Al celebrar esta mañana en la basílica vaticana la Santa Misa del Crisma Benedicto
XVI invita a los obispos y presbíteros a renovar su compromiso de vivir, de forma
cada vez más digna, la vocación recibida
Jueves, 20 mar (RV).- Esta mañana, al concluir la Santa Misa del Crisma –que el Papa
celebró con los obispos y presbíteros presentes en Roma en la Basílica de San Pedro–
el Santo Padre afirmó textualmente: «Hemos querido renovar nuestro compromiso de vivir
de forma cada vez más digna la vocación que hemos recibido». Durante esta tradicional
celebración anual, el Papa bendijo el crisma y el óleo de los catecúmenos y de los
enfermos, subrayando el misterio de la Iglesia como sacramento de Cristo, que «santifica
–dijo– toda realidad y situación de vida».
Confiando el Crisma y los óleos
a los obispos y sacerdotes, para que, por medio de su ministerio, la gracia divina
fluya en las almas, brindando fortaleza y vida, el Pontífice reiteró la exhortación
a «respetar, venerar y conservar con cuidado particular» estos signos de la gracia
de Dios, para que las personas, los lugares y las cosas que serán signados con ellos,
puedan resplandecer en la misma unidad de Dios que, por un don admirable de su amor,
ha querido que en los signos sacramentales se renovaran místicamente los eventos de
la historia de la salvación».
«Dado que la Liturgia cristiana, por su naturaleza,
es también anuncio, -dijo el Papa más adelante en su homilía- debemos ser personas
que tengan familiaridad con la Palabra de Dios; que la aman y la viven: sólo entonces
también podremos aprender a conocer al Señor en su palabra y hacerlo conocer a todos
aquellos que Él nos confía». Y recordó que la tentación de la humanidad es siempre
la de querer ser totalmente autónoma, la de seguir sólo su propia voluntad y considerar
que sólo así nosotros seremos libres.
«Pero es justamente así –dijo el Obispo
de Roma textualmente- que nos ponemos contra la verdad, dado que la verdad es que
nosotros debemos compartir nuestra libertad con la de los demás y podemos ser libres
sólo en comunión den ellos». Y añadió que esta «libertad compartida» sólo puede ser
libertad si con ella «entramos en lo que constituye la medida misma de la libertad,
si entramos en la voluntad de Dios».
Porque como dijo el Papa, esta obediencia
fundamental, que forma parte del ser humano, se hace más concreta aún en el sacerdote,
puesto que ellos están llamados a anunciar a Dios y su palabra. «No inventamos la
Iglesia como quisiéramos que fuera –afirmó Benedicto XVI–, sino que anunciamos la
Palabra de Cristo de manera correcta sólo en la comunión de su Cuerpo. Nuestra obediencia
es creer con la Iglesia, pensar y hablar con la Iglesia, y servir con ella».
Recordamos
a nuestros oyentes que los óleos bendecidos en la Misa del Crisma –como el aire, el
agua y la luz– pertenecen a esa realidad elemental del cosmos que mejor expresa los
dones de Dios creador, redentor y santificador. El aceite es una sustancia terapéutica
y aromática cuya naturaleza asume un simbolismo bíblico-litúrgico de gran valor para
expresar la unción del Espíritu que sana, ilumina, conforta y consagra de dones a
todo el cuerpo de la Iglesia. La liturgia de la bendición de los óleos expresa este
simbolismo primordial y precisa el sentido sacramental de la Misa crismal de hoy,
siendo ésta, una de las principales manifestaciones de la plenitud del sacerdocio
del Obispo de Roma y un signo de la estrecha unión de los presbíteros con él.
La
bendición del crisma da el nombre de Misa crismal a esta liturgia que se celebra el
Jueves Santo. El rito de la bendición de los óleos, insertado en la celebración eucarística,
tras la homilía y la renovación de la promesa sacerdotal, pone de relieve también
el misterio de la Iglesia como sacramento global del Cristo que santifica cada realidad
y situación de la vida.
Por este motivo, junto al crisma, se bendicen los óleos
de los catecúmenos, que luchan por vencer el espíritu del mal en vista del compromiso
del Bautismo, y el óleo de los enfermos, para la unción sacramental. De este modo,
el óleo cubre a todos los miembros de la Iglesia, desde sus orígenes hasta el final,
expandiendo así por el mundo, “el buen perfume” de Cristo.