Jueves,
3 jul.- Reflexionando en estos días sobre el sentido de la Iglesia, a propósito de
la festividad de San Pedro y San Pablo, el pensamiento se orientaba justamente a la
frase del Maestro a su discípulo: “… sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, una
piedra que puede significar fortaleza, cimientos, autenticidad, principio.
Y
es justamente sobre estos elementos fundamentales que se origina, se crea, se constituye
una comunidad real, una persona, una verdad. Pero cuando uno traslada estos principios
a nuestra vida cotidiana las cosas cambian porque todo tiene a disfrazarse según la
estética actual, la moda, los estigmas, etc.
Vivimos en la era del "parecer".
Hay que parecer jóvenes, parecer atractivos, parecer bellas, parecer buenas personas.
Es decir, se impuso la cultura de la imagen en la que lo que más cuenta es la apariencia.
Así lo señala Ángela Marulanda, psicólogo y asesora de familia quien asegura además
que en el esfuerzo por aparentar lo que no somos, dejamos de ser lo que sí somos.
Lamentablemente el mercado está determinando las características particulares
que nos identifican como individuos, es la cultura consumista la que decide quiénes
somos a partir de lo que parecemos ser. Y como es el mercado el que determina nuestra
esencia, el resultado es que todos tendemos a la homogeneidad: vestimos como visten
todos, tenemos lo que tienen todos, usamos lo que usan todos y hasta hemos llegado
al extremo de mandarnos hacer las facciones y la figura "a la medida" de lo que dicta
la moda, gracias a las cirugías estéticas.
En definitiva dejamos de ser nosotros
mismos, para convertirnos en “esclavos” de las apariencias; posiblemente éste sea
el motivo por el que tanta gente hoy se queja de sentirse vacía y perdida, y anda
dando tumbos por la vida tratando de acallar su angustia a base de impresionar a los
demás con una figura espectacular. Algunos expertos en la conducta han señalado que
la búsqueda obsesiva de la perfección exterior es una forma de evasión con la que
se dopan hoy las personas para no ver el caos y la imperfección que reina en su mundo
interior.
Lo grave es que la fuente de donde surge el empuje hacia la búsqueda
incesante del sentido de nuestra vida brota de lo más profundo de nosotros mismos.
Es allí donde se origina lo que nos da una buena razón para vivir. Porque realmente
hoy no somos lo que aparentamos, somos lo que creemos, lo que defendemos, lo que amamos,
lo que soñamos dejar a nuestro paso por la vida. ¿Será que el valor que le damos a
cultivar nuestra belleza física, nuestra apariencia, si está en sintonía con lo que
realmente creemos, defendemos, amamos y soñamos? ¿Será que lo que estamos construyendo
si llevará a que nos recuerden por la calidad de nuestras obras y no sólo por la belleza
de nuestra figura, por eso que aparentamos?
Recordemos que el cuerpo es sólo
el empaque y que como tal su función es la de servir de estructura sólida para albergar
lo que somos. Por ello es importante cuidarlo con esmero, pero no convertirlo en la
credencial de nuestro valor como personas.
La apariencia es justamente eso,
un empaque, que a veces buscamos perfeccionar al extremo. Pero nos traicionamos cuando
buscamos en nuestro exterior lo que debemos encontrar y cultivar en lo más profundo
de nuestro ser, porque es allí donde está lo que nos hace personas únicas e irrepetibles
y donde se gesta lo que nos hará inmortales en el corazón de nuestros semejantes,
es allí donde está la piedra sobre la cual construimos nuestras propias verdades.