Celebración de la Pasión del Señor: la búsqueda de la unidad entre los cristianos
es el primer paso y la condición necesaria para un diálogo más amplio con los creyentes
de otras religiones y con todos los hombres a quienes les importa el destino de la
humanidad y de la paz
Viernes, 21 mar (RV).- Benedicto XVI ha presidido en la tarde de este Viernes Santo
la celebración de la Pasión del Señor, en la Basílica de San Pedro. En la oración
universal, el Papa ha invocado los beneficios de la Redención sobre toda la humanidad,
y -después de venerar la Cruz gloriosa del Señor, en la Adoración de la Cruz- con
la Santa Comunión, ha ofrecido a los fieles la prenda de la Redención.
La homilía,
pronunciada por el Predicador de la Casa Pontificia, el Padre Raniero Cantalamessa,
se ha centrado sobre el mensaje de unidad de este Viernes Santo, “como meta a alcanzar
y don que acoger”. En este sentido ha puesto de relieve que esta unidad tiene que
ser una “unidad visible, comunitaria”, e instó a buscar esta unidad perdida, que llegará,
como el propio Jesús anunció, a través del Espíritu Santo.
Para lograr esta
unión de la Iglesia, el padre Cantalamessa ha recordado que es necesario tanto un
ecumenismo doctrinal como el espiritual, ya que éste último “nace del arrepentimiento
y del perdón, y se alimenta con la oración”, y complementa a esa unión doctrinal,
dando así la unidad verdadera.
El predicador de la Casa Pontificia ha tenido
palabras también para la fundadora del Movimiento de los Focolares, Chiara Lubich,
fallecida recientemente. “Con su vida –ha evocado el padre Cantalamessa- ella nos
demostró que la búsqueda de la unidad entre los cristianos no lleva a cerrarse al
resto del mundo; sino que más bien se trata del primer paso y de la condición necesaria
para un diálogo más amplio con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres
a quienes les importa el destino de la humanidad y de la paz”.
Por último el
P. Cantalamessa ha recordado que “aquello que podrá reunir a los cristianos divididos
será sólo la difusión, entre ellos, de una nueva oleada de amor por Cristo” cuya divinidad
es la piedra angular del edificio de la fe cristiana. Por lo que no existe distinción
entre católicos, ortodoxos y protestantes, “sino entre quienes creen que Cristo es
el Hijo de Dios y quienes no lo creen”.
HOMILÍA COMPLETA P.
Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. Predicación del Viernes Santo de 2008 en
la Basílica de San Pedro
«LA TÚNICA ERA SIN COSTURAS»
«Los
soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron
cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida
de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: “No la rompamos; sino echemos a
suertes a ver a quién le toca”. Para que se cumpliera la Escritura: “Se han repartido
mis vestidos, han echado a suertes mi túnica”» (Jn 19,23-24).
Siempre
ha surgido la cuestión de qué quiso decir el evangelista Juan con la importancia que
da a este particular de la Pasión. Una explicación reciente es que la túnica recuerda
al paramento del sumo sacerdote y que Juan, por ello, deseó afirmar que Jesús murió
no sólo como rey, sino también como sacerdote.
De
la túnica del sumo sacerdote no se dice, sin embargo, en la Biblia, que tuviera que
ser sin costuras (Cf. Ex 28,4; Lev 16,4). Por eso los exegetas más autorizados prefieren
atenerse a la explicación tradicional según la cual la túnica inconsútil simboliza
la unidad de la Iglesia [1].
Cualquiera que sea
la explicación que se da del simbolismo, una cosa es cierta: la unidad de los discípulos
es, para Juan, la razón por la que Cristo muere: «Jesús iba a morir por la nación,
y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos» (Jn 11,51-52). En la última cena Él mismo había dicho: «No ruego sólo por
estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para
que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21).
La
alegre noticia que hay que proclamar el Viernes Santo es que la unidad, antes que
una meta a alcanzar, es un don que hay que acoger. Que la túnica estuviera tejida
«de arriba abajo», escribe san Cipriano, significa que «la unidad que trae Cristo
procede de lo Alto, del Padre celestial, y por ello no puede ser escindida por quien
la recibe, sino que debe ser integralmente acogida» [2].
Los
soldados dividieron en cuatro partes «los vestidos», o «el manto» (ta imatia), esto
es, el indumento exterior de Jesús, no la túnica, el chiton, que era el indumento
interno, que se lleva en contacto directo con el cuerpo. Un símbolo éste también.
Los hombres podemos dividir a la Iglesia en su aspecto humano y visible, pero no su
unidad profunda que se identifica con el Espíritu Santo. La túnica de Cristo no fue
ni jamás podrá ser dividida. Es también inconsútil. Es la fe que profesamos en el
Credo: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».
Pero
si la unidad debe servir como signo «para que el mundo crea», debe ser una unidad
también visible, comunitaria. Es ésta unidad la que se ha perdido y debemos reencontrar.
Se trata de mucho más que de relaciones de buena vecindad; es la propia unidad mística
interior --«un solo Cuerpo y un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor,
una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,4-6)--, en cuanto
que esta unidad objetiva es acogida, vivida y manifestada, de hecho, por los creyentes.
Después de la Pascua, los apóstoles preguntaron
a Jesús: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?».
Hoy dirigimos frecuentemente a Dios el mismo interrogante: ¿Es éste el tiempo en que
vas a restablecer la unidad visible de tu Iglesia? También la respuesta es la misma
de entonces: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el
Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá
sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,6-8).
Lo
recordaba el Santo Padre en la homilía pronunciada el pasado 25 de enero, en la Basílica
de San Pablo Extramuros, en conclusión de la Semana [de oración] por la unidad de
los cristianos: «La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas --decía-- es
un don que viene de lo Alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona. No está en nuestro
poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo.
Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza en
la gracia de Dios que está con nosotros».
Igualmente
hoy será el Espíritu Santo, si nos dejamos guiar, quien nos conduzca a la unidad.
¿Cómo actuó el Espíritu Santo para realizar la primera fundamental unidad de la Iglesia:
aquella entre los judíos y los gentiles? Descendió sobre Cornelio y su casa de igual
manera en que había descendido en Pentecostés sobre los apóstoles. De modo que a Pedro
no le quedó más que sacar la conclusión: «Por lo tanto, si Dios les ha concedido el
mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para
poner obstáculos a Dios?» (Hch 11,17).
De un siglo
a esta parte hemos visto repetirse ante nuestros ojos este mismo prodigio a escala
mundial. Dios ha efundido su Espíritu Santo de manera nueva e inusitada en millones
de creyentes, pertenecientes a casi todas las denominaciones cristianas y, para que
no hubiera dudas sobre sus intenciones, lo ha derramado con idénticas manifestaciones.
¿No es éste un signo de que el Espíritu nos impele a reconocernos recíprocamente como
discípulos de Cristo y a tender juntos a la unidad?
Esta
unidad espiritual y carismática, por sí sola, es verdad, no basta. Lo vemos ya en
los inicios de la Iglesia. La unidad entre judíos y gentiles en cuanto se realizó
estaba amenazada por el cisma. En el llamado concilio de Jerusalén hubo una «larga
discusión» y al final se llegó a un acuerdo, anunciado a la Iglesia con la fórmula
extraordinaria: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...» (Hechos 15,28).
El Espíritu Santo obra, por lo tanto, también a través de otra vía que es el afrontamiento
paciente, el diálogo y hasta los acuerdos entre las partes, cuando no está en juego
lo esencial de la fe. Obra a través de las «estructuras» humanas y los «ministerios»
instituidos por Jesús, sobre todo el ministerio apostólico y petrino. Es lo que llamamos
hoy ecumenismo doctrinal e institucional.
La experiencia
nos está convenciendo, sin embargo, de que este ecumenismo doctrinal, o de vértice,
tampoco es suficiente ni avanza si no se acompaña de un ecumenismo espiritual, de
base. Lo repiten cada vez con mayor insistencia precisamente los máximos promotores
del ecumenismo institucional. En el centenario de la institución de la Semana de oración
por la unidad de los cristianos (1908-2008), a los pies de la Cruz deseamos meditar
sobre este ecumenismo espiritual: en qué consiste y cómo podemos avanzar en él.
El
ecumenismo espiritual nace del arrepentimiento y del perdón, y se alimenta con la
oración. En 1977 participé en un congreso ecuménico carismático en Kansas City, en
Missouri. Había cuarenta mil personas, la mitad católicas (entre ellas el cardenal
Suenens) y la otra mitad de diversas denominaciones cristianas. Una tarde empezó a
hablar al micrófono uno de los animadores de una forma en aquella época extraña para
mí: «Vosotros, sacerdotes y pastores, llorad y lamentaos, porque el cuerpo de mi Hijo
está destrozado... Vosotros, laicos, hombres y mujeres, llorad y lamentaos porque
el cuerpo de mi Hijo está destrozado».
Comencé a
ver a los participantes caer, uno tras otro, de rodillas a mi alrededor, y a muchos
de ellos sollozar de arrepentimiento por las divisiones en el cuerpo de Cristo. Y
todo esto mientras un cartel sobresalía de un lado a otro en el estadio: «Jesús is
Lord, Jesús es el Señor». Me encontraba allí como un observador aún bastante crítico
y desapegado, pero recuerdo que pensé: Si un día todos los creyentes se reúnen para
formar una sola Iglesia, será así: mientras estemos todos de rodillas, con el corazón
contrito y humillado, bajo el gran señorío de Cristo.
Si
la unidad de los discípulos debe ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo,
debe ser ante todo una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad.
La Escritura nos exhorta a «hacer la verdad en la caridad» (veritatem facientes in
caritate) (Ef 4,15). Y san Agustín afirma que «no se entra en la verdad más que a
través de la caridad»: non intratur in veritatem nisi per caritatem [3].
Lo
extraordinario acerca de esta vía hacia la unidad basada en el amor es que ya está
abierta de par en par ante nosotros. No podemos «quemar etapas» en cuanto a la doctrina,
porque las diferencias existen y hay que resolverlas con paciencia en las sedes apropiadas.
Pero podemos en cambio quemar etapas en la caridad, y estar unidos desde ahora. El
verdadero y seguro signo de la venida del Espíritu no es –escribe san Agustín-- hablar
en lenguas, sino que es el amor por la unidad: «Sabéis que tenéis el Espíritu Santo
cuando accedéis a que vuestro corazón se adhiera a la unidad a través de una sincera
caridad» [4].
Meditemos en el himno a la caridad,
de san Pablo. Cada frase suya adquiere un significado actual y nuevo, si se aplica
al amor entre los miembros de las diferentes Iglesias cristianas, en las relaciones
ecuménicas:
«La caridad es paciente... La
caridad no es envidiosa... No busca su interés (o solo el interés de su
Iglesia)... No toma en cuenta el mal recibido (si acaso, ¡el mal realizado
a los demás!). No se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad (no
se alegra de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se goza en sus éxitos). Todo
lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» ( l Co 13,4 ss).
Esta
semana hemos acompañado a su morada eterna a una mujer –Chiara Lubich, fundadora del
Movimiento de los Focolares-- que fue una pionera y un modelo de este ecumenismo espiritual
del amor. Con su vida ella nos demostró que la búsqueda de la unidad entre los cristianos
no lleva a cerrarse al resto del mundo; es, más bien, el primer paso y la condición
para un diálogo más amplio con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres
a quienes les importa el destino de la humanidad y de la paz.
«Amarse
–se dice-- no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección».
También entre cristianos amarse significa mirar juntos en la misma dirección que es
Cristo. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Ocurre como en los radios de una rueda. Observemos
qué sucede a los radios cuando, desde el centro, parten hacia el exterior: a medida
que se alejan del centro se distancian también unos de otros, hasta terminar en puntos
lejanos de la circunferencia. Miremos, en cambio, qué sucede cuando, desde la circunferencia,
se dirigen hacia el centro: según se aproximan al centro, se acercan también entre
sí, hasta formar un único punto. En la medida en que vayamos juntos hacia Cristo,
nos aproximaremos también entre nosotros, hasta ser verdaderamente, como Él pidió,
«uno, con Él y con el Padre».
Aquello que podrá reunir
a los cristianos divididos será sólo la difusión, entre ellos, de una nueva oleada
de amor por Cristo. Es lo que está aconteciendo por obra del Espíritu Santo y que
nos llena de estupor y de esperanza. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que
uno murió por todos» (2 Co 5,14). El hermano de otra Iglesia –es más, todo ser humano--
es «aquél por quien murió Cristo» (Rm 14,15), igual que murió por mí.
Un
motivo debe impulsarnos sobre todo en este camino difícil. Lo que está en juego al
inicio del tercer milenio ya no es lo mismo que al principio del segundo milenio,
cuando se produjo la separación entre oriente y occidente, ni es lo mismo que a mitad
del mismo milenio, cuando se produjo la separación entre católicos y protestantes.
¿Podemos decir que la forma exacta de proceder del Espíritu Santo del Padre, o la
manera en que se realiza la justificación del pecador, sean los problemas que apasionan
a los hombres de hoy y con los que permanece o cae la fe cristiana? El mundo ha seguido
adelante y nosotros hemos permanecido clavados a problemas y fórmulas de las que el
mundo ni siquiera conoce ya el significado.
En las
batallas medievales había un momento en que, superada la infantería, los arqueros
y la caballería, la riña se concentraba en torno al rey. Ahí se decidía el resultado
final del choque. También para nosotros la batalla hoy se libra en torno al rey. Existen
edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca cierto punto neurálgico,
o se mueve determinada piedra, todo se derrumba. En el edificio de la fe cristiana
esta piedra angular es la divinidad de Cristo. Suprimida ésta, todo se disgrega y,
antes que cualquier otra cosa, la fe en la Trinidad.
De
ello se percibe que existen actualmente dos ecumenismos posibles: un ecumenismo de
la fe y un ecumenismo de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que
Jesús es el Hijo de Dios, que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo murió
para salvar a todos los hombres; otro que reúne a cuantos, por respeto al símbolo
de Nicea, siguen proclamando estas verdades, pero vaciándolas de su verdadero contenido.
Un ecumenismo en el que, al límite, todos creen en las mismas cosas, porque nadie
cree ya en nada, en el sentido que la palabra «creer» tiene en el Nuevo Testamento.
«¿Quién es el que vence al mundo –escribe Juan en
su Primera Carta-- sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,5). Siguiendo
este criterio, la distinción fundamental entre los cristianos no lo es entre católicos,
ortodoxos y protestantes, sino entre quienes creen que Cristo es el Hijo de Dios y
quienes no lo creen.
«El
año segundo del rey Darío, el día uno del sexto mes, fue dirigida la palabra del Señor,
por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, y a
Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote...: ¿Es acaso para vosotros el momento de
habitar en vuestras casas artesonadas, mientras mi Casa está en Ruinas?» (Ag 1,1-4).
Esta
palabra del profeta Ageo se dirige hoy a nosotros. ¿Es éste el tiempo de seguir preocupándonos
sólo de lo que afecta a nuestra orden religiosa, a nuestro movimiento, o a nuestra
Iglesia? ¿No será precisamente ésta la razón por la que también nosotros «sembramos
mucho, pero cosechamos poco» (Ag 1,6)? Predicamos y nos esforzamos en todos los modos,
pero el mundo se aleja, en lugar de acercarse a Cristo.
El
pueblo de Israel escuchó la reprensión del profeta, dejó de embellecer cada uno su
propia casa para reconstruir juntos el templo de Dios. Entonces Dios envió de nuevo
a su profeta con un mensaje de consuelo y de aliento, que es también para nosotros:
«¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo del Señor; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq,
sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo del Señor. ¡A la obra, que
estoy yo con vosotros!» (Ag 2,4). ¡Ánimo, a todos vosotros, que tanto os importa la
causa de la unidad de los cristianos, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros,
dice el Señor!