Mensaje Pascual Urbi et Orbi del Santo Padre Benedicto XVI
Hermanos y hermanas del mundo entero, ¡hombres y mujeres de buena voluntad!
¡Cristo
ha resucitado! ¡Paz a vosotros! Se celebra hoy el gran misterio, fundamento de la
fe y de la esperanza cristiana: Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado de
entre los muertos al tercer día, según las Escrituras. El anuncio dado por los ángeles,
al alba del primer día después del sábado, a Maria la Magdalena y a las mujeres que
fueron al sepulcro, lo escuchamos hoy con renovada emoción: “¿Por qué buscáis entre
los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado!” (Lc 24,5-6).
No
es difícil imaginar cuales serían, en aquel momento, los sentimientos de estas mujeres:
sentimientos de tristeza y desaliento por la muerte de su Señor, sentimientos de incredulidad
y estupor ante un hecho demasiado sorprendente para ser verdadero. Sin embargo, la
tumba estaba abierta y vacía: ya no estaba el cuerpo. Pedro y Juan, avisados por las
mujeres, corrieron al sepulcro y verificaron que ellas tenían razón. La fe de los
Apóstoles en Jesús, el Mesías esperado, había sufrido una dura prueba por el escándalo
de la cruz. Durante su detención, condena y muerte se habían dispersado, y ahora se
encontraban juntos, perplejos y desorientados. Pero el mismo Resucitado se hizo presente
ante su sed incrédula de certezas. No fue un sueño, ni ilusión o imaginación subjetiva
aquel encuentro; fue una experiencia verdadera, aunque inesperada y justo por esto
particularmente conmovedora. “Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»”
(Jn 20,19).
Ante aquellas palabras, se reavivó la fe casi apagada
en sus ánimos. Los Apóstoles lo contaron a Tomás, ausente en aquel primer encuentro
extraordinario: ¡Sí, el Señor ha cumplido cuanto había anunciado; ha resucitado realmente
y nosotros lo hemos visto y tocado! Tomás, sin embargo, permaneció dudoso y perplejo.
Cuando, ocho días después, Jesús vino por segunda vez al Cenáculo le dijo: “Trae tu
dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo,
sino creyente!”. La respuesta del apóstol es una conmovedora profesión de fe: “¡Señor
mío y Dios mío!” (Jn 20,27-28).
“¡Señor mío y Dios mío!”. Renovemos
también nosotros la profesión de fe de Tomás. Como felicitación pascual, este año,
he elegido justamente sus palabras, porque la humanidad actual espera de los cristianos
un testimonio renovado de la resurrección de Cristo; necesita encontrarlo y poder
conocerlo como verdadero Dios y verdadero Hombre. Si en este Apóstol podemos encontrar
las dudas y las incertidumbres de muchos cristianos de hoy, los miedos y las desilusiones
de innumerables contemporáneos nuestros, con él podemos redescubrir también con renovada
convicción la fe en Cristo muerto y resucitado por nosotros. Esta fe, transmitida
a lo largo de los siglos por los sucesores de los Apóstoles, continúa, porque el Señor
resucitado ya no muere más. Él vive en la Iglesia y la guía firmemente hacia el cumplimiento
de su designio eterno de salvación.
Cada uno de nosotros puede ser tentado
por la incredulidad de Tomás. ¿El dolor, el mal, las injusticias, la muerte, especialmente
cuando afectan a los inocentes - por ejemplo, los niños víctimas de la guerra y del
terrorismo, de las enfermedades y del hambre-, ¿no someten quizás nuestra fe a dura
prueba? No obstante, justo en estos casos, la incredulidad de Tomás nos resulta paradójicamente
útil y preciosa, porque nos ayuda a purificar toda concepción falsa de Dios y nos
lleva a descubrir su rostro auténtico: el rostro de un Dios que, en Cristo, ha cargado
con las llagas de la humanidad herida. Tomás ha recibido del Señor y, a su vez, ha
transmitido a la Iglesia el don de una fe probada por la pasión y muerte de Jesús,
y confirmada por el encuentro con Él resucitado. Una fe que estaba casi muerta y ha
renacido gracias al contacto con las llagas de Cristo, con las heridas que el Resucitado
no ha escondido, sino que ha mostrado y sigue indicándonos en las penas y los sufrimientos
de cada ser humano.
“Sus heridas os han curado” (1 P 2,24), éste es
el anuncio que Pedro dirigió a los primeros convertidos. Aquellas llagas, que en un
primer momento fueron un obstáculo a la fe para Tomás, porque eran signos del aparente
fracaso de Jesús; aquellas mismas llagas se han vuelto, en el encuentro con el Resucitado,
pruebas de un amor victorioso. Estas llagas que Cristo ha contraído por nuestro amor
nos ayudan a entender quién es Dios y a repetir también: “Señor mío y Dios mío”. Sólo
un Dios que nos ama hasta cargar con nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo
el dolor inocente, es digno de fe.
¡Cuántas heridas, cuánto dolor en el mundo!
No faltan calamidades naturales y tragedias humanas que provocan innumerables víctimas
e ingentes daños materiales. Pienso en lo que ha ocurrido recientemente en Madagascar,
en las Islas Salomón, en América latina y en otras Regiones del mundo. Pienso en el
flagelo del hambre, en las enfermedades incurables, en el terrorismo y en los secuestros
de personas, en los mil rostros de la violencia - a veces justificada en nombre de
la religión -, en el desprecio de la vida y en la violación de los derechos humanos,
en la explotación de la persona. Miro con aprensión las condiciones en que se encuentran
tantas regiones de África: en el Darfur y en los Países cercanos se da una situación
humanitaria catastrófica y por desgracia infravalorada; en Kinshasa, en la República
Democrática del Congo, los choques y los saqueos de las pasadas semanas hacen temer
por el futuro del proceso democrático congoleño y por la reconstrucción del País;
en Somalia la reanudación de los combates aleja la perspectiva de la paz y agrava
la crisis regional, especialmente por lo que concierne a los desplazamientos de la
población y al tráfico de armas; una grave crisis atenaza Zimbabwe, para la cual los
Obispos del País, en un reciente documento, han indicado como única vía de superación
la oración y el compromiso compartido por el bien común.
Necesitan reconciliación
y paz: la población de Timor Este, que se prepara a vivir importantes convocatorias
electorales; Sri Lanka, donde sólo una solución negociada pondrá punto final al drama
del conflicto que lo ensangrienta; Afganistán, marcado por una creciente inquietud
e inestabilidad. En Medio Oriente - junto con señales de esperanza en el diálogo entre
Israel y la Autoridad palestina -, por desgracia nada positivo viene de Irak, ensangrentado
por continuas matanzas, mientras huyen las poblaciones civiles; en el Líbano el estancamiento
de las instituciones políticas pone en peligro el papel que el País está llamado a
desempeñar en el área de Medio Oriente e hipoteca gravemente su futuro. No puedo olvidar,
por fin, las dificultades que las comunidades cristianas afrontan cotidianamente y
el éxodo de los cristianos de aquella Tierra bendita que es la cuna de nuestra fe.
A aquellas poblaciones renuevo con afecto mi cercanía espiritual.
Queridos
hermanos y hermanas: a través de las llagas de Cristo resucitado podemos ver con ojos
de esperanza estos males que afligen a la humanidad. En efecto, resucitando, el Señor
no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero los ha vencido en la raíz con
la superabundancia de su gracia. A la prepotencia del Mal ha opuesto la omnipotencia
de su Amor. Como vía para la paz y la alegría nos ha dejado el Amor que no teme a
la Muerte. “Que os améis unos a otros - dijo a los Apóstoles antes de morir – como
yo os he amado” (Jn 13,34).
¡Hermanos y hermanas en la fe, que me escucháis
desde todas partes de la tierra! Cristo resucitado está vivo entre nosotros, Él es
la esperanza de un futuro mejor. Mientras decimos con Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”,
resuena en nuestro corazón la palabra dulce pero comprometedora del Señor: “El que
quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a
quien me sirva, el Padre lo premiará” (Jn 12,26). Y también nosotros, unidos
a Él, dispuestos a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3,16, nos convertimos
en apóstoles de paz, mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de
la Resurrección. Que María, Madre de Cristo resucitado, nos obtenga este don pascual.
¡Feliz Pascua a todos!