El Santo Padre destaca el mérito de quienes ponen al servicio de los enfermos su profesionalidad
y su calor humano, sin condición alguna de raza o religión
Lunes, 12 feb (RV).- También este año, al finalizar la celebración eucarística, que
había presidido en la tarde de ayer el cardenal Camillo Ruini en la Basílica de san
Pedro, Benedicto XVI se unió a los enfermos y a los miembros de la unión italiana
de voluntarios que acompañan a los enfermos a Lourdes y a los santuarios internacionales,
que habían participado en esta tradicional cita con motivo de la fiesta de la Virgen
de Lourdes y de la Jornada mundial del enfermo.
El Santo Padre hizo hincapié
en la aparición de la Inmaculada Concepción en la Gruta de Massabielle a santa Bernardita
Soubirious. Aparición en la que la Virgen María se muestra como «madre tierna hacia
todos sus hijos, recordando a los más pequeños y a los pobres, que son los predilectos
de Dios».
Tras destacar que, precisamente, la Madre de Dios «ilumina nuestro
camino, aun cuando parece desvanecer el sentido de la esperanza y de la certidumbre
de la curación», Benedicto XVI dirigió unas palabras de consuelo, en particular, a
quienes sufren enfermedades graves y dolorosas, exhortando una vez más a no dejar
que estas personas lleguen a sentirse nunca solas: «Es precisamente a estos hermanos
nuestros, particularmente probados, que esta Jornada Mundial del Enfermo dedica su
atención. A ellos queremos hacer sentir la cercanía material y espiritual de toda
la comunidad cristiana. Es importante no dejarlos abandonados y en la soledad mientras
afrontan un momento tan delicado de su vida.
En este contexto, el Papa destacó
la obra meritoria de todos aquellos que «con paciencia y amor» ponen al servicio de
los enfermos su competencia profesional y su calor humano, sin condición alguna de
raza o religión: «Pienso en los médicos, enfermeros, agentes sanitarios, voluntarios,
religiosos y religiosas y sacerdotes que, sin escatimar esfuerzos se inclinan ante
los que sufren, como el buen Samaritano. Sin mirar su condición social, color de piel
o pertenencia religiosa, sino teniendo en cuenta sólo lo que necesitan. En el rostro
de todo ser humano, aún más en el que está probado o desfigurado por la enfermedad,
brilla el rostro de Cristo, que dijo: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).