Vía Crucis de Viernes Santo: Meditaciones de monseñor Gianfranco Ravasi
Viernes, 6 abr (RV).- Les presentamos a continuación el texto completo de las meditaciones
del Vía Crucis que tendrá lugar, como es tradicional, en el Coliseo de Roma, en este
Viernes Santo, a cargo de Mons. Gianfranco Ravasi, Prefecto de la Biblioteca-Pinacoteca
Ambrosiana de Milán.
PRESENTACIÓN
Al final de una mañana primaveral
de un año entre el 30 y el 33 de nuestra era, por una calle de Jerusalén -que en los
siglos sucesivos llevaría el nombre emblemático de «Vía dolorosa »- avanzaba un pequeño
cortejo: un condenado a muerte, escoltado por una patrulla del ejército romano, caminaba
llevando el patibulum, es decir, el brazo transversal de la cruz cuyo palo
vertical ya estaba plantado allá arriba, entre las piedras de un pequeño promontorio
rocoso llamado en arameo Gólgota y en latín Calvario, o sea, « Cráneo ».
Ésta
era la última etapa de una historia conocida por todos, en cuyo centro destaca la
figura de Jesucristo, el hombre crucificado y humillado, el Señor resucitado y glorioso.
Era una historia que había comenzado en la tenebrosa oscuridad de la noche anterior,
bajo las ramas de los olivos de un campo denominado Getsemaní, es decir, « molino
de aceite ». Una historia que se había desarrollado de manera rápida también en los
palacios del poder religioso y político, y que había desembocado en una condena a
muerte. Sin embargo, la tumba, ofrecida generosamente por un hombre rico llamado José
de Arimatea, no sería el último capítulo de la historia de aquel condenado, como había
sucedido en los casos de otros muchos cuerpos martirizados en el cruel suplicio de
la crucifixión, usa por los romanos para castigar a los revolucionarios y los esclavos.
En
efecto, en un segundo momento, sorprendente e inesperado, aquel condenado, Jesús
de Nazaret, revelaría de modo fulgurante otra naturaleza suya oculta bajo el aspecto
concreto de su rostro y de su cuerpo de hombre, la de ser el Hijo de Dios. La cruz
y el sepulcro no fueron el último capítulo de aquella historia, sino que lo fue la
luz de su resurrección y de su gloria. Como escribiría pocos años después el apóstol
Pablo, Aquél que se había despojado de su poder, haciéndose impotente y débil como
los hombres y humillándose hasta esa muerte infame por crucifixión, había sido exaltado
por su divino Padre que lo había constituido Señor de la tierra y del cielo, de la
historia y de la eternidad (cf. Filipenses 2, 6-11).
Durante siglos
los cristianos han querido recorrer de nuevo las etapas de este Vía Crucis,
un itinerario que lleva a la colina de la crucifixión, pero con la mirada puesta en
la última meta, la luz pascual. Lo han hecho como peregrinos en aquella misma calle
de Jerusalén, pero también en sus ciudades, en sus iglesias, en sus casas. Durante
siglos escritores y artistas, importantes o desconocidos, se han esforzado por hacer
revivir ante los ojos asombrados y conmovidos de los fieles aquellas etapas o « estaciones
», verdaderas paradas para meditar durante el camino hacia el Gólgota. Así han surgido
imágenes célebres y sencillas, sublimes y populares, dramáticas e ingenuas.
En
Roma, bajo la guía de su Obispo, el Papa Benedicto XVI, con toda la cristiandad esparcida
por el mundo y unida a su Pastor universal, cada Viernes Santo se repite también aquel
viaje del espíritu tras las huellas de Jesucristo. Este año las reflexiones - mezcla
de narración y meditación – para favorecer la oración durante las estaciones siguiendo
la trama del relato de la Pasión según el evangelista san Lucas, están a cargo de
un biblista, Mons. Gianfranco Ravasi, Prefecto de la Biblioteca-Pinacoteca Ambrosiana
de Milán, una institución cultural fundada hace cuatro siglos por el Cardenal Federico
Borromeo, Arzobispo de aquella ciudad y primo de san Carlos, una institución que hace
un siglo tuvo entre sus Prefectos a Achille Ratti, futuro Papa Pío XI.
Así
pues, avancemos juntos a lo largo de este itinerario de oración, no para hacer simplemente
memoria histórica de un suceso pasado y de un difunto, sino para vivir la realidad
áspera y dura de un acontecimiento abierto a la esperanza, a la alegría, a la salvación.
A nuestro lado quizás caminarán también personas que todavía están en fase de búsqueda,
avanzando con la inquietud de sus interrogantes. Y mientras caminamos, etapa tras
etapa, a lo largo de esta vía de dolor y de luz, resonarán nuevamente las vibrantes
palabras del apóstol san Pablo: « La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ... ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria
por nuestro Señor Jesucristo! » (1 Corintios 15, 54-55.57).
ORACIÓN
PREPARATORIA En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Hermanos
y hermanas: La oscuridad de la noche ha calado sobre Roma como acaeció aquella
tarde sobre las casas y los huertos de Jerusalén. También nosotros nos acercaremos
ahora a los olivos de Getsemaní y nos dispondremos a seguir los pasos de Jesús
de Nazaret durante las últimas horas de su vida terrena. Será un viaje en el
dolor, en la soledad, en la crueldad, en el mal y en la muerte.
Pero también
será un recorrido en la fe, en la esperanza y en el amor, porque el sepulcro de
la última etapa de nuestro camino no quedará sellado para siempre. Pasada la
tiniebla, con el alba de Pascua despuntará la luz de la alegría, en medio del
silencio resonará la palabra de vida, a la muerte sucederá la gloria de la resurrección.
Oremos
ahora uniendo nuestras palabras a las de una antigua voz del Oriente cristiano.
Señor
Jesús, concédenos las lágrimas que ahora no tenemos, para lavar nuestros pecados. Danos
el valor de suplicar tu misericordia. En el día de tu último juicio arranca
las páginas que enumeran nuestros pecados y haz que desparezcan.
Señor
Jesús, también a nosotros nos repites, esta tarde, las palabras que un día dijiste
a Pedro: « Sígueme ».
Obedeciendo a tu invitación queremos seguirte,
paso a paso, por el camino de tu Pasión, para aprender nosotros también a
pensar según Dios y no según los hombres. Amén. PRIMERA ESTACIÓN Jesús
en el huerto de los olivos Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia
per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas.
22, 39-46
Jesús salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos,
y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: « Pedid que no caigáis en
tentación » . Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba
diciendo: « Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad,
sino la tuya ». Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba.
Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas
de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración, vino donde los discípulos
y los encontró dormidos por la tristeza; y les dijo: « ¿Cómo es que estáis dormidos?
Levantaos y orad para que no caigáis en tentación ». MEDITACIÓN
Cuando
desciende sobre Jerusalén el velo de la oscuridad, los olivos de Getsemaní, con el
susurro de sus hojas, parecen remontarnos todavía hoy a aquella noche de sufrimiento
y de oración que vivió Jesús. En el centro de la escena, Él destaca solitario, arrodillado
sobre la tierra de aquel huerto. Como cualquier persona cuando afronta la muerte,
también Cristo se siente oprimido por la angustia; más aún, la palabra original que
utiliza el evangelista san Lucas es « agonía », o sea, lucha. La oración de Jesús
es, por tanto, dramática, está llena de tensión como en un combate, y el sudor mezclado
con sangre que resbala por su rostro es signo de un tormento áspero y duro. Jesús
lanza un grito hacia arriba, hacia aquel Padre que parece misterioso y mudo: « Padre,
si quieres, aparta de mí este cáliz », el cáliz del dolor y de la muerte. Jacob, uno
de los grandes padres de Israel, en una noche oscura, en las riberas de un afluente
del Jordán, se había encontrado también con Dios como una persona misteriosa que «
estuvo luchando con él hasta rayar el alba ». Orar en el tiempo de la prueba es una
experiencia que conmueve el cuerpo y el alma, y también Jesús, en las tinieblas de
aquella noche, «ofrece ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que puede
salvarle de la muerte ».
En el Cristo de Getsemaní, en lucha con la angustia,
nos reconocemos a nosotros mismos cuando atravesamos la noche del dolor lacerante,
de la soledad de los amigos, del silencio de Dios. Por eso, Jesús - como se ha dicho
- «estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir hasta ese momento, porque
él busca compañía y consuelo», como cualquier persona que sufre en la tierra. En él
descubrimos también nuestro rostro, cuando está bañado en lágrimas y marcado por la
desolación. Pero la lucha de Jesús no cede a la tentación de la rendición desesperada,
sino en la profesión de confianza en el Padre y en su misterioso designio. En esa
hora amarga recuerda las palabras del «Padre nuestro»: «Orad para que no caigáis en
tentación... No se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces aparece el ángel de la
consolación, del apoyo y del consuelo, que ayuda a Jesús y nos ayuda a nosotros a
seguir hasta el fin nuestro camino.
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo. Stabat mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa, dum
pendebat Filius.
SEGUNDA ESTACIÓN Jesús,
traicionado por Judas, es detenido Adoramus te, Christe, et benedicimus
tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según
san Lucas. 22, 47-53
Todavía estaba hablando, cuando se presentó
un grupo; el llamado Judas, uno de los Doce, iba el primero, y se acercó a Jesús para
darle un beso. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Viendo los que estaban con él lo que iba a suceder, dijeron: «Señor, ¿herimos a espada?».
Y uno de ellos hirió al siervo del Sumo Sacerdote y le llevó la oreja derecha. Pero
Jesús dijo: «¡Dejad! ¡Basta ya!». Y tocando la oreja le curó. Dijo Jesús a los sumos
sacerdotes, jefes de la guardia del Templo y ancianos que habían venido contra él:
«¿Como contra un salteador habéis salido con espadas y palos? Estando yo todos los
días en el Templo con vosotros, no me pusisteis las manos encima; pero esta es vuestra
hora y el poder de las tinieblas». MEDITACIÓN Entre los olivos de Getsemaní,
inmersos en la tiniebla, avanza ahora un pequeño grupo: lo guía Judas, «uno de los
Doce», un discípulo de Jesús. En el relato de san Lucas, Judas no pronuncia ni siquiera
una palabra; es sólo una presencia gélida. Parece como si no lograra del todo acercarse
al rostro de Jesús para besarlo, porque lo detiene la única voz que resuena, la de
Cristo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Son palabras dolorosas,
pero firmes, que revelan la maraña de maldad que anida en el corazón agitado y endurecido
del discípulo, tal vez iluso y desengañado, y dentro de poco desesperado. Aquella
traición y aquel beso, a lo largo de los siglos, se han considerado como el símbolo
de todas las infidelidades, de todas las apostasías, de todos los engaños. Cristo
afronta, pues, otra prueba, la de la traición, que genera abandono y aislamiento.
No es la soledad que tanto amaba, cuando se retiraba a los montes a orar; no es la
soledad interior, fuente de paz y de serenidad porque nos acerca al misterio del alma
y de Dios. Por el contrario, se trata de la dolorosa experiencia de tantas personas
que también en esta hora en que estamos aquí reunidos, igual que en otros momentos
del día, se encuentran solas en una habitación, ante una pared desnuda o un teléfono
mudo, olvidados por todos por ser viejos, enfermos, extranjeros o extraños. Jesús
bebe con ellos también este cáliz que contiene el veneno del abandono, de la soledad,
de la hostilidad.
La escena de Getsemaní, por tanto, se ha animado: al solemne
cuadro anterior, íntimo y silencioso, de la oración se opone ahora, bajo los olivos,
el alboroto, el tumulto e incluso la violencia. Sin embargo, Jesús sobresale siempre
en el centro como un punto firme. Es consciente de que el mal envuelve la historia
humana con su sudario de prepotencia, de agresión, de brutalidad: «Ésta es vuestra
hora y el poder de las tinieblas». Cristo no quiere que los discípulos, dispuestos
a echar mano a la espada, reaccionen ante el mal con el mal, a la violencia con otra
violencia. Está seguro de que el poder de las tinieblas - aparentemente invencible
e insaciable de triunfos - está destinado a sucumbir. En efecto, a la noche sucederá
el alba, a la oscuridad la luz, a la traición el arrepentimiento, incluso para Judas.
Por eso, a pesar de todo, es preciso seguir esperando y amando. Como Jesús mismo había
enseñado en el monte de las Bienaventuranzas, para que haya un mundo nuevo y distinto,
es necesario «amar a nuestros enemigos y orar por los que nos persiguen».
Pater
noster, qui es in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat
voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Cuius animam gementem contristatam
et dolentem pertransivit gladius.
TERCERA ESTACIÓN Jesús
es condenado por el Sanedrín Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia
per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas.
22, 66-71
En cuanto se hizo de día, se reunió el consejo de ancianos
del pueblo, sumos sacerdotes y escribas; le hicieron venir a su Sanedrín y le dijeron:
«Si tú eres el Cristo, dínoslo». Él respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si
os pregunto, no me responderéis. De ahora en adelante, el Hijo del hombre estará sentado
a la diestra del poder de Dios». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?».
Él les dijo: «Vosotros lo decís: Yo soy». Dijeron ellos: «¿Qué necesidad tenemos ya
de testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca?». MEDITACIÓN
El
sol del Viernes Santo asoma tras del monte de los Olivos, después de haber iluminado
los valles del desierto de Judea. Los setenta y un miembros del Sanedrín, la máxima
institución judía, están reunidos en semicírculo en torno a Jesús. Está a punto de
iniciarse la audiencia con el procedimiento acostumbrado en las asambleas judiciales:
el control de la identidad, los cargos que se imputan, los testimonios. El juicio,
de acuerdo con la competencia de aquel tribunal, es de índole religiosa como lo demuestran
también las dos preguntas capitales: «¿Eres tú el Cristo?... ¿ Eres tú el Hijo de
Dios?». La respuesta de Jesús arranca con una premisa como desalentada: «Si os
lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis». Sabe, pues, que sobre
él se cierne la incomprensión, la sospecha, el equívoco. Percibe a su alrededor una
fría cortina de desconfianza y hostilidad, mucho más opresiva por haberla levantado
contra él su misma comunidad religiosa y nacional. Ya el Salmista había experimentado
esa desilusión: «Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría; si mi adversario se alzase
contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente,
a quien me unía una dulce intimidad; juntos íbamos entre el bullicio por la casa de
Dios». Y sin embargo, a pesar de la incomprensión, Jesús no duda en proclamar
el misterio que hay en él y que desde ese momento está a punto de ser revelado como
una epifanía. Recurriendo al lenguaje de las Sagradas Escrituras, se presenta como
«el Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios». Es la gloria mesiánica,
esperada por Israel, la que ahora se manifiesta en este condenado. Más aún, es el
Hijo de Dios, que ahora se presenta revestido paradójicamente con los andrajos de
un imputado. La respuesta de Jesús - «Yo soy» -, a primera vista semejante a la confesión
de un condenado, se transforma realmente en una profesión solemne de divinidad. En
efecto, para la Biblia «Yo soy» es el nombre y el apelativo de Dios mismo. La imputación,
que producirá una sentencia de muerte, se convierte así en una revelación y llega
a ser también nuestra profesión de fe en Cristo, Hijo de Dios. Ese imputado, humillado
por la corte arrogante, por la sala suntuosa, por una sentencia ya preestablecida,
recuerda a todos el deber de dar testimonio de la verdad. Un testimonio que se debe
dar incluso cuando es fuerte la tentación de ocultarse, de resignarse, de dejarse
arrastrar por la opinión dominante. Como declaraba una joven judía destinada a ser
ejecutada en un campo de concentración, «a cada nuevo horror o crimen debemos oponer
un nuevo fragmento de verdad y de bondad que hayamos conquistado en nosotros mismos.
Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir».
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo.
O quam tristis et afflicta fuit illa benedicta mater
Unigeniti! CUARTA ESTACIÓN Pedro niega a Jesús Adoramus
te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Lucas. 22, 54-62
Entonces le prendieron,
se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo
de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor;
Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le
quedó mirando y dijo: «Éste también estaba con él». Pero él lo negó: «¡Mujer, no le
conozco!». Poco después, otro, viéndole, dijo: «Tú también eres uno de ellos»». Pedro
dijo: «¡Hombre, no lo soy!». Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que este
también estaba con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de
qué hablas!». Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor
se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo:
«Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, rompió
a llorar amargamente. MEDITACIÓN Volvemos de nuevo a la noche que habíamos
dejado atrás al entrar en la sala del primer proceso que sufrió Jesús. La oscuridad
y el frío son contrarrestados por las llamas de un brasero situado en el patio del
palacio del Sanedrín. El personal de servicio y de guardia alarga las manos hacia
esa fuente de calor; los rostros están iluminados. Y he aquí que se escuchan sucesivamente
tres voces y tres manos apuntan hacia un rostro conocido, el de Pedro. La primera
es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando al discípulo y
exclama: «Tú también estabas con Jesús». Luego se escucha una voz masculina: «Eres
uno de ellos». Y más tarde otro hombre repite la misma acusación, al notar el acento
septentrional de Pedro: «Estabas con él». A estas denuncias, como en un “crescendo”
desesperado de autodefensa, al apóstol no duda en jurar tres veces: «¡No conozco a
Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé lo que decís!». La luz de aquel brasero
penetra, pues, mucho más que el rostro de Pedro; descubre un alma mezquina, su fragilidad,
su egoísmo, su miedo. Y sin embargo, pocas horas antes había proclamado: «Aunque todos
se escandalicen, yo no... Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré».
Sin
embargo, el telón no cubre esta traición, como había sucedido con Judas. En efecto,
aquella noche un sonido particular desgarra el silencio de Jerusalén y, sobre todo,
la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En aquel preciso instante Jesús está
saliendo de la sala del juicio donde ha sido condenado. San Lucas describe el cruce
de las miradas de Cristo y Pedro, y lo hace usando un verbo griego que indica fijar
intensamente la mirada en un rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre
cualquiera el que ahora mira a otro; es «el Señor», cuyos ojos escrutan el corazón
y los riñones, es decir, el secreto íntimo de un alma. Y de los ojos del apóstol
brotan las lágrimas del arrepentimiento. En su historia se condensan numerosas historias
de infidelidad y de conversión, de debilidad y de liberación. «He llorado y he creído»:
así, con estos dos únicos verbos, siglos después, un convertido relacionará su experiencia
con la de Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos
pequeñas traiciones, escudándonos detrás de mezquinas justificaciones, dejándonos
dominar por viles temores. Pero, como sucedió al apóstol, nosotros también tenemos
abierto el camino del encuentro con la mirada de Cristo, que nos confía el mismo encargo:
También tú, «una vez convertido, confirma a tus hermanos». Pater noster, qui
es in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas
tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Quae maerebat et
dolebat pia mater, cum videbat Nati poenas incliti.
QUINTA
ESTACIÓN Jesús es juzgado por Pilato Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Lucas. 23, 13-25
Pilato convocó a los sumos
sacerdotes, a los magistrados y al pueblo y les dijo: «Me habéis traído a este hombre
como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he
hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes,
porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le
castigaré y le soltaré». Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése;
suéltanos a Barrabás!». Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad
y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos
seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!». Por tercera vez les dijo: «Pero ¿qué
mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que merezca la muerte; así que
le castigaré y le soltaré». Pero ellos insistían pidiendo a grandes voces que fuera
crucificado y sus gritos eran cada vez más fuertes. Pilato sentenció que se cumpliera
su demanda. Soltó, pues, al que habían pedido, el que estaba en la cárcel por motín
y asesinato, y a Jesús se lo entregó a su voluntad. MEDITACIÓN Jesús
se encuentra ahora entre las insignias imperiales, los estandartes, las águilas y
los pendones de la autoridad romana, dentro de otro palacio del poder, el del gobernador
Poncio Pilato, un nombre marginal y olvidado en la historia del imperio de Roma. Y,
sin embargo, es un nombre que resuena cada domingo en todo el mundo, precisamente
a causa del proceso que se está celebrando ahora: en efecto, los cristianos, en el
Credo, proclaman que Cristo «fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato». Por un
lado, Pilato encarna a primera vista la brutalidad represiva, hasta el punto de que
san Lucas, en una página de su Evangelio, recuerda el día en que no dudó en mezclar
la sangre judía con la de los animales del sacrificio en el templo. A
este poder se une también otro oscuro e impalpable: la fuerza feroz de las masas,
manipuladas por las estrategias de los poderes ocultos que traman en la sombra. El
resultado es la decisión de indultar a un rebelde homicida, Barrabás. Pero, por
otro lado emerge un aspecto diverso de Pilato: parece representar la tradicional equidad
e imparcialidad del derecho romano. En efecto, tres veces intenta proponer la absolución
de Jesús por insuficiencia de pruebas, conminando al máximo la sanción disciplinaria
de la flagelación. Efectivamente, en un análisis serio del proceso, la acusación no
se sostenía. Por tanto, como afirman todos los evangelistas, Pilato manifiesta cierta
apertura de espíritu, una disponibilidad que sin embargo se amortigua y se apaga progresivamente.
Bajo la presión de la opinión pública, Pilato encarna, pues, una actitud que
parece dominar en nuestros días: la indiferencia, el desinterés, la conveniencia personal.
Para vivir tranquilos y por propio interés, no se duda en pisotear la verdad y la
justicia. La inmoralidad explícita genera al menos una turbación o una reacción; pero
esto es pura amoralidad, que paraliza la conciencia, extingue el remordimiento y embota
la mente. La indiferencia es la muerte lenta de la verdadera humanidad. El resultado
se ve en la decisión final de Pilato. Como decían los antiguos latinos, una justicia
hipócrita y apática es como una telaraña en la que quedan atrapados y mueren los mosquitos,
pero que los pájaros desgarran con la fuerza de su vuelo. Jesús, que es uno de los
pequeños de la tierra, sin poder decir una palabra, es ahogado por esta red. Y como
a menudo hacemos también nosotros, Pilato mira hacia otra parte, se lava las manos
y aduce como coartada - según el evangelista san Juan- la eterna pregunta típica de
todo escepticismo y de todo relativismo ético: «¿Qué es la verdad?».
Pater
noster, qui es in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat
voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Quis est homo qui
non fleret matrem Christi si videret in tanto supplicio?
SEXTA
ESTACIÓN Jesús es azotado y coronado de espinas Adoramus te,
Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Lucas. 22, 63-65
Los hombres que le tenían
preso se burlaban de él y le golpeaban; y cubriéndole con un velo le preguntaban:
«¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?». Y le insultaban diciéndole otras muchas
cosas.
Del Evangelio según san Juan. 19, 2-3
Los
soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron
un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: «Salve, rey de los judíos». Y
le daban bofetadas. MEDITACIÓN
Un día, mientras caminaba por el valle
del Jordán, no lejos de Jericó, Jesús se había detenido y había dirigido a los Doce
unas palabras duras e indescifrables para ellos: «Mirad que subimos a Jerusalén, y
se cumplirá todo lo que los profetas escribieron para el Hijo del hombre; pues será
entregado a los gentiles, y será objeto de burlas, insultado y escupido; y después
de azotarle le matarán...». Ahora esas palabras dejan de ser enigmáticas: en el patio
del pretorio, la sede jerosolimitana del gobernador romano, comienza el lúgubre ritual
de la tortura, acompañado fuera del palacio por el bullicio de la muchedumbre que
espera el espectáculo del cortejo de la ejecución capital. En ese espacio prohibido
al público se realiza un gesto que se repetirá a lo largo de los siglos con mil formas
sádicas y perversas, en la oscuridad de tantas celdas. Jesús no sólo es golpeado,
sino también humillado. Más aún, el evangelista san Lucas, para definir esos insultos,
usa el verbo «blasfemar», revelando de modo alusivo el significado profundo de ese
desahogo de los guardias que se ensañan con su víctima. Pero, además de desgarrar
la carne de Cristo, ultrajan su dignidad personal con una farsa macabra.
El
evangelista Juan es quien relata ese acto sarcástico, marcado por el ritmo de un juego
popular, el del rey de la burla. En efecto, ahí está una corona hecha de ramitas espinosas;
la púrpura real, sustituida por un manto rojo; y el saludo imperial «Ave, César».
Y, sin embargo, en esa burla se puede vislumbrar un signo glorioso: sí, Jesús es humillado
como rey de la burla; pero, en realidad, él es el verdadero soberano de la historia. Cuando
al final se ponga de manifiesto su realeza - como nos recuerda otro evangelista, Mateo-
él condenará a todos los torturadores y opresores, e introducirá en la gloria no sólo
a las víctimas, sino también a los que hayan visitado a los que estaban en la cárcel,
curado a los heridos y a los que sufren, sostenido a los hambrientos, a los sedientos
y a los perseguidos. Sin embargo, el rostro transfigurado que se manifestó en el Tabor,
ahora está desfigurado; el que es «el resplandor de la gloria divina» está oscurecido
y humillado; como había anunciado Isaías, el Siervo mesiánico del Señor tiene la espalda
surcada por los azotes, la barba arrancada de las mejillas, el rostro lleno de salivazos.
En él, que es el Dios de la gloria, está presente también nuestra humanidad doliente;
en él, que es el Señor de la historia, se revela la vulnerabilidad de las criaturas;
en él, que es el Creador del mundo, se condensan los suspiros de dolor de todos los
seres vivos.
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat
regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum
da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus
nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Pro
peccatis suae gentis vidit Iesum in tormentis et flagellis subditum
SÉPTIMA
ESTACIÓN Jesús con la Cruz a cuestas Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Marcos. 15, 20
Cuando se hubieron burlado
de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y le sacaron fuera para crucificarle.
MEDITACIÓN
En los patios del palacio imperial ha terminado la fiesta
macabra; caen los harapos de aquel ridículo vestido real, y se abre de par en par
el portal. Jesús está caminando, con sus vestidos habituales, con su túnica «sin costura,
tejida de una pieza de arriba abajo». Sobre sus hombros lleva el madero horizontal,
destinado a acoger sus brazos cuando sea crucificado. Avanza en silencio; sus huellas
están sangrando por aquella calle que aún hoy en Jerusalén lleva el nombre de «Vía
dolorosa». Ahora comienza en sentido estricto el Vía Crucis, el recorrido que también
se repite esta tarde y que se dirige hacia la colina de las ejecuciones capitales,
fuera de las murallas de la ciudad santa. Jesús avanza y vacila bajo aquel peso y
por la debilidad de su cuerpo herido. La tradición ha querido marcar simbólicamente
ese itinerario con tres caídas. En ellas está la historia infinita de tantas mujeres
y hombres postrados en la miseria o en el hambre: son niños endebles, ancianos extenuados,
pobres debilitados, de cuyas venas ha sido extraída toda energía. En aquellas
caídas se refleja también la historia de todas las personas desoladas en el alma e
infelices, ignoradas por el frenesí y la distracción de quienes pasan a su lado. En
Cristo, caído bajo el peso de la cruz, está la humanidad enferma y débil que, como
afirmaba el profeta Isaías, «postrada, habla desde la tierra; desde el polvo surge
ahogada su palabra; su voz sale de la tierra como la de un fantasma, y desde el polvo
su palabra suena como un murmullo».
También hoy, como entonces, en torno
a Jesús que se levanta y avanza sosteniendo el madero de la cruz, se desarrolla la
vida diaria de la calle, marcada por los negocios, por los escaparates destellantes,
por la búsqueda del placer. Y, sin embargo, en torno a él no sólo hay hostilidad o
indiferencia. Tras sus pasos avanzan también hoy quienes han elegido seguirlo. Han
escuchado la llamada que un día él hizo al pasar por los campos de Galilea: «Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame».
«Así pues, salgamos donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio». Al final
de la Vía dolorosa no sólo está la colina de la muerte o el abismo del sepulcro, sino
también el monte de la ascensión gloriosa y de la luz.
Pater noster, qui es
in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas
tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Quis non posset
contristari piam matrem contemplari dolentem cum Filio?
OCTAVA
ESTACIÓN El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Lucas. 23, 26
Cuando llevaban a Jesús, echaron
mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para
que la llevara detrás de Jesús. MEDITACIÓN
Volvía del campo, tal vez
después de varias horas de trabajo. En casa lo esperaban los preparativos del día
de fiesta: en efecto, al atardecer se abriría la frontera sagrada del sábado, cuando
brillaran las primeras estrellas en el cielo. Simón era su nombre; era un judío oriundo
de África, de Cirene, ciudad situada junto al litoral libio y en la que vivía una
numerosa comunidad de la Diáspora judía. Una orden tajante de la patrulla romana que
escolta a Jesús lo detiene y lo obliga a llevar durante un tramo de camino el patíbulo
de aquel condenado exhausto. Simón pasaba por allí por casualidad. No sabía que
ese encuentro sería extraordinario. Como se ha escrito, «¡Cuántos hombres, a lo largo
de los siglos, hubieran querido estar allí, en su lugar, haber pasado por allí precisamente
en ese momento! Pero ya era demasiado tarde; era él quien pasaba por allí y en el
decurso de los siglos él jamás cedería su puesto a otros». Es el misterio del encuentro
con Dios, que cambia repentinamente tantas vidas. Pablo, el apóstol, había sido bloqueado,
«alcanzado y conquistado» por Cristo en el camino de Damasco. Por eso, luego tomaría
de Isaías aquellas sorprendentes palabras de Dios: «Fui hallado por quienes no me
buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mí».
Dios está al acecho
por las sendas de nuestra vida diaria. Él es quien llama a veces a nuestra puerta,
pidiendo un sitio en nuestra mesa para cenar con nosotros. Incluso algo imprevisto,
como sucedió en la vida de Simón de Cirene, puede transformarse en un don de conversión,
hasta el punto de que el evangelista Marcos citará los nombres de los hijos de aquel
hombre, ya cristianos, Alejandro y Rufo. De este modo, el Cireneo es el emblema del
abrazo misterioso entre la gracia divina y la obra humana. En efecto, al final, el
evangelista lo presenta como el discípulo que «lleva la cruz tras Jesús», siguiendo
sus huellas. Su gesto, realizado como acción forzada, se transforma idealmente
en un símbolo de todos los actos de solidaridad en favor de los que sufren, de los
oprimidos y de los cansados. El Cireneo representa, así, a la inmensa multitud de
personas generosas, de misioneros, de samaritanos que no «dan un rodeo», sino que
socorren a los desdichados, cargándolos sobre sí para sostenerlos. Sobre la cabeza
y sobre los hombros de Simón, encorvados bajo el peso de la cruz, resuenan entonces
las palabras de san Pablo: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid
así la ley de Cristo».
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur nomen
tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo.
Tui Nati vulnerati tam dignati pro me pati poenas
mecum divide.
NOVENA ESTACIÓN Jesús
consuela a las mujeres de Jerusalén Adoramus te, Christe, et benedicimus
tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según
san Lucas. 23, 27-31
Le seguía una gran multitud del pueblo y
mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos.
Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no
engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes:
¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen
esto, en el seco ¿qué se hará?». MEDITACIÓN
En aquel viernes de primavera,
por el camino que llevaba al Gólgota no se agolpaban sólo los desocupados, los curiosos
y la gente hostil a Jesús. En efecto, había también un grupo de mujeres, tal vez pertenecientes
a una cofradía dedicada al consuelo y a la lamentación ritual por los moribundos y
los condenados a muerte. Cristo, durante su vida terrena, superando convencionalismos
y prejuicios, a menudo se había rodeado de mujeres y había conversado con ellas, escuchando
sus pequeños y grandes dramas: desde la fiebre de la suegra de Pedro hasta la tragedia
de la viuda de Naím, desde la prostituta que lloraba hasta el tormento interior de
María Magdalena, desde el afecto de Marta y María hasta el sufrimiento de la mujer
que padecía flujos de sangre, desde la joven hija de Jairo hasta la anciana encorvada,
desde la noble Juana de Cusa hasta la viuda indigente y las figuras femeninas de la
muchedumbre que lo seguía. Así pues, en torno a Jesús, hasta su última hora, se
hallan numerosas madres, hijas y hermanas. Nosotros, ahora, nos imaginamos que están
también a su lado todas las mujeres humilladas y violentadas, las marginadas y sometidas
a prácticas tribales indignas, las mujeres con crisis y solas ante su maternidad,
las madres judías y palestinas, y las de todas los lugares en guerra, las viudas o
ancianas olvidadas por sus hijos... Es una larga lista de mujeres que testimonian
ante un mundo árido y cruel el don de la ternura y de la conmoción, como hicieron
por el hijo de María al final de aquella mañana de Jerusalén. Estas mujeres nos enseñan
la belleza de los sentimientos: no debemos avergonzarnos si el corazón acelere sus
latidos por la compasión, si a veces resbalan las lágrimas por nuestras mejillas,
si sentimos la necesidad de una caricia y de un consuelo.
Jesús acepta los
gestos de caridad de esas mujeres, como en otras ocasiones había aceptado otros gestos
delicados. Pero paradójicamente ahora es él quien se interesa por los sufrimientos
que afectan a aquellas «hijas de Jerusalén»: «No lloréis por mí; llorad más bien por
vosotras y por vuestros hijos». En efecto, está a punto de estallar un incendio sobre
el pueblo y sobre la ciudad santa, «un leño seco» preparado para atizar el fuego.
La mirada de Jesús se dirige hacia el futuro juicio divino sobre el mal, sobre
la injusticia y sobre el odio que están alimentando aquel fuego. Cristo se conmueve
por el dolor que va a caer sobre aquellas madres cuando irrumpa en la historia la
intervención justa de Dios. Pero sus estremecedoras palabras no indican un desenlace
desesperado, porque su voz es la voz de los profetas, una voz que no engendra agonía
y muerte, sino conversión y vida: «Buscad al Señor y viviréis... Entonces se alegrará
la doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo,
y los consolaré y alegraré de su tristeza».
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo.
Eia, mater, fons amoris, me sentire vim doloris fac,
ut tecum lugeam.
DÉCIMA ESTACIÓN Jesús es clavado en la
Cruz Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem
tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas. 23, 33-38
Llegados
al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los dos malhechores, uno
a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no saben
lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando;
los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si
él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de él y, acercándose,
le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!». Había
encima de él una inscripción: «Éste es el rey de los judíos». MEDITACIÓN Era
sólo un promontorio rocoso, llamado en arameo Gólgota, en latín Calvario, es decir,
«Calavera», tal vez por su configuración física. En aquel pico se alzan tres cruces
de condenados a muerte, dos «malhechores», probablemente revolucionarios antirromanos,
y Jesús. Comienzan a transcurrir las últimas horas de la vida terrena de Cristo, horas
marcadas por el desgarramiento de su carne, por el descoyuntamiento de sus huesos,
por la asfixia progresiva, por la desolación interior. Son las horas que atestiguan
la plena fraternidad del Hijo de Dios con el hombre que sufre, agoniza y muere. Un
poeta cantaba: «El ladrón de la izquierda y el ladrón de la derecha / sólo sentían
los clavos en el cuenco de la mano. / Cristo, en cambio, sentía el dolor dado para
la salvación, / el costado atravesado, el corazón traspasado. / Era su corazón que
le ardía. / El corazón devorado por el amor». Sí, porque en torno a ese patíbulo parece
resonar la voz de Isaías: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras
culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus llagas hemos sido curados.
Él se da a sí mismo en expiación». Los brazos abiertos de aquel cuerpo martirizado
quieren abarcar todo el horizonte, abrazando a la humanidad, casi «como una gallina
que recoge a su nidada bajo las alas». En efecto, esta era su misión: «Yo, cuando
sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Bajo aquel cuerpo agonizante
desfila la multitud que quiere «ver» un espectáculo macabro. Es el retrato de la superficialidad,
de la curiosidad banal, de la búsqueda de emociones fuertes. Un retrato en el que
se puede identificar también a una sociedad como la nuestra, que escoge la provocación
y el exceso casi como una droga para excitar a un alma ya entorpecida, a un corazón
insensible, a una mente ofuscada. Bajo aquella cruz está también la crueldad pura
y dura, la de los jefes y de los soldados que no saben lo que es compasión y logran
profanar incluso el sufrimiento y la muerte con el escarnio: «Si tú eres el rey de
los judíos, ¡sálvate!». No saben que precisamente sus palabras sarcásticas y la inscripción
oficial puesta sobre la cruz - «Éste es el rey de los judíos»- encierran una verdad.
En efecto, Jesús no baja de la cruz con una acción espectacular: no quiere adhesiones
serviles y basadas en lo prodigioso, sino una fe libre y un amor auténtico. Con todo,
precisamente a través de la derrota de su humillación y la impotencia de la muerte,
él abre la puerta de la gloria y de la vida, revelándose como el verdadero Señor y
rey de la historia y del mundo.
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo.
Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum, ut
sibi complaceam.
UNDÉCIMA ESTACIÓN Jesús promete su Reino
al buen ladrón Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam
crucem tuam redemisti mundum.
Del Evangelio según san Lucas. 23,
39-43
Uno de los malhechores colgados en la cruz le insultaba: «¿No eres
tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo:
«¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque
nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y
decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro:
hoy estarás conmigo en el Paraíso». MEDITACIÓN
Transcurren los minutos
de la agonía y la energía vital de Jesús crucificado está disminuyendo lentamente.
Sin embargo, aún tiene la fuerza para realizar un último acto de amor en favor de
uno de los dos condenados a la pena capital que se encuentran a su lado en aquellos
trágicos instantes, mientras el sol está aún en lo alto del cielo. Entre Cristo y
aquel hombre tiene lugar un diálogo tenue, expresado por dos frases esenciales. Por
un lado, está la petición del malhechor, al que la tradición llama «el buen ladrón»,
el convertido en la hora última de su vida: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres
en tu Reino». En cierto sentido, es como si aquel hombre rezara una versión personal
del «Padre nuestro» y de la invocación: «Venga tu Reino». Sin embargo, hace la petición
directamente a Jesús, llamándolo por su nombre, un nombre con un significado iluminador
en aquel instante: «El Señor salva». Luego viene el imperativo: «Acuérdate de mí».
En el lenguaje de la Biblia este verbo tiene una fuerza particular, que no corresponde
a nuestro débil «recuerdo». Es una palabra de seguridad y de confianza, como para
decir: «Encárgate de mí, no me abandones, sé como el amigo que sostiene y apoya».
Por
otro lado, está la respuesta de Jesús, brevísima, casi como un suspiro: «Hoy estarás
conmigo en el Paraíso». La palabra «Paraíso», tan rara en las Escrituras, que sólo
aparece otras dos veces en el Nuevo Testamento, en su significado originario evoca
un jardín fértil y florido. Es una imagen fragante de aquel Reino de luz y de paz
que Jesús había anunciado en su predicación, que había inaugurado con sus milagros
y que dentro de poco tendrá una epifanía gloriosa en la Pascua. Es la meta de nuestro
fatigoso camino en la historia, es la plenitud de la vida, es la intimidad del abrazo
con Dios. Es el último don que Cristo nos hace, precisamente a través del sacrificio
de su muerte, que se abre a la gloria de la resurrección. Nada más se dijeron aquel
día de angustia y dolor los dos crucificados, pero aquellas pocas palabras pronunciadas
con dificultad por sus gargantas secas resuenan aún hoy y constituyen siempre un signo
de confianza y de salvación para quienes han pecado, pero que también han creído y
esperado, aunque sea en la última frontera de su vida.
Pater noster, qui es
in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas
tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Sancta mater, istud
agas Crucifixi fige plagas cordi meo valide.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN Jesús en la Cruz, la Madre y el discípulo Adoramus
te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Del
Evangelio según san Juan. 19, 25-27
Junto a la cruz de Jesús
estaban su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús,
viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer,
ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella
hora el discípulo la acogió en su casa. MEDITACIÓN
Había comenzado
a desprenderse de aquel Hijo desde el día en que, a los doce años, él le había dicho
que tenía otra casa y otra misión que realizar, en nombre de su Padre celestial. Sin
embargo, para María ha llegado ahora el momento de la separación suprema. En aquella
hora se produce el desgarramiento de toda madre que ve alterada la lógica misma de
la naturaleza, por la que son las madres quienes mueren antes que sus hijos. Pero
el evangelista Juan borra toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito
en aquellos labios, no presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación. Más
aún, reina el silencio, sólo roto por una voz que baja de la cruz y del rostro torturado
del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar: es una revelación que
marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento extremo en la
muerte no es estéril, sino que tiene una fecundidad inesperada, semejante a la del
parto de una madre. Exactamente como había anunciado Jesús mismo pocas horas antes,
en la última tarde de su existencia terrena: «La mujer, cuando va a dar a luz, está
triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se
acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo».
María
vuelve a ser madre: no es casualidad que en las pocas líneas de este relato evangélico
aparezca cinco veces la palabra «madre». Por consiguiente, María vuelve a ser madre
y sus hijos serán todos los que son como «el discípulo amado», es decir, todos los
que se acogen bajo el manto de la gracia divina salvadora y que siguen a Cristo con
fe y amor. Desde aquel instante María ya no estará sola; se convertirá en la madre
de la Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y raza, que a lo largo de
los siglos se unirá a ella alrededor de la cruz de Cristo, su primogénito. Desde aquel
momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos encontramos
con ella en la casa donde sopla el Espíritu de Pentecostés, nos sentamos a la mesa
donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en que su Hijo vuelva para
llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria.
Pater noster, qui es in
caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua,
sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte
nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos
inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Fac me tecum pie flere Crucifixo
condolere donec ego vixero.
DECIMOTERCERA
ESTACIÓN Jesús muere en la Cruz Adoramus te, Christe, et benedicimus
tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum. Del Evangelio según san
Lucas. 23, 44-47
Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse
el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Templo
se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos entrego
mi espíritu» y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a
Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo». MEDITACIÓN
Al
inicio de nuestro itinerario era el velo de la noche el que envolvía a Getsemaní;
ahora es la oscuridad de un eclipse la que se extiende como un sudario sobre el Gólgota.
Así pues, el «poder de las tinieblas» parece dominar sobre la tierra donde Dios muere.
Sí, el Hijo de Dios, por ser verdaderamente hombre y hermano nuestro, debe beber también
el cáliz de la muerte, la muerte que es el carné de identidad real de todos los hijos
de Adán. Así es como Cristo «se asemeja en todo a sus hermanos», se hace plenamente
uno de nosotros, presente con nosotros también en la extrema agonía entre la vida
y la muerte. Una agonía que tal vez se repite también en estos minutos para un hombre
o una mujer aquí en Roma y en otras muchas ciudades y aldeas del mundo. Ya no es
el Dios grecorromano impasible y remoto, como un emperador relegado a los cielos dorados
de su Olimpo. Ahora, en Cristo que muere se revela el Dios apasionado, enamorado de
sus criaturas hasta el punto de encerrarse libremente en su frontera de dolor y de
muerte. Por esto el Crucifijo es un signo humano universal de la soledad de la muerte
y también de la injusticia y del mal. Pero también es un signo divino universal de
esperanza para las expectativas de todo centurión, es decir, de toda persona inquieta
y en búsqueda.
En efecto, incluso estando allá arriba, muriendo en aquel patíbulo,
mientras su respiración se apaga, Jesús no deja de ser el Hijo de Dios. En aquel momento
todos los sufrimientos y las muertes son atravesadas y poseídas por la divinidad,
son impregnadas de eternidad; en ellas queda depositada una semilla de vida inmortal,
brilla un rayo de luz divina. La muerte, entonces, aun sin perder su aspecto trágico,
muestra un rostro inesperado, tiene los mismos ojos del Padre celestial. Por esto
Jesús, en aquella hora extrema, reza con ternura: «Padre, en tus manos entrego mi
espíritu». A esa invocación nos unimos también nosotros a través de la voz poética
y orante de una escritora: «Padre, que tus dedos también cierren mis párpados. / Tú,
que eres mi Padre, vuélvete a mí también como tierna Madre, / a la cabecera de su
niño que duerme. / Padre, vuélvete a mí y acógeme en tus brazos». Pater
noster, qui es in caelis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat
voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et
dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et
ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo.
Vidit suum dulcem
Natum morientem desolatum, cum emisit spiritum.
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN Jesús es depositado en el sepulcro Adoramus te, Christe,
et benedicimus tibi. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum. Del Evangelio
según san Lucas. 23, 50-54
Había un hombre llamado José, miembro
del Sanedrín, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de
los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios. Se presentó
a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús y, después de descolgarlo, lo envolvió en una
sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, en el que nadie había sido puesto
todavía. Era el día de la Preparación, y ya brillaban las luces del sábado. MEDITACIÓN
Envuelto
en la sábana funeraria, el «santo sudario», el cuerpo crucificado y martirizado de
Jesús se desliza lentamente de las manos compasivas y amorosas de José de Arimatea
al el sepulcro excavado en la roca. En las horas de silencio que seguirán, Cristo
será verdaderamente como todos los hombres que entran en el seno oscuro de la muerte,
de la rigidez cadavérica, del fin. Y, sin embargo, en aquel crepúsculo del Viernes
Santo, ya se produce un estremecimiento. El evangelista Lucas nota que «ya brillaban
las luces del sábado» en las ventanas de las casas de Jerusalén. La vigilia de
los judíos en sus casas es como el símbolo de la espera de aquellas mujeres y de aquel
discípulo secreto de Jesús, José de Arimatea, y de los demás discípulos. Una espera
que ahora invade con una tonalidad nueva el corazón de todos los creyentes cuando
se encuentran ante un sepulcro o incluso cuando sienten que en su interior se posa
la mano fría de la enfermedad o de la muerte. Es la espera de un alba diversa, el
alba que dentro de pocas horas, pasado el sábado, despuntará ante nuestros ojos de
discípulos de Cristo.
En aquella aurora por el camino que lleva a las tumbas,
saldrá a nuestro encuentro el ángel y nos dirá: «¿Por qué buscáis entre los muertos
al que está vivo? No está aquí, ha resucitado». Y al volver a nuestras casas, será
el Resucitado quien se pondrá a nuestro lado, caminando con nosotros, cruzando nuestros
umbrales para ser huésped en nuestra mesa y partir con nosotros el pan. Entonces oraremos
también nosotros con las palabras de fe de un pasaje de la admirable Pasión según
san Mateo, puesta en música y en canto por uno de los más grandes músicos de la
humanidad: «A pesar de que mi corazón se deshace en lágrimas cuando Jesús se aleja
de mí, su testamento me llena de gozo: Su Carne y su Sangre, ¡oh preciado tesoro!,
llegan a mis manos... Quiero entregarte mi corazón, sumérgete en él, Salvador mío.
Quiero abandonarme en tus brazos. Si el mundo es pequeño para ti, sé tú sólo para
mí más que el cielo y el mundo».
Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem
nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra, sicut et
nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera
nos a malo.
Quando corpus morietur, fac ut animae donetur paradisi
gloria. Amen.