Papa - que
ha recordado el acuerdo firmado en el año 2004 por el Consejo nacional de las Iglesias
en el que se alcanzaron puntos de convergencia respetando las diferencias - ha dicho
que “el camino del Ecumenismo comienza desde el Bautismo pero mira hacia una común
celebración de la Eucaristía, sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia.
“Por esta razón un sincero diálogo concerniente a la Eucaristía, impulsará
el movimiento ecuménico y a unificar nuestro testimonio ante el mundo: el Papa no
ha escondido que el movimiento ecuménico ha llegado a un punto crítico. Solamente
la práctica no es suficiente para la unidad de los cristianos, “debemos estar en guardia
contra toda tentación de considerar la doctrina como fuente de división” y tener la
valentía de afrontarla en aquello que nos divide.
DISCURSO COMPLETO
Queridos
hermanos y hermanas en Cristo
Doy gracias a Dios
fervientemente por la oportunidad de encontraros y de orar junto con vosotros, que
habéis llegado aquí en representación de varias comunidades cristianas en Australia.
Agradecido por las cordiales palabras de bienvenida del Obispo Forsyth y del Cardenal
Pell, con sentimientos de alegría os saludo en el nombre del Señor Jesús «la piedra
angular» de la «casa de Dios» (cf. Ef 2,19-20). Deseo enviar un saludo particular
al Cardenal Edward Cassidy, Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Promoción
de la unidad de los Cristianos, que no ha podido estar hoy con nosotros a causa de
su delicada salud. Recuerdo con gratitud su decidido compromiso de promover la comprensión
recíproca entre todos los cristianos y quisiera invitaros a todos a uniros conmigo
en la oración por su pronto restablecimiento.
Australia
es un País marcado por gran diversidad étnica y religiosa. Los inmigrantes llegan
a las costas de esta majestuosa tierra con la esperanza de encontrar en ella felicidad
y buenas oportunidades de trabajo. La vuestra es también una Nación que reconoce la
importancia de la libertad religiosa. Éste es un derecho fundamental que, si se respeta,
permite a los ciudadanos de actuar en base a valores arraigados en sus convicciones
más profundas, contribuyendo así al bienestar de toda la sociedad. De este modo, los
cristianos contribuyen, junto con los miembros de las otras religiones, a la promoción
de la dignidad humana y la amistad entre las naciones.
A
los australianos les gusta la discusión franca y cordial. Eso ha proporcionado un
buen servicio al movimiento ecuménico. Un ejemplo puede ser el Acuerdo firmado en
2004 por los miembros del Consejo Nacional de las Iglesias en Australia. Este documento
reconoce un compromiso común, indica objetivos, declara puntos de convergencia, sin
pasar apresuradamente por encima de las diferencias. Un planteamiento como éste no
sólo demuestra que es posible encontrar resoluciones concretas para una colaboración
fructuosa en el presente, sino también que necesitamos proseguir pacientes discusiones
sobre los puntos teológicos de divergencia. Es de desear que las deliberaciones, que
haréis en el Consejo de las Iglesias y en otros foros locales, se vean alentadas por
los resultados que ya habéis alcanzado.
Este año
celebramos el segundo milenario del nacimiento de San Pablo, trabajador incansable
en favor de la unidad en la Iglesia primitiva. En el pasaje de la Escritura que acabamos
de escuchar, Pablo nos recuerda la inmensa gracia que hemos recibido al convertirnos
en miembros del cuerpo de Cristo mediante el Bautismo. Este Sacramento, que es la
puerta de entrada en la Iglesia y el «vínculo de unidad» para cuantos han renacido
gracias a él (cf. Unitatis redintegratio, 22), es consiguientemente el punto de partida
de todo el movimiento ecuménico. Pero no es el destino final. El camino del ecumenismo
tiende, en definitiva, a una celebración común de la Eucaristía (cf. Ut unum sint,
23-24;45), que Cristo ha confiado a sus Apóstoles como el Sacramento por excelencia
de la unidad de la Iglesia. Aunque hay todavía obstáculos que superar, podemos estar
seguros de que un día una Eucaristía común subrayará nuestra decisión de amarnos y
servirnos unos a otros a imitación de nuestro Señor. En efecto, el mandamiento de
Jesús de «hacer esto en conmemoración mía» (Lc 22,19), está intrínsecamente ordenado
a su indicación de «lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). Por esta razón un sincero
diálogo sobre el lugar que tiene la Eucaristía –estimulado por un renovado y atento
estudio de la Escritura, de los escritos patrísticos y de los documentos de los dos
milenios de la historia cristiana (cf. Ut unum sint, 69-70)– favorecerá indudablemente
llevar adelante el movimiento ecuménico y unificar nuestro testimonio ante del mundo.
Queridos amigos en Cristo, creo que estaréis de
acuerdo en considerar que el movimiento ecuménico ha llegado a un punto crítico. Para
avanzar hemos de pedir continuamente a Dios que renueve nuestras mentes con la gracia
del Espíritu Santo (cf. Rm 12,2), que nos habla por medio de las Escrituras y nos
conduce a la verdad completa (cf. 2 P 1,20-21; Jn 16,13). Hemos de estar en guardia
contra toda tentación de considerar la doctrina como fuente de división y, por tanto,
como impedimento de lo que parece ser la tarea más urgente e inmediata para mejorar
el mundo en el que vivimos. En realidad, la historia de la Iglesia demuestra que la
praxis no sólo es inseparable de la didaché, de la enseñanza, sino que deriva de ella.
Cuanto más asiduamente nos dedicamos a lograr una comprensión común de los misterios
divinos, tanto más elocuentemente nuestras obras de caridad hablarán de la inmensa
bondad de Dios y de su amor por todos. San Agustín expresó la interconexión entre
el don del conocimiento y la virtud de la caridad cuando escribió que la mente retorna
a Dios a través del amor (cf. De moribus Ecclesiae catholicae, XII,21), y que dondequiera
que se ve la caridad, se ve la Trinidad (cf. De Trinitate, 8,8,12).
Por
esta razón, el diálogo ecuménico no solamente avanza mediante un cambio de ideas,
sino compartiendo dones que nos enriquecen mutuamente (cf. Ut unum sint, 28;57). Una
«idea» está orientada al logro de la verdad; un «don» expresa el amor. Ambos son esenciales
para el diálogo. Abrirnos nosotros mismos a aceptar dones espirituales de otros cristianos
estimula nuestra capacidad de percibir la luz de la verdad que viene del Espíritu
Santo. San Pablo enseña que en la koinonia de la Iglesia es donde nosotros tenemos
acceso a la verdad del Evangelio y los medios para defenderla, porque la Iglesia está
edificada «sobre el fundamento de los Apóstoles y los Profetas», teniendo a Jesús
mismo como piedra angular (Ef 2,20).
En esta perspectiva
podemos tomar en consideración quizás las imágenes bíblicas complementarias de «cuerpo»
y de «templo», usadas para describir la Iglesia. Al emplear la imagen del cuerpo (cf.
1 Co 12,12-31), Pablo llama la atención sobre la unidad orgánica y sobre la diversidad
que permite a la Iglesia respirar y crecer. Pero igualmente significativa es la imagen
de un templo sólido y bien estructurado, compuesto de piedras vivas, que se apoyan
sobre un fundamento seguro. Jesús mismo aplica a sí, en perfecta unidad, estas imágenes
de «cuerpo» y de «templo» (cf. Jn 2,21-22; Lc 23,45; Ap 21,22).
Cada
elemento de la estructura de la Iglesia es importante; pero todos vacilarían y se
derrumbarían sin la piedra angular que es Cristo. Como «conciudadanos» de esta «casa
de Dios», los cristianos tienen que actuar juntos a fin de que el edificio permanezca
firme, de modo que otras personas se sientan atraídas a entrar y a descubrir los abundantes
tesoros de gracia que hay en su interior. Al promover los valores cristianos, no debemos
olvidar de proclamar su fuente, dando testimonio común de Jesucristo, el Señor. Él
es quien ha confiado la misión a los «apóstoles», es Él del que han hablado los «profetas»,
y es Él al que nosotros ofrecemos al mundo.
Queridos
amigos, vuestra presencia hoy aquí me llena de la ardiente esperanza de que, continuando
juntos en el arduo camino hacia la plena unidad, tendremos la fuerza de ofrecer un
testimonio común de Cristo. Pablo habla de la importancia de los profetas en la Iglesia
de los inicios; también nosotros hemos recibido una llamada profética mediante el
Bautismo. Confío que el Espíritu abra nuestros ojos para ver los dones espirituales
de los otros, abra nuestros corazones para recibir su fuerza y abra de par en par
nuestras mentes para acoger la luz de la verdad de Cristo. Expreso mi viva gratitud
a cada uno de vosotros por el compromiso de tiempo, enseñanza y talento que habéis
prodigado al servicio de «un sólo cuerpo y un sólo espíritu» (Ef 4,4; cf. 1 Co 12,13)
que el Señor ha querido para su pueblo y por el que ha dado su propia vida. Gloria
y poder para Él por los siglos de los siglos. Amén.