Mensaje para la Cuaresma 2007: «Contemplar a Cristo nos llevará a luchar contra toda
forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona y a aliviar los dramas
de la soledad y el abandono»
Martes, 13 feb (RV).- «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Éste es el tema bíblico
que guía el Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma de este año y que ha sido presentado
esta mañana, en la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Mensaje en el que el
Papa pone de relieve que «contemplar ‘al que traspasaron’ nos llevará a abrir el corazón
a los demás reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; nos
llevará, particularmente, a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de
explotación de la persona y a aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas
personas».
Benedicto XVI desea «que la Cuaresma sea para todos los cristianos
una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que,
por nuestra parte, cada día debemos ‘volver a dar’ al prójimo, especialmente al que
sufre y al necesitado». «Sólo así podremos participar plenamente de la alegría de
la Pascua», reitera el Santo Padre, rogando a «María, la Madre del Amor Hermoso»,
para que «nos guíe en este itinerario cuaresmal, camino de auténtica conversión al
amor de Cristo».
Precisamente, evocando el tema del amor, tratado detenidamente
en su Encíclica Deus caritas est, el Pontífice invita a dirigir nuestra mirada, con
una atención más viva, «a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos ha
revelado plenamente el amor de Dios». En este tiempo de penitencia y de oración, el
Papa exhorta a «aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto
a Aquel que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la humanidad (cf.
Jn 19,25)».
Tras recordar las dos formas fundamentales del amor de Dios: ágape
y eros, el Papa hace hincapié en que «el Todopoderoso espera el ‘sí’ de sus criaturas
como un joven esposo el de su esposa». Y aunque «desgraciadamente, desde sus orígenes
la humanidad, seducida por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios,
con la ilusión de una autosuficiencia que es imposible (cf. Gn 3,1-7)», Benedicto
XVI recuerda que «Dios, sin embargo, no se dio por vencido, es más, el ‘no’ del hombre
fue como el impulso decisivo que le indujo a manifestar su amor en toda su fuerza
redentora».
La Cruz revela la plenitud del amor de Dios y su irrefrenable misericordia
para reconquistar el amor de su criatura, subraya una vez más Benedicto XVI, señalando
luego que «la respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo
que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él». Aunque «aceptar su amor, sin embargo,
no es suficiente», sino que «hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse
a comunicarlo a los demás». Pues «Cristo ‘me atrae hacia sí’ para unirse a mí, para
que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor».
«¡Miremos con confianza
el costado traspasado de Jesús, del que salió ‘sangre y agua’!», insiste el Papa y
se refiere a estos dos elementos, «símbolos de los sacramentos del Bautismo y de la
Eucaristía». Con el agua del Bautismo, gracias a la acción del Espíritu Santo, se
nos revela la intimidad del amor trinitario y en el camino cuaresmal, haciendo memoria
de nuestro Bautismo, se nos exhorta a salir de nosotros mismos para abrirnos, con
un confiado abandono, al abrazo misericordioso del Padre.
Y la sangre, símbolo
del amor del Buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico:
‘La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús… nos implicamos en la dinámica
de su entrega’ (Enc. Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo
‘eucarístico’, en el que, aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro
alrededor con cada gesto y palabra.
MENSAJE COMPLETO
¡Queridos
hermanos y hermanas!
“Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Éste es el tema
bíblico que guía este año nuestra reflexión cuaresmal. La Cuaresma es un tiempo propicio
para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel
que en la Cruz consuma el sacrificio de su vida para toda la humanidad (cf. Jn 19,25).
Por tanto, con una atención más viva, dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de
penitencia y de oración, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos ha
revelado plenamente el amor de Dios. En la Encíclica Deus caritas est he tratado con
detenimiento el tema del amor, destacando sus dos formas fundamentales: el ágape y
el eros.
El amor de Dios: ágape y eros
El término ágape,
que aparece muchas veces en el Nuevo Testamento, indica el amor oblativo de quien
busca exclusivamente el bien del otro; la palabra eros denota, en cambio, el amor
de quien desea poseer lo que le falta y anhela la unión con el amado. El amor con
el que Dios nos envuelve es sin duda ágape. En efecto, ¿acaso puede el hombre dar
a Dios algo bueno que Él no posea ya? Todo lo que la criatura humana es y tiene es
don divino: por tanto, es la criatura la que tiene necesidad de Dios en todo. Pero
el amor de Dios es también eros. En el Antiguo Testamento el Creador del universo
muestra hacia el pueblo que ha elegido una predilección que trasciende toda motivación
humana. El profeta Oseas expresa esta pasión divina con imágenes audaces como la del
amor de un hombre por una mujer adúltera (cf. 3,1-3); Ezequiel, por su parte, hablando
de la relación de Dios con el pueblo de Israel, no tiene miedo de usar un lenguaje
ardiente y apasionado (cf. 16,1-22). Estos textos bíblicos indican que el eros forma
parte del corazón de Dios: el Todopoderoso espera el “sí” de sus criaturas como un
joven esposo el de su esposa. Desgraciadamente, desde sus orígenes la humanidad, seducida
por las mentiras del Maligno, se ha cerrado al amor de Dios, con la ilusión de una
autosuficiencia que es imposible (cf. Gn 3,1-7). Replegándose en sí mismo, Adán se
alejó de la fuente de la vida que es Dios mismo, y se convirtió en el primero de “los
que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,15).
Dios, sin embargo, no se dio por vencido, es más, el “no” del hombre fue como el empujón
decisivo que le indujo a manifestar su amor en toda su fuerza redentora.
La
Cruz revela la plenitud del amor de Dios
En el misterio de la Cruz
se revela enteramente el poder irrefrenable de la misericordia del Padre celeste.
Para reconquistar el amor de su criatura, Él aceptó pagar un precio muy alto: la sangre
de su Hijo Unigénito. La muerte, que para el primer Adán era signo extremo de soledad
y de impotencia, se transformó de este modo en el acto supremo de amor y de libertad
del nuevo Adán. Bien podemos entonces afirmar, con san Máximo el Confesor, que Cristo
“murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió libremente” (Ambigua, 91,
1956). En la Cruz se manifiesta el eros de Dios por nosotros. Efectivamente, eros
es – como expresa Pseudo-Dionisio Areopagita – esa fuerza “que hace que los amantes
no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman” (De divinis nominibus, IV,
13: PG 3, 712). ¿Qué mayor “eros loco” (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 648) que el
que trajo el Hijo de Dios al unirse a nosotros hasta tal punto que sufrió las consecuencias
de nuestros delitos como si fueran propias?
“Al que traspasaron”
Queridos
hermanos y hermanas, ¡miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la revelación
más impresionante del amor de Dios, un amor en el que eros y ágape, lejos de contraponerse,
se iluminan mutuamente. En la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene
sed del amor de cada uno de nosotros. El apóstol Tomás reconoció a Jesús como “Señor
y Dios” cuando puso la mano en la herida de su costado. No es de extrañar que, entre
los santos, muchos hayan encontrado en el Corazón de Jesús la expresión más conmovedora
de este misterio de amor. Se podría incluso decir que la revelación del eros de Dios
hacia el hombre es, en realidad, la expresión suprema de su ágape. En verdad, sólo
el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad
infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros.
Jesús dijo: “Yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es ante todo que aceptemos
su amor y nos dejemos atraer por Él. Aceptar su amor, sin embargo, no es suficiente.
Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo
“me atrae hacia sí” para unirse a mí, para que aprenda a amar a los hermanos con su
mismo amor.
Sangre y agua
“Mirarán al que traspasaron”.
¡Miremos con confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió “sangre y agua”
(Jn 19,34)! Los Padres de la Iglesia consideraron estos elementos como símbolos de
los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía. Con el agua del Bautismo, gracias
a la acción del Espíritu Santo, se nos revela la intimidad del amor trinitario. En
el camino cuaresmal, haciendo memoria de nuestro Bautismo, se nos exhorta a salir
de nosotros mismos para abrirnos, con un confiado abandono, al abrazo misericordioso
del Padre (cf. S. Juan Crisóstomo, Catequesis, 3,14 ss.). La sangre, símbolo del amor
del Buen Pastor, llega a nosotros especialmente en el misterio eucarístico: “La Eucaristía
nos adentra en el acto oblativo de Jesús… nos implicamos en la dinámica de su entrega”
(Enc. Deus caritas est, 13). Vivamos, pues, la Cuaresma como un tiempo ‘eucarístico’,
en el que, aceptando el amor de Jesús, aprendamos a difundirlo a nuestro alrededor
con cada gesto y palabra. De ese modo contemplar “al que traspasaron” nos llevará
a abrir el corazón a los demás reconociendo las heridas infligidas a la dignidad del
ser humano; nos llevará, particularmente, a luchar contra toda forma de desprecio
de la vida y de explotación de la persona y a aliviar los dramas de la soledad y del
abandono de muchas personas. Que la Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia
renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que por nuestra parte
cada día debemos “volver a dar” al prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado.
Sólo así podremos participar plenamente de la alegría de la Pascua. Que María, la
Madre del Amor Hermoso, nos guíe en este itinerario cuaresmal, camino de auténtica
conversión al amor de Cristo. A vosotros, queridos hermanos y hermanas, os deseo un
provechoso camino cuaresmal y, con afecto, os envío a todos una especial Bendición
Apostólica.