Sábado, 15 sep (RV).- Si ayer, Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, recodábamos
el escándalo de la Cruz, y su fuerza liberadora, hoy la Fiesta es por el dolor de
la Madre. Nosotros no hubiéramos introducido la Cruz para redimir el mal, ni hubiéramos
pensado en la espada que atravesó el amor de María. Pero los caminos de Dios son diferentes.
Jesús aceptó la cruz para ser solidario y compartir nuestro dolor y María aceptó esa
espada para estar cerca de todas las madres.
El dolor no será jamás comprendido
aquí abajo y tal vez allá arriba. Es misterio de Dios el por qué habrá querido que
la Madre del cielo y las madres de la tierra liberen a los seres humanos de los males
que acarrean las injusticias a través del dolor y el sufrimiento. Sabemos que detrás
de todo esto anda el amor, y tal vez sea el amor la explicación de lo inexplicable.
En María, ese dolor es co-redentor, unido al de su Hijo, nos abre los ojos a la luz
de ese horizonte de amor que todo lo salva.
Es la esperanza para un mundo que
cierra los ojos a Dios: una Madre dolorida y dolorosa, porque los hijos no quieren
llevarse bien, porque abandonan la devoción filial, porque olvidan el valor del hogar
y la familia, porque rompen el valor de la fraternidad.
El silencio de María
junto a la cruz de su hijo es un sí de amor al Padre que nos regenera para la Vida.
No son los derechos del Hijo, ni los derechos de la Madre, los que garantizan la paz
del alma, sino la ofrenda generosa de nuestras vidas, unidas a las de Jesús y María.
Ese dolor sufrido, cuando los hombres damos la espalda a Dios, es el dolor divino
que se manifiesta como misericordia, como esperanza, como perdón.