Homilía de Benedicto XVI durante la Vigilia Pascual de la Noche Santa celebrada en
la Basílica de San Pedro del Vaticano
Domingo, 8 abr (RV).- A continuación les ofrecemos el texto íntegro de la Homilía
de Benedicto XVI durante la Vigilia Pascual de ayer por la noche, Noche Santa, celebrada
en la Basílica de San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas: Desde los tiempos
más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et
adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu
mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después
de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes.
La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse,
resucitar.
Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente
un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia
de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos.
Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo,
¿qué le sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo,
allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín
del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al
menos la tiniebla me encubra…», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara
como el día” (Sal 138 [139],8-12).
En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia:
Jesucristo ha realizado por nosotros este viaje a través del universo. En la Carta
a los Efesios leemos que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que
bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. 4,
9s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad impenetrable de
la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas
se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento
y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje
hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz;
y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero estas palabras
del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos
dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros.
Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente
incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú
no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.
Estas
palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo
tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es
más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un
nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos,
que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos
sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo;
Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él,
con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos
nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir
con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos
de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa
también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después
de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte
ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a
los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si
muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así
me encuentro en este dilema: partir - es decir, ser ejecutado - y estar con Cristo,
sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss).
A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera
diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre
estoy en tus manos”. A los romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y
ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, ... si morimos,... somos del Señor” (14,7s).
Queridos
catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida
pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no
estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre.
En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades
de la muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados
del miedo. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.
Volvamos
de nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos respecto al camino de Cristo:
“Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió entonces? Ya que no conocemos el mundo de
la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de la muerte a través
de imágenes que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia,
ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del
Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: “¡Portones!, alzad los
dinteles, que se alcen las antiguas compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas,
nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro.
Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas
irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor
es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho
hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor
es más fuerte que la muerte. Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran
como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz.
“La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Sal 138 [139],12).
Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos
se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a Adán y a
todos los hombres que esperan en la noche de la muerte. A la vista de ellos parece
como si se oyera la súplica de Jonás: “Desde el vientre del infierno pedí auxilio,
y escuchó mi clamor” (Jon 2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una
sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza
aquel acto extremo de amor descendiendo a la no-che de la muerte, Él lleva a cabo
el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos
los hombres que esperan y los lleva a la luz.
Ahora, sin embargo, se puede
preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por
medio de Cristo? El alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la
creación, ¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre
está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída.
Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos
hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si
no el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El
hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del
infierno te pido auxilio...”. Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba,
hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente
la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros vivimos agarrados
a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo
así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza.
Éste es
el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección
de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El
amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende.
La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre
las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo,
sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en esta noche:
Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que es más fuerte
que la muerte. Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno
y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en
mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad
de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a
llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente
así subir contigo! Amén.