Escuchar el programa Viernes, 6 jul
(RV).- En nuestras reflexiones de hoy hablaremos del amor posesivo, de esa creencia
de que el amor nos autoriza a saberlo todo, controlarlo todo, decirlo todo respecto
a la persona que amamos, anulando completamente su individualidad, y esto ocurre tanto
con nuestras parejas como con nuestros hijos, el amor que sentimos por ellos nos lleva
a creer que nos pertenecen.
Tal vez nuestras costumbres de poseerlo todo han
desvirtuado los vínculos afectivos convirtiéndolos en relaciones de dominio, creando
situaciones que van desde la dependencia hasta el abuso sexual y las violaciones;
desde el maltrato e incluso hasta el asesinato. Estas son nuestras reflexiones en
familia, bienvenidos.
Culturalmente tenemos muchos elementos que no favorecen
el amor sano, libre, responsable, basado en principios de verdad y respeto. Muchas
personas consideran realmente que el amor o el hecho de amar a alguien es poseerlo.
Y este sentimiento de posesión puede expresarse de múltiples maneras: aquellas personas
que controlan todo el día los movimientos de su ser amado, sea su pareja o sus hijos,
que necesitan saber todo, absolutamente todo de la otra persona: con quien se relacionan,
las decisiones que toman, las rutinas que tienen, las llamadas que hace, lo que come,
los temas que aborda, etc. Etc. Incluso los celos, por ejemplo en ciertos círculos
culturales se siguen considerando no sólo normales sino, además, señales inequívocas
del verdadero amor.
Y es que, desde el punto de vista lógico, sabemos que una
cosa es amar y otra muy distinta poseer. Pero en la vida cotidiana no siempre los
distinguimos. Con frecuencia las personas relatan que cuando sus parejas hablan de
querer libertad sienten celos, y la sola idea altera y destroza su tranquilidad interior.
Imaginan que su amado o amada se va a ir con otro.
Los sentimientos de celos
hacen ver señales de traición en las conversaciones más sencillas, las risas en el
teléfono confirman las sospechas, la ropa nueva o el gimnasio hablan de la indudable
presencia del amante. Los celosos sólo se disipan en la presencia del amado pero,
lo más grave, no hay felicidad, pues lo esperado es que al establecer un vínculo amoroso,
se adquiere el derecho al dominio de los sentimientos y del tiempo del otro.
En
esos escenarios es usual que surjan conflictos cada vez que la pareja exprese algún
deseo de independencia, incluso el de pensar o sentir algo con lo que el cónyuge no
esté de acuerdo. Y, por supuesto, pueden llegar a ser muy graves si se trata de tener
amigos o amigas que el celoso o la celosa no aprueben, pues el control sobre las relaciones
que puedan poner en riesgo el vínculo, se considera un derecho.
Es claro que
el amor posesivo, con la pareja o con los hijos, lo único que refleja es una gran
inseguridad, un gran miedo a perder el amor, y por eso asume que el amor es una obligación.
Desde este punto de vista, es casi imposible pensar que el respeto a la dignidad mutua
se constituya en el fundamento de la relación, y la libertad se instaure como la esencia
del proceso amoroso.
Amar nos habla de cuidar al otro para que crezca y sea
libre. En cambio, poseer nos invoca a declarar dominio, a ostentar el derecho de usarle
en beneficio propio. Los celos son, entonces, la dolorosa emoción que transforma el
amor en posesión, son el escenario en el que el temor de perder al amado nos conduce,
inevitablemente, a la muerte de la relación.
Sólo si nos atrevernos a cuidar
la libertad del amado podremos lograr que nuestros vínculos afectivos cuenten historias
en las que los protagonistas sean el amor, la independencia, la sexualidad consentida
pero, sobre todo, el respeto a la vida.