El Santo Padre recuerda, en la Santa Misa con la puso fin a su viaje a EE.UU., que
la libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que
es parte del misterio del amor
Domingo, 20 abr (RV).- Y esta tarde antes de despedirse del pueblo estadounidense,
el Papa ha presidido la celebración de la Santa Misa en la conmemoración del bicentenario
de las archidiócesis de Baltimore, Boston, Louisville, Nueva York y Philadelphia.
Esta misa se celebró en el estadio del equipo de béisbol de los Yankees, situado
en el barrio del Bronx, de mayoría hispana.
Crónica
En
su homilía el Papa expresó su conmoción y alegría por los ecos que resuenan en su
corazón de su encuentro anoche con los jóvenes y seminaristas en el seminario de San
José. “Ayer, no lejos de aquí –ha recordado el Pontífice- me ha conmovido la alegría,
la esperanza y el amor generoso a Cristo que he visto en el rostro de tantos jóvenes
congregados en Dunwoodie. Ellos son el futuro de la Iglesia y merecen nuestras oraciones
y todo el apoyo que podamos darles. Por eso, deseo concluir añadiendo una palabra
de aliento para ellos. Queridos jóvenes amigos: igual que los siete hombres ‘llenos
de espíritu de sabiduría’ a los que los Apóstoles confiaron el cuidado de la joven
Iglesia, álcense también ustedes y asuman la responsabilidad que la fe en Cristo les
presenta. Que encuentren la audacia de proclamar a Cristo, ‘el mismo ayer, hoy y siempre’,
y las verdades inmutables que se fundamentan en Él, son verdades que nos hacen libres”.
Se trata, ha continuado el Papa, de “las únicas verdades que pueden garantizar
el respeto de la dignidad y de los derechos de todo hombre, mujer y niño en nuestro
mundo, incluidos los más indefensos de todos los seres humanos, como los niños que
están aún en el seno materno”. Y ha recordado luego cuando su predecesor Juan Pablo
II habló en este mismo estadio en 1979, mencionando unas palabras suyas: “en un mundo
en el que Lázaro continúa llamando a nuestra puerta, actúen de modo que su fe y su
amor den fruto ayudando a los pobres, a los necesitados y a los sin voz.”
Y
seguidamente les ha reiterado “a los muchachos y muchachas de América” que abran los
corazones a la llamada de Dios para seguirlo en el sacerdocio y en la vida religiosa.
El Pontífice, ha recordado los 200 años de “un momento crucial de la historia de
la Iglesia en los Estados Unidos en su primera fase de crecimiento”. En este sentido
el Papa ha recordando que en todo este tiempo el rostro de la comunidad católica estadounidense
ha cambiado considerablemente. “Basta pensar en las continuas oleadas de emigrantes,
cuyas tradiciones han enriquecido mucho a la Iglesia en América. En la recia fe que
edificó la cadena de Iglesias, instituciones educativas, sanitarias y sociales, que
desde hace mucho tiempo son el emblema distintivo de la Iglesia en este territorio”.
Otros factores que han ayudado al cambio y al crecimiento de la Iglesia
han sido los innumerables padres y madres que han transmitido la fe a sus hijos, el
ministerio cotidiano de muchos sacerdotes que han gastado su vida en el cuidado de
las almas, la contribución incalculable de tantos consagrados y consagradas, quienes
no sólo han enseñado a los niños a leer y escribir, sino que también les han inculcado
para toda la vida un deseo de conocer, amar y servir a Dios.
Cuántos “sacrificios
espirituales agradables a Dios” se han ofrecido en los dos siglos transcurridos, ha
señalado el Pontífice. “En esta tierra de libertad religiosa, los católicos han encontrado
no sólo la libertad para practicar su fe, sino también para participar plenamente
en la vida civil, llevando consigo sus convicciones morales a la esfera pública, cooperando
con sus vecinos a forjar una vibrante sociedad democrática. La celebración actual
es algo más que una ocasión de gratitud por las gracias recibidas: es una invitación
para proseguir con la firme determinación de usar sabiamente la bendición de la libertad,
con el fin de edificar un futuro de esperanza para las generaciones futuras”.
El
pueblo de los EEUU “es una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar
las hazañas del que les llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa”.
Estas palabras del Apóstol Pedro les ha dicho el Papa, no sólo nos recuerdan la dignidad
que por gracia de Dios tenemos, sino que también entrañan un desafío y una fidelidad
cada vez más grande a la herencia gloriosa recibida en Cristo. “Nos retan a examinar
nuestras conciencias, a purificar nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso
bautismal de rechazar a Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo
de la alegría, heraldos de la esperanza que no defrauda nacida de la fe en la Palabra
de Dios y de la confianza en sus promesas”.
Cuando rezamos al Padre con
las palabras del Señor: “Venga tu Reino”. Esta plegaria debe forjar la mente y el
corazón de todo cristiano de esta Nación, ha añadido Benedicto XVI. Debe dar fruto
en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera en que construyen su familia
y su comunidad. Debe crear nuevos “lugares de esperanza” en los que el Reino de Dios
se haga presente con todo su poder salvador. Además, rezar con fervor por la venida
del Reino significa estar constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando
para que crezca en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los desafíos
del presente y del futuro, confiados en la victoria de Cristo y comprometiéndose en
extender su Reino, “significa superar toda separación entre fe y vida, oponiéndose
a los falsos evangelios de libertad y felicidad”.
Quiere decir, además,
rechazar la falsa dicotomía entre la fe y la vida política, pues, como ha afirmado
el Concilio Vaticano II, “ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales,
puede sustraerse a la soberanía de Dios”. Esto quiere decir esforzarse para enriquecer
la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la verdad del Evangelio, sin
perder jamás de vista esa gran esperanza que da sentido y valor a todas las otras
esperanzas que inspiran nuestra vida.
Y éste es el reto que les ha presentado
hoy el Obispo de Roma al pueblo estadounidense. Como “raza elegida, sacerdocio real,
nación consagrada”, sigan con fidelidad las huellas de quienes les han precedido.
Apresuren la venida del Reino en esta tierra. Las generaciones pasadas les han legado
una herencia extraordinaria. También en nuestros días la comunidad católica de esta
Nación ha destacado en su testimonio profético en defensa de la vida, en la educación
de los jóvenes, en la atención a los pobres, enfermos o extranjeros que viven entre
ustedes. También hoy el futuro de la Iglesia en América debe comenzar a elevarse partiendo
de estas bases sólidas.
La celebración de hoy es también un signo del crecimiento
impresionante que Dios ha concedido a la Iglesia en los EEUU en los pasados doscientos
años, ha añadido el Papa. A partir de un pequeño rebaño, como el descrito en la primera
lectura, la Iglesia en América ha sido edificada en la fidelidad a los dos mandamientos
del amor a Dios y del amor al prójimo. En esta tierra de libertad y oportunidades,
la Iglesia ha unido rebaños muy diversos en la profesión de fe y, a través de sus
muchas obras educativas, caritativas y sociales, también ha contribuido de modo significativo
al crecimiento de la sociedad americana en su conjunto.
Y refiriéndose
a la primera lectura de la celebración de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles,
el Papa ha dicho que muestra el poder de la Palabra de Dios, proclamada autorizadamentepor los Apóstoles y acogida en la fe, para crear una unidad capaz de ir más allá
de las divisiones que provienen de los límites y debilidades humanas.
Recordando
una verdad fundamental: que la unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la
Palabra de Dios, hecha carne en Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos
de identidad, todas las estructuras, asociaciones o programas, por válidos o incluso
esenciales que sean, existen en último término únicamente para sostener y favorecer
una unidad más profunda que, en Cristo, es un don indefectible de Dios a su Iglesia,
una unidad visible fundada sobre los Apóstoles, que Cristo eligió y constituyó como
testigos de su resurrección, y nacida de lo que la Escritura denomina “la obediencia
de la fe”. Y recalcó el Papa: “Autoridad”… “obediencia”.
“Siendo francos
–ha señalado el Papa- estas palabras no se pronuncian hoy fácilmente. Palabras como
éstas representan ‘una piedra de tropiezo’ para muchos de nuestros contemporáneos,
especialmente en una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal.
El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios,
se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que es parte del misterio del amor.
Sólo perdiendo la propia vida, como nos dice el Señor, nos encontramos realmente a
nosotros mismos”.
“La verdadera libertad florece –ha proseguido el Papa-,
cuando nos alejamos del yugo del pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra
determinación, y ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito,
libertad infinita, vida sin fin”. “En su voluntad está nuestra paz”. Por tanto, la
verdadera libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la conversión a su verdad,
a la verdad que nos hace libres. Y dicha libertad en la verdad lleva consigo un modo
nuevo y liberador de ver la realidad. Cuando nos identificamos con “la mente de Cristo”,
se nos abren nuevos horizontes.
A la luz de la fe, en la comunión de la
Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para llegar a ser fermento
del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal de la tierra (cf. Mt
5,13-14), encargados del “apostolado” de conformar nuestras vidas y el mundo en que
vivimos cada vez más plenamente con el plan salvador de Dios.
Y Benedicto
XVI finalizo dirigiendo unas palabras en español a los fieles de lengua española.
Queridos hermanos
y hermanas en el Señor: Les saludo con afecto y me alegro de celebrar esta Santa
Misa para dar gracias a Dios por el bicentenario del momento en que empezó a desarrollarse
la Iglesia Católica en esta Nación. Al mirar el camino de fe recorrido en estos años,
no exento también de dificultades, alabamos al Señor por los frutos que la Palabra
de Dios ha dado en estas tierras y le manifestamos nuestro deseo de que Cristo, Camino,
Verdad y Vida, sea cada vez más conocido y amado.
Aquí, en este País de
libertad, quiero proclamar con fuerza que la Palabra de Cristo no elimina nuestras
aspiraciones a una vida plena y libre, sino que nos descubre nuestra verdadera dignidad
de hijos de Dios y nos alienta a luchar contra todo aquello que nos esclaviza, empezando
por nuestro propio egoísmo y caprichos. Al mismo tiempo, nos anima a manifestar nuestra
fe a través de nuestra vida de caridad y a hacer que nuestras comunidades eclesiales
sean cada día más acogedoras y fraternas.
Sobre todo a los jóvenes les confío
asumir el gran reto que entraña creer en Cristo y lograr que esa fe se manifieste
en una cercanía efectiva hacia los pobres. También en una respuesta generosa a las
llamadas que Él sigue formulando para dejarlo todo y emprender una vida de total consagración
a Dios y a la Iglesia, en la vida sacerdotal o religiosa.
A continuación
les ofrecemos el texto íntegro de la Homilía: Queridos hermanos y hermanas
en Cristo:
En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús dice a sus
Apóstoles que tengan fe en Él, porque Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn
14,6). Cristo es el camino que conduce al Padre, la verdad que da sentido a la existencia
humana, y la fuente de esa vida que es alegría eterna con todos los Santos en el Reino
de los cielos. Acojamos estas palabras del Señor. Renovemos nuestra fe en Él y pongamos
nuestra esperanza en sus promesas.
Con esta invitación a perseverar en la
fe de Pedro (cf. Lc 22,32; Mt 16,17), les saludo a todos con gran afecto.
Agradezco al Señor Cardenal Egan las cordiales palabras de bienvenida que ha pronunciado
en vuestro nombre. En esta Misa, la Iglesia que peregrina en los Estados Unidos celebra
el Bicentenario de la creación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville
por la desmembración de la sede madre de Baltimore. La presencia, en torno a este
altar, del Sucesor de Pedro, de sus Hermanos Obispos y sacerdotes, de los diáconos,
de los consagrados y consagradas, así como de los fieles laicos procedentes de los
cincuenta Estados de la Unión, manifiesta de forma elocuente nuestra comunión en la
fe católica que nos llegó de los Apóstoles.
La celebración de hoy es también
un signo del crecimiento impresionante que Dios ha concedido a la Iglesia en vuestro
País en los pasados doscientos años. A partir de un pequeño rebaño, como el descrito
en la primera lectura, la Iglesia en América ha sido edificada en la fidelidad a los
dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo. En esta tierra de libertad
y oportunidades, la Iglesia ha unido rebaños muy diversos en la profesión de fe y,
a través de sus muchas obras educativas, caritativas y sociales, también ha contribuido
de modo significativo al crecimiento de la sociedad americana en su conjunto.
Este
gran resultado no ha estado exento de retos. La primera lectura de hoy, tomada de
los Hechos de los Apóstoles, habla de las tensiones lingüísticas y culturales que
había en la primitiva comunidad eclesial. Al mismo tiempo, muestra el poder de la
Palabra de Dios, proclamada autorizadamente por los Apóstoles y acogida en la fe,
para crear una unidad capaz de ir más allá de las divisiones que provienen de los
límites y debilidades humanas. Se nos recuerda aquí una verdad fundamental: que la
unidad de la Iglesia no tiene más fundamento que la Palabra de Dios, hecha carne en
Cristo Jesús, Nuestro Señor. Todos los signos externos de identidad, todas las estructuras,
asociaciones o programas, por válidos o incluso esenciales que sean, existen en último
término únicamente para sostener y favorecer una unidad más profunda que, en Cristo,
es un don indefectible de Dios a su Iglesia.
La primera lectura muestra además,
como vemos en la imposición de manos sobre los primeros diáconos, que la unidad de
la Iglesia es “apostólica”, es decir, una unidad visible fundada sobre los Apóstoles,
que Cristo eligió y constituyó como testigos de su resurrección, y nacida de lo que
la Escritura denomina “la obediencia de la fe” (Rm 1,5; Hch 6,7).
“Autoridad”…
“obediencia”. Siendo francos, estas palabras no se pronuncian hoy fácilmente. Palabras
como éstas representan “una piedra de tropiezo” para muchos de nuestros contemporáneos,
especialmente en una sociedad que justamente da mucho valor a la libertad personal.
Y, sin embargo, a la luz de nuestra fe en Cristo, “el camino, la verdad y la vida”,
alcanzamos a ver el sentido más pleno, el valor e incluso la belleza de tales palabras.
El Evangelio nos enseña que la auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios,
se encuentra sólo en la renuncia al propio yo, que es parte del misterio del amor.
Sólo perdiendo la propia vida, como nos dice el Señor, nos encontramos realmente a
nosotros mismos (cf. Lc 17,33). La verdadera libertad florece cuando nos alejamos
del yugo del pecado, que nubla nuestra percepción y debilita nuestra determinación,
y ve la fuente de nuestra felicidad definitiva en Él, que es amor infinito, libertad
infinita, vida sin fin. “En su voluntad está nuestra paz”.
Por tanto, la verdadera
libertad es un don gratuito de Dios, fruto de la conversión a su verdad, a la verdad
que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Y dicha libertad en la verdad lleva consigo
un modo nuevo y liberador de ver la realidad. Cuando nos identificamos con “la mente
de Cristo” (cf. Fil 2,5), se nos abren nuevos horizontes. A la luz de la fe,
en la comunión de la Iglesia, encontramos también la inspiración y la fuerza para
llegar a ser fermento del Evangelio en este mundo. Llegamos a ser luz del mundo, sal
de la tierra (cf. Mt 5,13-14), encargados del “apostolado” de conformar nuestras
vidas y el mundo en que vivimos cada vez más plenamente con el plan salvador de Dios.
La
magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio queda
reflejada en la descripción de la Iglesia que encontramos en la segunda lectura de
hoy. El Apóstol nos dice que Cristo, resucitado de entre los muertos, es la piedra
angular de un gran templo que también ahora se está edificando en el Espíritu. Y nosotros,
miembros de su cuerpo, nos hacemos por el Bautismo “piedras vivas” de ese templo,
participando por la gracia en la vida de Dios, bendecidos con la libertad de los hijos
de Dios, y capaces de ofrecer sacrificios espirituales agradables a él (cf. 1 P
2,5). ¿Qué otra ofrenda estamos llamados a realizar, sino la de dirigir todo pensamiento,
palabra o acción a la verdad del Evangelio, o a dedicar toda nuestra energía al servicio
del Reino de Dios? Sólo así podemos construir con Dios, sobre el cimiento que es Cristo
(cf. 1 Co 3,11). Sólo así podemos edificar algo que sea realmente duradero.
Sólo así nuestra vida encuentra el significado último y da frutos perdurables.
Hoy
recordamos doscientos años de un momento crucial la historia de la Iglesia en los
Estados Unidos: su primer gran fase de crecimiento. En estos doscientos años, el rostro
de la comunidad católica en vuestro País ha cambiado considerablemente. Pensemos en
las continuas oleadas de emigrantes, cuyas tradiciones han enriquecido mucho a la
Iglesia en América. Pensemos en la recia fe que edificó la cadena de Iglesias, instituciones
educativas, sanitarias y sociales, que desde hace mucho tiempo son el emblema distintivo
de la Iglesia en este territorio. Pensemos también en los innumerables padres y madres
que han transmitido la fe a sus hijos, en el ministerio cotidiano de muchos sacerdotes
que han gastado su vida en el cuidado de las almas, en la contribución incalculable
de tantos consagrados y consagradas, quienes no sólo han enseñado a los niños a leer
y escribir, sino que también les han inculcado para toda la vida un deseo de conocer,
amar y servir a Dios. Cuántos “sacrificios espirituales agradables a Dios” se han
ofrecido en los dos siglos transcurridos. En esta tierra de libertad religiosa, los
católicos han encontrado no sólo la libertad para practicar su fe, sino también para
participar plenamente en la vida civil, llevando consigo sus convicciones morales
a la esfera pública, cooperando con sus vecinos a forjar una vibrante sociedad democrática.
La celebración actual es algo más que una ocasión de gratitud por las gracias recibidas:
es una invitación para proseguir con la firme determinación de usar sabiamente la
bendición de la libertad, con el fin de edificar un futuro de esperanza para las generaciones
futuras.
“Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada,
un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que les llamó a salir
de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9). Estas palabras
del Apóstol Pedro no sólo nos recuerdan la dignidad que por gracia de Dios tenemos,
sino que también entrañan un desafío y una fidelidad cada vez más grande a la herencia
gloriosa recibida en Cristo (cf. Ef 1,18). Nos retan a examinar nuestras conciencias,
a purificar nuestros corazones, a renovar nuestro compromiso bautismal de rechazar
a Satanás y todas sus promesas vacías. Nos retan a ser un pueblo de la alegría, heraldos
de la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) nacida de la fe en la Palabra
de Dios y de la confianza en sus promesas.
En esta tierra, ustedes y muchos
de sus vecinos rezan todos los días al Padre con las palabras del Señor: “Venga tu
Reino”. Esta plegaria debe forjar la mente y el corazón de todo cristiano de esta
Nación. Debe dar fruto en el modo en que ustedes viven su esperanza y en la manera
en que construyen su familia y su comunidad. Debe crear nuevos “lugares de esperanza”
(cf. Spe salvi, 32 ss) en los que el Reino de Dios se haga presente con todo
su poder salvador.
Además, rezar con fervor por la venida del Reino significa
estar constantemente atentos a los signos de su presencia, trabajando para que crezca
en cada sector de la sociedad. Esto quiere decir afrontar los desafíos del presente
y del futuro confiados en la victoria de Cristo y comprometiéndose en extender su
Reino. Significa superar toda separación entre fe y vida, oponiéndose a los falsos
evangelios de libertad y felicidad. Quiere decir, además, rechazar la falsa dicotomía
entre la fe y la vida política, pues, como ha afirmado el Concilio Vaticano II, “ninguna
actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía
de Dios” (Lumen gentium, 36). Esto quiere decir esforzarse para enriquecer
la sociedad y la cultura americanas con la belleza y la verdad del Evangelio, sin
perder jamás de vista esa gran esperanza que da sentido y valor a todas las otras
esperanzas que inspiran nuestra vida.
Queridos amigos, éste es el reto que
os presenta hoy el Sucesor de Pedro. Como “raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada”,
sigan con fidelidad las huellas de quienes les han precedido. Apresuren la venida
del Reino en esta tierra. Las generaciones pasadas les han legado una herencia extraordinaria.
También en nuestros días la comunidad católica de esta Nación ha destacado en su testimonio
profético en defensa de la vida, en la educación de los jóvenes, en la atención a
los pobres, enfermos o extranjeros que viven entre ustedes. También hoy el futuro
de la Iglesia en América debe comenzar a elevarse partiendo de estas bases sólidas.
Ayer,
no lejos de aquí, me ha conmovido la alegría, la esperanza y el amor generoso a Cristo
que he visto en el rostro de tantos jóvenes congregados en Dunwoodie. Ellos son el
futuro de la Iglesia y merecen nuestras oraciones y todo el apoyo que podamos darles.
Por eso, deseo concluir añadiendo una palabra de aliento para ellos. Queridos jóvenes
amigos: igual que los siete hombres “llenos de espíritu de sabiduría” a los que los
Apóstoles confiaron el cuidado de la joven Iglesia, álcense también ustedes y asuman
la responsabilidad que la fe en Cristo les presenta. Que encuentren la audacia de
proclamar a Cristo, “el mismo ayer, hoy y siempre”, y las verdades inmutables que
se fundamentan en Él (cf. Gaudium et spes, 10; Hb 13,8): son verdades
que nos hacen libres. Se trata de las únicas verdades que pueden garantizar el respeto
de la dignidad y de los derechos de todo hombre, mujer y niño en nuestro mundo, incluidos
los más indefensos de todos los seres humanos, como los niños que están aún en el
seno materno. En un mundo en el que, como Juan Pablo II nos recordó hablando en este
mismo lugar, Lázaro continúa llamando a nuestra puerta (Homilía en el Yankee Stadium,
2 de octubre de 1979, n. 7), actúen de modo que su fe y su amor den fruto ayudando
a los pobres, a los necesitados y a los sin voz. Muchachos y muchachas de América,
les reitero: abran los corazones a la llamada de Dios para seguirlo en el sacerdocio
y en la vida religiosa. ¿Puede haber un signo de amor más grande que seguir las huellas
de Cristo, que no dudó en dar la vida por sus amigos (cf. Jn 15,13)?
En
el Evangelio de hoy, el Señor promete a los discípulos que realizarán obras todavía
más grandes que las suyas (cf. Jn 14,12). Queridos amigos, sólo Dios en su
providencia sabe lo que su gracia debe realizar todavía en sus vidas y en la vida
de la Iglesia de los Estados Unidos. Mientras tanto, la promesa de Cristo nos colma
de esperanza firme. Unamos, pues, nuestras plegarias a la suya, como piedras vivas
del templo espiritual que es su Iglesia una, santa, católica y apostólica. Dirijamos
nuestra mirada hacia él, pues también ahora nos está preparando un sitio en la casa
de su Padre. Y, fortalecidos por el Espíritu Santo, trabajemos con renovado ardor
por la extensión de su Reino.
“Dichosos los creyentes” (cf. 1 P 2,7).
Dirijámonos a Jesús. Sólo Él es el camino que conduce a la felicidad eterna, la verdad
que satisface los deseos más profundos de todo corazón, y la vida trae siempre nuevo
gozo y esperanza, para nosotros y para todo el mundo. Amén.