En la Homilía de la Vigilia Pascual de la Noche Santa, el Santo Padre puso de relieve
la importancia del amor, que por medio de la resurrección de Jesús, se ha revelado
más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal
Domingo, 8 abr (RV).- “Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy
contigo, tú has puesto sobre mí tu mano”. Con las primeras palabras del Hijo dirigidas
al Padre después de su resurrección, inicia la liturgia de la Pascua, y de este modo,
inició ayer Benedicto XVI la Homilía de la Vigilia Pascual de la Noche Santa celebrada
en la Basílica de San Pedro del Vaticano. Como recordó el Pontífice, estas palabras
del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos
dirige a cada uno de nosotros: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo. Donde
nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo
y para ti transformo las tinieblas en luz”.
Para el Santo Padre, estas palabras
del Salmo, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. “El
Bautismo –explicó- es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en
una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida, porque en el Bautismo
nos entregamos a Cristo”.
“Queridos bautizandos –dijo el Pontífice- ésta es
la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos.
Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que
estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho
el viaje cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún,
acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva,
dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma”.
Pero volvamos de nuevo a
la noche del Sábado Santo. Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas:
sus heridas, sus padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la
muerte. Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a la
luz. Porque, como señaló el Pontífice, “sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia
arriba, hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Y
sólo así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza”.
“Éste
es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección
de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El
amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende.
La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre
las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo,
sabiendo que precisamente así subimos también con Él”.
A continuación les ofrecemos
el texto íntegro de la Homilía de Benedicto XVI durante la Vigilia Pascual de ayer
por la noche, Noche Santa, celebrada en la Basílica de San Pedro.
Queridos
hermanos y hermanas: Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua
empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy
contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras
del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche
de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también
en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.
Esas palabras están
tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un sentido diferente. Este Salmo
es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de
confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos
buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le sucederá? “Si
escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si
vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará
tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra…»,
ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138 [139],8-12).
En
el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este
viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado
a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de
los cielos para llenar el universo (cf. 4, 9s). Así se ha hecho realidad la visión
del Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se
hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede
considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado
dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta
el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado
para siempre de tus manos”. Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido
también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre
contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas,
caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie
ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para
ti transformo las tinieblas en luz.
Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio
del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede
en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más
que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida.
El fragmento de la Carta a los Romanos, que hemos escuchado ahora, dice con palabras
misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo.
En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos
para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y
así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra
vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy
yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie
de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte
y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo
y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín.
Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida
es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si
quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir
- es decir, ser ejecutado - y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en
esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín
de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad:
“Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los romanos
escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos,
... si morimos,... somos del Señor” (14,7s).
Queridos catecúmenos que vais
a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo,
ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera
en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con
Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados
por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza
y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.
Volvamos de
nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos respecto al camino de Cristo:
“Descendió a los infiernos”. ¿Qué ocurrió entonces? Ya que no conocemos el mundo de
la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la superación de la muerte a través
de imágenes que siempre resultan poco apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia,
ellas nos ayudan a entender algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del
Salmo 23 [24] a la bajada de Jesús en la noche de la muerte: “¡Portones!, alzad los
dinteles, que se alcen las antiguas compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas,
nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro.
Cristo, en cambio, tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas
irrevocables. Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor
es la llave que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho
hombre para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor
es más fuerte que la muerte. Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran
como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es luz.
“La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Sal 138 [139],12).
Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus heridas, sus padecimientos
se han convertido en fuerza, son amor que vence la muerte. Él encuentra a Adán y a
todos los hombres que esperan en la noche de la muerte. A la vista de ellos parece
como si se oyera la súplica de Jonás: “Desde el vientre del infierno pedí auxilio,
y escuchó mi clamor” (Jon 2,3). El Hijo de Dios en la encarnación se ha hecho una
sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en aquel momento, en el que realiza
aquel acto extremo de amor descendiendo a la no-che de la muerte, Él lleva a cabo
el camino de la encarnación. A través de su muerte Él toma de la mano a Adán, a todos
los hombres que esperan y los lleva a la luz.
Ahora, sin embargo, se puede
preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué novedad ocurrió realmente allí por
medio de Cristo? El alma del hombre, precisamente, es de por sí inmortal desde la
creación, ¿qué novedad ha traído Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre
está de modo singular en la memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída.
Pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos
hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si
no el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El
hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del
infierno te pido auxilio...”. Sólo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba,
hasta la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga verdaderamente
la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros vivimos agarrados
a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el corazón de Dios. Y sólo
así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es esperanza.
Éste es
el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la resurrección
de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte que el mal. El
amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la que Él asciende.
La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su amor, llevados sobre
las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo,
sabiendo que precisamente así subimos también con Él. Pidamos, pues, en esta noche:
Señor, demuestra también hoy que el amor es más fuerte que el odio. Que es más fuerte
que la muerte. Baja también en las noches y a los infiernos de nuestro tiempo moderno
y toma de la mano a los que esperan. ¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en
mis noches oscuras y llévame fuera! ¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad
de quienes esperan, que claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a
llevarles tu luz! ¡Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente
así subir contigo! Amén.