HOMILÍA DEL SANTO PADRE.- SÁBADO SANTO, VIGILIA PASCUAL
Queridos hermanos y hermanas: En su discurso de despedida, Jesús anunció a los
discípulos su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa: “Me voy y
vuelvo a vuestro lado” (Jn 14,28). Morir es partir. Aunque el cuerpo del difunto aún
permanece, él personalmente se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo
(cf. Jn 13,36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad única que cambia el mundo.
En nuestra muerte el partir es una cosa definitiva, no hay retorno. Jesús, en cambio,
dice de su muerte: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Justamente en su irse, él regresa.
Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo y más grande de su presencia. Con su muerte
entra en el amor del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal.
Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma de presencia
que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca. En su vida terrena Jesús, como todos
nosotros, estaba sujeto a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un
determinado lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites a nuestra
existencia. No podemos estar contemporáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro
tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad.
Ciertamente, amando podemos entrar, de algún modo, en la existencia del otro. Queda,
sin embargo, la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio, que a través
del amor ha sido transformado totalmente, está libre de tales barreras y límites.
Es capaz de atravesar no sólo las puertas exteriores cerradas, como nos narran los
Evangelios (cf. Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú,
la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir. Cuando, en
el día de su entrada solemne en Jerusalén, un grupo de griegos pidió verlo, Jesús
contestó con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto, tiene que morir.
Con eso predijo su propio destino: no se limitó simplemente a hablar unos minutos
con este o aquel griego. A través de su Cruz, de su partida, de su muerte como el
grano de trigo, llegaría realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo
y tocarlo en la fe. Su partida se convierte en un venir en el modo universal de la
presencia del Resucitado, en el cual Él está presente ayer, hoy y siempre; en el cual
abraza todos los tiempos y todos los lugares. Ahora puede superar también el muro
de la alteridad que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien describe el
proceso de su conversión y Bautismo con las palabras: “vivo yo, pero no soy yo, es
Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha
obtenido una identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión
con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido –como él define–
en “uno en Cristo” (Ga 3, 28).
Queridos amigos, se pone así de manifiesto,
que las palabras misteriosas de Jesús en el Cenáculo ahora –mediante el Bautismo–
se hacen de nuevo presentes para vosotros. Por el Bautismo el Señor entra en vuestra
vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros no estamos ya uno junto al otro o
uno contra el otro. Él atraviesa todas estas puertas. Ésta es la realidad del Bautismo:
Él, el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos
en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una sola cosa con Él, y de este
modo una sola cosa entre vosotros. En un primer momento esto puede parecer muy teórico
y poco realista. Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más podréis experimentar
la verdad de esta palabra. Las personas bautizadas y creyentes no son nunca realmente
ajenas las unas para las otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras
sociales o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos encontramos nos conocemos
en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos
conforman. Entonces experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo.
Experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la
misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes
que sean, resultan secundarias. Los creyentes no son nunca totalmente extraños el
uno para el otro. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: Cristo
en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo: la lejanía
ha sido superada, estamos unidos en el Señor (cf. Ef 2, 13).
Esta naturaleza
íntima del Bautismo, como don de una nueva identidad, está representada por la Iglesia
en el Sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del Bautismo
es el agua; junto a ella está, en segundo lugar, la luz que, en la Liturgia de la
Vigilia Pascual, destaca con gran eficacia. Echemos solamente una mirada a estos dos
elementos. En el último capítulo de la Carta a los Hebreos se encuentra una afirmación
sobre Cristo, en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación
con el Antiguo Testamento, deja sin embargo traslucir el misterio del agua y su sentido
simbólico. Allí se lee: “El Dios de la paz, hizo subir de entre los muertos al gran
pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre de la alianza eterna”
(cf. 13, 20). En esta frase resuena una palabra del Libro de Isaías, en la que Moisés
es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. 63,
11). Jesús aparece como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés
hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte. En este contexto
podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego,
por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y
así –salvado él mismo de las aguas de la muerte– pudo conducir a los demás haciéndolos
pasar a través del mar de la muerte. Jesús ha descendido por nosotros a las aguas
oscuras de la muerte. Pero en virtud de su sangre, nos dice la Carta a los Hebreos,
ha sido arrancado de la muerte: su amor se ha unido al del Padre y así desde la profundidad
de la muerte ha podido subir a la vida. Ahora nos eleva de la muerte a la vida verdadera.
Sí, esto es lo que ocurre en el Bautismo: Él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida
verdadera. Nos conduce por el mar de la historia a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones
y peligros corremos el riesgo de hundirnos frecuentemente. En el Bautismo nos toma
como de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo
y nos introduce en la vida eterna, en aquella verdadera y justa. ¡Apretemos su mano!
Pase lo que pase, ¡no soltemos su mano! De este modo caminamos sobre la senda que
conduce a la vida.
En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego.
Gregorio de Tours narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en
ciertas partes, de encender el fuego para la celebración de la Vigilia Pascual directamente
con el sol a través de un cristal: se recibía, por así decir, la luz y el fuego nuevamente
del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Esto es un símbolo
de lo que celebramos en la Vigilia Pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que
el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado
verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra –la luz de la verdad y
el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos
quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas respecto al
hombre; qué somos y para qué existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta
luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua
se llamaba también al Bautismo el Sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra
en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar
que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos preservarla
de todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos en la oscuridad sobre
Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de vez en cuando, puede parecer cómoda.
Puedo esconderme y pasar mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a
las tinieblas, sino a la luz. En las promesas bautismales encendemos, por así decir,
nuevamente, año tras año esta luz: sí, creo que el mundo y mi vida no provienen del
azar, sino de la Razón eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente.
Sí, creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección se ha manifestado
el Rostro de Dios; que en Él Dios está presente entre nosotros, nos une y nos conduce
hacia nuestra meta, hacia el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da la
Palabra verdadera e ilumina nuestro corazón; creo que en la comunión de la Iglesia
nos convertimos todos en un solo Cuerpo con el Señor y así caminamos hacia la resurrección
y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Esta luz es también al
mismo tiempo fuego, fuerza de Dios, una fuerza que no destruye, sino que quiere transformar
nuestros corazones, para que nosotros seamos realmente hombres de Dios y para que
su paz actúe en este mundo.
En la Iglesia antigua existía la costumbre de
que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando:
“Conversi ad Dominum” –volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que
ellos se volvían hacia el Este –en la dirección del sol naciente como señal del retorno
de Cristo, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna
razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o
a la Cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se
trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo
y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera. A esto se unía también
otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente:
“Sursum corda” –levantemos el corazón, fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones,
de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción– levantad vuestros
corazones, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna
manera a renovar nuestro Bautismo: Conversi ad Dominum –siempre debemos apartarnos
de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento
y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida.
Siempre hemos de ser “convertidos”, dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos
que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae
hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor. En
esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de
los santos Sacramentos nos indica el itinerario justo y atrae hacia lo alto nuestro
corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales,
hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor. Amén.