Santa Misa en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos este año en «acción
de gracias por el don que en ellos Dios ha brindado a la Iglesia»
Lunes, 5 nov (RV).- «Tuvieron en común la cosa más grande: la amistad con el Señor
Jesús». Benedicto XVI ha presidido esta mañana la Santa Misa en sufragio por los cardenales
y obispos fallecidos a lo largo del año - entre ellos el cardenal español Antonio
María Javierre y el venezolano Rosalio José Castillo Lara – en «acción de gracias
por el don que en ellos Dios ha brindado a la Iglesia».
Después de haber conmemorado
a todos los fieles difuntos, en la celebración litúrgica del pasado día dos de noviembre,
Benedicto XVI ha presidido esta mañana en la Basílica vaticana, el tradicional Sacrificio
eucarístico en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos a lo largo del año.
Con fraterno afecto, el Papa ha recordado los nombres de los purpurados fallecidos
- entre ellos el español Antonio María Javierre y el venezolano Rosalio José Castillo
Lara – así como el de los cardenales Salvatore Pappalardo, Frédéric Etsou-Nzabi Bamungwabi,
Angelo Felici, Jean-Marie Lustiger, Edouard Gagnon y Adam Kozlowiecki.
El Pontífice
ha rezado en acción de gracias a Dios por ellos y por los otros Pastores que, «llamados
por el Señor han dejado este mundo», que ‘no ha conocido’ al Padre: «Pensando en la
persona y en el ministerio de cada uno de ellos, aun en el pesar de la separación,
elevamos a Dios una profunda acción de gracias por el don que en ellos Él ha brindado
a la Iglesia y por todo el bien que con la ayuda divina han podido cumplir. Igualmente
encomendamos al Eterno Padre a los Patriarcas, a los Arzobispos y a los Obispos difuntos,
expresando también por ellos nuestra gratitud en nombre de toda la Comunidad católica».
«Padre, quiero que donde yo esté estén también conmigo los que tú mes hado,
para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la
creación del mundo» (Jn 17, 24). Tras reiterar que la oración de sufragio de la Iglesia
se afianza en este ruego, con el que el mismo Jesús se refiere a sus discípulos y
que se extiende «a todos los discípulos de todos los tiempos», «muertos en el signo
de la fe», con el anhelo de que «sean una cosa sola, para que el mundo crea», Benedicto
XVI ha hecho hincapié en la importancia de ser amigos de Jesús: «Ésta es la gracia
más preciosa de todas sus vidas. Han sido ciertamente hombres con características
distintas, tanto en ámbito personal como en el ministerio que ejercieron. Pero todos
tuvieron en común la cosa más grande: la amistad con el Señor Jesús. Tuvieron la suerte
de recibirla en la tierra, como sacerdotes, y ahora, más allá de la muerte, comparten
en los cielos esta ‘herencia incorruptible, inmaculada y que no se marchita’ (1 P
1,4). Durante su existencia temporal, Jesús les hizo conocer el nombre de Dios, admitiéndolos
a participar en el amor de la Santísima Trinidad. El amor del Padre por el Hijo, entró
en ellos y así la Persona misma del Hijo, en virtud del Espíritu Santo, moró en cada
uno de ellos (cfr Jn 17,26): una experiencia de comunión divina, que por su naturaleza
tiende a ocupar toda la existencia, para transfigurarla y prepararla a la gloria de
la vida eterna».
El Papa ha insistido en la confianza en el socorro del Señor
y en la confianza - consoladora y salvadora – de Jesús, que sabe que su muerte es
un bautismo, es decir una inmersión en el amor del Padre: «Una confianza que a veces
el pueblo, lamentablemente, desmintió por inconstancia y superficialidad, llegando
a abusar de la benevolencia divina. En la Persona de Jesús, sin embargo, el amor hacia
Dios Padre es plenamente sincero, auténtico y fiel».
El ‘yo’ de Jesús se vuelve
un ‘nosotros’, el de su Iglesia. Identificación que se refuerza en cuantos, por una
especial llamada del Señor, han sido configurados a Él en el Orden Sagrado. Benedicto
XVI ha evocado el salmo responsorial sobre el alma que tiene sed del Dios vivo. «Esta
sed contiene una verdad que no traiciona, una esperanza que no desilusiona. Es una
sed que, a través de la noche más oscura, ilumina el camino hacia el manantial de
la vida, como ha cantado con admirables expresiones san Juan de la Cruz. El Salmista
da espacio a los lamentos del alma, pero en el centro y al final de su admirable himno
pone un estribillo lleno de confianza: ‘¿Por qué estás triste, alma mía, por qué gimes?
Espera en Dios, aun podré alabarlo, él salvación de mi rostro y Dios mío’. En la luz
de Cristo y de su misterio pascual, estas palabras revelan toda su maravillosa verdad»:
«Ni
siquiera la muerte puede hacer vana la esperanza del creyente, porque Cristo entró
por nosotros en el santuario del cielo y allí quiere conducirnos, después de habernos
preparado un lugar. Con esta fe y esta esperanza, nuestros queridos Hermanos difuntos
han rezado innumerables veces este Salmo. Como sacerdotes han experimentado toda su
resonancia existencial, tomando sobre sí las acusaciones y burlas de cuantos dicen
a los creyentes en la prueba: ‘¿Dónde está tu Dios?’ Ahora, al final de su exilio
terrenal, han llegado a la patria. Siguiendo el camino que les abrió el Señor Resucitado,
no han entrado en un templo hecho por manos de hombre, sino en el mismo cielo (crf
Jd 9,24) Nuestro ruego es que allí - junto con la bienaventurada Virgen María y con
todos los Santos - puedan contemplar finalmente el rostro de Dios y cantar eternamente
sus alabanzas ¡Amén!