El Papa exhorta a los obispos estadounidenses a implicarse en el anuncio de la esperanza
evangélica
Miércoles, 16 abr (RV).- En el ámbito de las vísperas en el Santuario de la Inmaculada
Concepción de Washington, se vivieron momentos de franca cordialidad entre el Papa
y los obispos americanos, quienes dirigieron al Santo Padre algunas preguntas sobre
temas de gran actualidad de la Iglesia americana, la crisis de las vocaciones, el
secularismo, el papel de los laicos y las esperanzas de los jóvenes fieles.
Los
obispos pidieron al Santo Padre que ofrezca su valoración sobre el reto del secularismo
creciente en la vida pública y sobre el relativismo en la vida intelectual, así como
sus sugerencias para afrontar dichos desafíos desde el punto de vista pastoral, para
poder llevar a cabo más eficazmente la evangelización. Y esta fue su respuesta:
He
tratado brevemente este tema en mi discurso. Me parece significativo el hecho de que
en América, a diferencia de muchas partes en Europa, la mentalidad secular no se oponga
intrínsecamente a la religión. Dentro del contexto de la separación entre Iglesia
y Estado, la sociedad americana está siempre marcada por un respeto fundamental de
la religión y de su papel público y, si se quiere dar crédito a los sondeos, el pueblo
americano es profundamente religioso. Pero no es suficiente tener en cuenta esta religiosidad
tradicional y comportarse como si todo fuese normal, mientras sus fundamentos se van
erosionando lentamente. Un compromiso serio en el campo de la evangelización no puede
prescindir de un diagnóstico profundo de los desafíos reales que el Evangelio tiene
que afrontar en la cultura americana contemporánea. Evidentemente, es esencial
una correcta comprensión de la justa autonomía del orden secular, una autonomía que
no puede desvincularse de Dios Creador ni de su plan de salvación (cf. Gaudium et
spes, 36). Tal vez, el tipo de secularismo de América plantea un problema particular:
mientras permite creer en Dios y respeta el papel público de la religión y de las
Iglesias, reduce sutilmente sin embargo la creencia religiosa al mínimo común denominador.
La fe se transforma en aceptación pasiva de que ciertas cosas “allí fuera” son verdaderas,
pero sin relevancia práctica para la vida cotidiana. El resultado es una separación
creciente entre la fe y la vida: el vivir “como si Dios no existiese”. Esto se ve
agravado por un planteamiento individualista y ecléctico de la fe y la religión: alejándose
de la perspectiva católica de “pensar con la Iglesia”, cada uno cree tener derecho
de seleccionar y escoger, manteniendo los vínculos sociales pero sin una conversión
integral e interior a la ley de Cristo. Consiguientemente, más que transformarse y
renovarse por dentro, los cristianos caen fácilmente en la tentación de acomodarse
al espíritu mundano (cf. Rm 12,2). Lo hemos constatado de manera punzante en el escándalo
provocado por católicos que promueven un presunto derecho al aborto.
En
un plano más profundo, el secularismo obliga a la Iglesia a reafirmar y perseguir
todavía más activamente su misión en y hacia el mundo. Como ha puesto de manifiesto
el Concilio, los laicos tienen una misión particular en este ámbito. Estoy convencido
de que lo que necesitamos es un mayor sentido de la relación intrínseca entre el Evangelio
y la ley natural por una parte y, por otra, la consecución del auténtico bien humano,
como se encarna en la ley civil y en las decisiones morales personales. En una sociedad
que tiene justamente en alta consideración la libertad personal, la Iglesia debe promover
en todos los ámbitos de su enseñanza —en la catequesis, la predicación, la formación
en los seminarios y universidades— una apología encaminada a afirmar la verdad de
la revelación cristiana, la armonía entre fe y razón, y una sana comprensión de la
libertad, considerada en términos positivos como liberación tanto de las limitaciones
del pecado como para una vida auténtica y plena. En una palabra, el Evangelio debe
ser predicado y enseñado como modo de vida integral, que ofrece una respuesta atrayente
y veraz, intelectual y prácticamente, a los problemas humanos reales. La “dictadura
del relativismo”, al fin y al cabo, no es más que una amenaza a la libertad humana,
la cual madura sólo en la generosidad y en la fidelidad a la verdad.
Naturalmente,
se podría añadir mucho más sobre este argumento. Sin embargo, permítanme concluir
diciendo que creo que la Iglesia en América tiene ante sí en este preciso momento
de su historia el reto de encontrar una visión católica de la realidad y presentarla
a una sociedad que ofrece todo tipo de recetas para la autorrealización humana de
manera atrayente y con fantasía.
En particular,
pienso en la necesidad que tenemos de hablar al corazón de los jóvenes, los cuales,
aunque expuestos a mensajes contrarios al Evangelio, continúan teniendo sed de autenticidad,
de bondad, de verdad. Queda todavía mucho por hacer en el terreno de la predicación
y de la catequesis en las parroquias y en las escuelas, si se quiere que la evangelización
produzca frutos para la renovación de la vida eclesial en América.
También
se le preguntó al Santo Padre sobre un “cierto proceso silencioso” mediante el cual
los católicos abandonan la práctica de la fe, a veces con una decisión explícita,
pero más a menudo alejándose quieta y gradualmente de la participación en la Misa
y de la identificación con la Iglesia.
Ciertamente, mucho de todo eso depende
de la reducción progresiva de una cultura religiosa, parangonada en ocasiones de manera
despectiva a un “ghetto”, que podría reforzar la participación y la identificación
con la Iglesia. Como acabo de decir, uno de los grandes retos para la Iglesia en este
País es el de fomentar una identidad católica no tanto basada en elementos externos,
sino más bien en un modo de pensar y actuar enraizado en el Evangelio y enriquecido
con la tradición viva de la Iglesia.
Este tema implica
claramente factores como el individualismo religioso y el escándalo. Pero vayamos
al corazón de la cuestión: la fe no puede sobrevivir si no se alimenta, si no es “activa
en la práctica del amor” (Ga 5,6). ¿La gente tiene hoy dificultad para encontrar a
Dios en nuestras iglesias? ¿Quizás nuestra predicación se ha vuelto sosa? ¿No será
que todo esto se debe a que muchos han olvidado, o no aprendieron nunca, cómo rezar
en y con la Iglesia?
No hablo aquí de las personas
que dejan la Iglesia en busca de “experiencias” religiosas subjetivas; éste es un
tema pastoral que se ha de afrontar en sus propios términos. Pienso que estamos hablando
de personas que han perdido el camino sin haber rechazado conscientemente la fe en
Cristo, pero que, por una u otra razón, no han recibido fuerza vital de la liturgia,
de los Sacramentos, de la predicación. Y, sin embargo, la fe cristiana es esencialmente
eclesial, como sabemos, y sin un vínculo vivo con la comunidad, la fe del individuo
nunca crecerá hasta la madurez. Volviendo a la cuestión apenas discutida: el resultado
puede ser una apostasía silenciosa.
Déjenme por
tanto hacer dos breves observaciones sobre el problema del “proceso de abandono”,
que espero estimulará ulteriores reflexiones.
En
primer lugar, como saben, en las sociedades occidentales se hace cada vez más difícil
hablar de manera sensata de “salvación”. Sin embargo, la salvación —la liberación
de la realidad del mal y el don de una vida nueva y libre en Cristo— está en el corazón
mismo del Evangelio. Hemos de redescubrir, como ya he dicho, modos nuevos y atractivos
para proclamar este mensaje y despertar una sed de esa plenitud que solamente Cristo
puede dar. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacramento de la Eucaristía,
es donde se manifiestan estas realidades de manera más poderosa y se viven en la existencia
de los creyentes; quizás tenemos todavía mucho que hacer para realizar la visión del
Concilio sobre la liturgia como ejercicio del sacerdocio común y como impulso para
un apostolado fructuoso en el mundo.
En segundo
lugar, debemos reconocer con preocupación el eclipse casi total de un sentido escatológico
en muchas de nuestras sociedades tradicionalmente cristianas. Como saben, he planteado
esta cuestión en la encíclica Spe salvi . Baste decir que fe y esperanza no se limitan
a este mundo: como virtudes teologales, nos unen al Señor y nos llevan hacia el cumplimiento
no solamente de nuestro destino, sino también al de toda la creación. La fe y la esperanza
son la inspiración y la base de nuestros esfuerzos para prepararnos a la llegada del
Reino de Dios. En el cristianismo no puede haber lugar para una religión meramente
privada: Cristo es el Salvador del mundo y, como miembros de su Cuerpo y partícipes
de sus munera profético, sacerdotal y real, no podemos separar nuestro amor por Él
del compromiso por la edificación de la Iglesia y la difusión del Reino. En la medida
en que la religión se convierte en un asunto puramente privado, pierde su propia alma.
Déjenme concluir afirmando algo obvio. Los campos
están ya listos hoy en día para la siega (cf. Jn 4,35); Dios sigue haciendo crecer
la mies (cf. 1 Co 3,6). Podemos y tenemos que creer, junto con el difunto Papa Juan
Pablo II, que Dios está preparando una nueva primavera para la cristiandad (cf. Redemptoris
missio, 86). Lo que más se necesita en este específico tiempo de la historia de la
Iglesia en América es la renovación de ese celo apostólico que inspire a sus pastores
a buscar de manera activa a los extraviados, a curar a quienes han sido heridos y
a reforzar a los débiles (cf. Ez 34,16). Y, como ya he dicho, eso exige nuevos modos
de pensar basados en una diagnosis de los desafíos actuales y en un esfuerzo por la
unidad en el servicio a la misión de la Iglesia respecto a las generaciones presentes.
Los obispos pidieron además al Santo Padre que diera
su parecer sobre la disminución de vocaciones, a pesar del crecimiento de la población
católica, y sobre las razones de la esperanza ofrecidas por las cualidades personales
y por la sed de santidad que caracterizan a los candidatos que deciden continuar.
Seamos sinceros: la capacidad de suscitar vocaciones al sacerdocio y a
la vida religiosa es un signo seguro de la salud de una Iglesia local. A este respecto,
no queda lugar para complacencia alguna. Dios sigue llamando a los jóvenes, pero nos
corresponde a nosotros animar una respuesta generosa y libre a esa llamada. Por otro
lado, ninguno de nosotros pueda dar por descontada esa gracia.
En
el Evangelio, Jesús nos dice que se ha de orar para que el Señor de la mies envíe
obreros; admite incluso que los obreros son pocos ante la abundancia de la mies (cf.
Mt 9,37-38). Parecerá extraño, pero yo pienso muchas veces que la oración —el unum
necessarium— es el único aspecto de las vocaciones que resulta eficaz y que nosotros
tendemos con frecuencia a olvidarlo o infravalorarlo.
No
hablo solamente de la oración por las vocaciones. La oración misma, nacida en las
familias católicas, fomentada por programas de formación cristiana, reforzada por
la gracia de los Sacramentos, es el medio principal por el que llegamos a conocer
la voluntad de Dios para nuestra vida. En la medida en que enseñamos a los jóvenes
a rezar, y a rezar bien, cooperamos a la llamada de Dios. Los programas, los planes
y los proyectos tienen su lugar, pero el discernimiento de una vocación es ante todo
el fruto del diálogo íntimo entre el Señor y sus discípulos. Los jóvenes, si saben
rezar, pueden tener confianza de saber qué hacer ante la llamada de Dios.
Se
ha hecho notar que hoy hay una sed creciente de santidad en muchos jóvenes y que,
aunque cada vez en menor número, los que van adelante demuestran un gran idealismo
y prometen mucho. Es importante escucharlos, comprender sus experiencias y animarlos
a ayudar a sus coetáneos a ver a la necesidad de sacerdotes y religiosos comprometidos,
así como a ver la belleza de una vida de sacrificio y servicio al Señor y a su Iglesia.
A mi juicio, se exige mucho a los directores y formadores de las vocaciones: hoy más
que nunca, hay que ofrecer a los candidatos una sana formación intelectual y humana
que los capacite no solamente para responder a las preguntas reales y a las necesidades
de sus contemporáneos, sino también para madurar en su conversión y perseverar en
la vocación mediante un compromiso que dure toda la vida. Como Obispos, son conscientes
del sacrificio que se les pide cuando les solicitan liberar de sus cometidos a uno
de sus mejores sacerdotes para trabajar en el seminario. Les exhorto a responder con
generosidad por el bien de toda la Iglesia.
Por
último, pienso que saben por experiencia que muchos de vuestros hermanos sacerdotes
son felices en su vocación. Lo que dije en mi discurso sobre la importancia de la
unidad y la colaboración con el presbiterio se aplica también a este campo. Es necesario
para todos nosotros que se dejen las divisiones estériles, los desacuerdos y los prejuicios,
y que se escuche juntos la voz del Espíritu que guía a la Iglesia hacia un futuro
de esperanza. Cada uno de nosotros sabe la importancia que ha tenido en la propia
vida la fraternidad sacerdotal; ésta no es solamente algo precioso que tenemos, sino
también un recurso inmenso para la renovación del sacerdocio y el crecimiento de nuevas
vocaciones. Deseo concluir animándoles a crear oportunidades para un mayor diálogo
y encuentros fraternos entre vuestros sacerdotes, especialmente los jóvenes. Estoy
convencido que eso dará fruto para su enriquecimiento, para el aumento de su amor
al sacerdocio y a la Iglesia, así como también para la eficacia de su apostolado.
Con estas pocas observaciones, les animo una vez
más en su ministerio respecto a los fieles confiados a su solicitud pastoral y les
confío a la entrañable intercesión de María Inmaculada, Madre de la Iglesia.