2006-09-12 19:51:15

En su encuentro con los representantes de la ciencia en la Universidad de Ratisbona el Papa advierte contra una razón que no escuche a la fe y relegue la religión como subcultura


Martes, 12 sep (RV).- En su encuentro con los representantes de la ciencia en la Universidad de Ratisbona, esta tarde, el Papa ha desarrollado un completo y articulado discurso en el que han tenido cabida desde Mahoma hasta Kant, desde el pensamiento griego al cartesianismo. Un denso discurso que ha defendido la coexistencia de la razón con la fe puesto que “la razón que no escucha a la fe y relega la religión al ámbito de las subculturas es incapaz de insertarse en el diálogo de las culturas”.

Benedicto XVI ha resaltado la urgente necesidad de un verdadero diálogo entre culturas y religiones. Y en este sentido ha expuesto la contraposición existente ente el mundo occidental, donde predomina ampliamente la opinión de que “sólo la razón positivista y las formas de filosofía derivadas de ella son universales”, y las culturas profundamente religiosas que ven “en esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón, como un ataque a sus convicciones más profundas”.

Para el Santo Padre “la moderna razón propia de las ciencias naturales”, simplemente “debe aceptar la estructura racional de la materia, y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en nuestra naturaleza como un dato de hecho, sobre el que se basa nuestro recorrido metódico”. “Para la filosofía, y de forma distinta, para la teología –ha añadido el Pontífice- escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente la de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento”.

El Papa ha advertido que “Occidente, desde hace mucho tiempo, está amenazado por esta animadversión contra los interrogantes fundamentales de su razón, y de esta forma solo puede padecer un enorme daño”. Frente a ello Benedicto XVI ha reivindicado el valor de abrirse a la amplitud de la razón, no rechazando su grandeza. “No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios... Y a este gran logos, a esta inmensidad de la razón nos invita, en el diálogo de las culturas, nuestros interlocutores. Reencontrarla siempre de nuevo en nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”.

Documento completo:
FE, RAZÓN Y UNIVERSIDAD
Recuerdos y reflexiones

Ilustres Señores, gentiles Señoras

Es para mí un momento emocionante estar nuevamente en la cátedra de la universidad y poder dar una lección una vez más. Mis pensamientos, contemporáneamente vuelven a aquellos años en los que después de una buena temporada en el Instituto superior de Freising, comencé mi actividad de docente académico en la Universidad de Bonn. Era todavía, en 1959, la época de la antigua universidad, con profesores ordinarios. Para cada una de las cátedras no había ni asistentes ni dactilógrafos, pero como compensación, había un contacto muy directo con los estudiantes y sobre todo también entre los profesores. Aquí nos encontrábamos antes y después de las clases en los despachos de los profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades de Teología eran muy estrechos.


Una vez al semestre teníamos el llamado dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de toda la universidad, haciendo así posibles una verdadera experiencia de universitas: el hecho de nosotros, no obstante todas las especialidades, que a veces hacía imposible la comunicaciones entre nosotros, formábamos un todo y trabajábamos en “el todo” de la única razón en sus variadas dimensiones, permaneciendo así juntos en la común responsabilidad de usar rectamente la razón, -este hecho se convertía en experiencia viva.


La universidad, estaba sin duda, orgullosa de sus dos facultades de teología. Era claro que incluso ellas, interrogándose sobre la racionalidad de la fe, desarrollan un trabajo que necesariamente forma parte del “todo” de la universalidad de las ciencias -“universitas scienciarum”-, aunque no todos compartieran la fe, en cuya correlación con la razón común están implicados los teólogos. Esta cohesión interna en el cosmos de la razón no viene molestada ni siquiera cuando una vez se difundió la noticia de que uno de los colegas había dicho que en nuestra universidad existía una cosa rara: que dos facultades que se ocuparan de una realidad que no existía, -de Dios. Que incluso ante un escepticismo tan radical permanezca como necesario interrogarse sobre Dios por medio de la razón y eso deba ser hecho en el contexto de la tradición de la fe cristiana: esto, en el conjunto de la universidad, era una convicción indiscutida.


Todo esto me vino a la mente cuando recientemente leí la parte editada del profesor Theodore Khoury (Munster) del diálogo que el docto emperador bizantino, Manuel II, el Paleólogo, tuvo, tal ven en los cuarteles de invierno de 1391 cerca de Ankara, con un persa culto sobre el cristianismo y el Islam y sobre la verdad de ambos. Fue después, probablemente el emperador mismo quien escribiera este diálogo durante el asedio a Constantinopla, entre 1394 y 1402; se explica así por qué sus razonamientos sean traídos de una forma mucho más detallada que las respuestas del erudito persa.


El diálogo se extiende sobre todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero necesariamente también siempre de nuevo sobre la relación entre las “tres Leyes”: Antiguo Testamento – Nuevo Testamento – Corán. Quisiera desarrollar en esta lección sólo un argumento -más bien marginal en la estructura del diálogo- que, en el contexto entre “fe y razón”, me ha fascinado y que me servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre este tema.


En el séptimo coloquio (diálesis – controversia) editado por el Profesor Knoury, el emperador toca el tema de la yihad (guerra santa). Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256, si lee: “Ninguna constricción en las cosas de la fe”. Se trata de una de las suras del periodo inicial en el que Mahoma mismo todavía no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, a cerca de la guerra santa. Sin detenerse sobre los particulares, como la diferencia en el trato dado a los que poseen el “Libro” y los “incrédulos”, él, de forma sorprendentemente brusca, se dirige a su interlocutor simplemente con la pregunta central de su relación entre religión y violencia en general, diciendo: Muéstrame aquello que Mahoma haya traído de novedoso, y encontrarás sólo cosas malvadas e inhumanas, como su directorio de difundir por medio de la espada la fe que predicaba”.


El emperador explica después minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es cosa irracional. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. “Dios no se complace con la sangre; no actuar según razón (sin logos) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere conducir a otro a la fe tiene necesidad de la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no, en cambio, desde la violencia y desde la amenaza… Para convencer a una alma razonable no es necesario disponer ni del propio brazo, ni de instrumentos para golpear, ni de ningún otro medio con el cual se pueda amenazar de muerte a una persona…”


La afirmación decisiva en esta argumentación contra la conversión mediante la violencia es: no obrar según razón está en contra de la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino formado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. Para la doctrina musulmana, en cambio, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está ligada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera aquella de la racionalidad. En este contexto, Khoury cita una obra del famoso islamista francés R. Arnaldez, el cual subraya que Ibn Hazn se atreve a declarar que Dios no estaría sujeto ni siquiera a su misma palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si Dios quisiese, el hombre debería incluso practicar la idolatría.


Aquí se abre, en la comprensión de Dios y por tanto en la realización concreta de la religión, un dilema que hoy nos afecta de forma muy directa. La convicción de que obrar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es sólo un pensamiento griego o vale siempre por sí mismo? Yo pienso que en este punto se manifiesta la profunda concordancia entre lo que es griego en el mejor de los sentidos y lo que es fe en Dios sobre el fundamento de la Biblia. Modificando el primer versículo del Libro del Génesis, Juan comienza el Prólogo de su Evangelio con las palabras: “En el principio era el Logos -λόγος”. Es justamente la misma palabra que usa el emperador: Dios actúa con “logos”. Logos significa ese conjunto razón o palabra, -una razón que es creadora y capaz de comunicarse pero, justamente, como razón. Con esto, Juan nos ha dado la palabra concluyente sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra en la que todos los caminos tantas veces fatigosos y tortuosos de la fe bíblica alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio era el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no es una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio a un Macedonio y escuchó su súplica: “Ven a Macedonia y ayúdanos” (cfr At 16,6-10), - esta visión puede ser interpretada como una “condensación” de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el interrogarse griego.


En realidad, este acercamiento ya se había producido desde hacía a tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios de la zarza en llamas, que separa a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, afirmando sólo su ser, es, en relación a los mitos, una contestación con la que está en íntima analogía la tentativa de Sócrates de vencer y superar el mito mismo.


El proceso iniciado junto a la zarza alcanza, en el Antiguo Testamento, una nueva madurez durante el exilio, donde el Dios de Israel, privado de su tierra y del culto, se anuncia como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga la palabra de la zarza: “Yo soy”. Con este nuevo conocimiento de Dios va a la par una especie de iluminismo, que se expresa de forma drástica en la burla de las divinidades que son sólo obra de manos humanas (cfr. Sal 115).


Así, no obstante toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenistas, que querían obtener por la fuerza el amoldarse al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenista, iba interiormente al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta un contacto recíproco que después se ha realizado especialmente en la literatura tardo-sapiencial.

 Hoy, sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento, realizada en Alejandría –los Setenta- es más que una simple traducción (que hay que valorar tal vez de forma poco positiva) del texto hebreo: es, de hecho, un testimonio textual en sí mismo, y un específico e importante paso de la historia de la Revelación, en la que se ha realizado este encuentro de una forma que para el nacimiento del cristianismo y su difusión ha tenido un significado decisivo. En el fondo, se trata del encuentro entre la fe y la razón, entre el auténtico iluminismo y la religión. Partiendo verdaderamente de la naturaleza íntima de la fe cristiana, Manuel II podía decir: No actuar “con el logos” es contrario a la naturaleza de Dios.


Por honestidad, es necesario observar que en la Edad Media tardía se desarrollaron tendencias en teología que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el así llamado intelectualismo agustiniano y tomista se inició con Duns Scoto un planteamiento voluntarístico que al final condujo a la afirmación de que de Dios nosotros solo conoceremos la “voluntas ordinata”. Más allá de ésta, existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual Él habría podido crear y hacer incluso lo contrario a lo que de hecho ha creado.

Aquí se perfilan posiciones que, sin duda, pueden acercarse a aquellas de Ibn Hazn y podrían llevarnos a la imagen de un Dios-Arbitrio, que no está ligado ni siquiera a la verdad ni al bien. La trascendencia y la diversidad de Dios vienen así acentuadas de una forma tan exagerada que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien ya no son un verdadero espejo de Dios, cuyas abismales posibilidades permanecen para nosotros eternamente inalcanzables y escondidas detrás de sus decisiones efectivas.

En contraste con esto, la fe de la Iglesia siempre se ha atenido a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu Creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la las desemejanzas son infinitamente más grandes que las semejanzas, aunque sin llegar al punto de suprimir la analogía y su lenguaje (cfr Lat. IV). Dios no se hace más divino por el hecho de alejarlo de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que el Dios verdaderamente divino es aquel Dios que se ha revelado como logos y, como logos ha actuado y continua actuando lleno de amor hacia nosotros. Ciertamente, el amor “sobrepasa” al pensamiento (cf. Ef. 3:19); no obstante esto permanece el amor del Dios-logos, por lo cual el culto cristiano es λογικὴ λατρεία –un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rom 12:1).

El aquí aludido recíproco acercamiento interno, tenido entre la fe bíblica y el interrogarse sobre el plano filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no solo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del punto de vista de la historia universal- un dato que nos obliga incluso hoy. Considerada esta convergencia, no es sorprendente que el cristianismo, pese a sus orígenes y algunos desarrollos significativos en Oriente, finalmente haya encontrado su huella históricamente decisiva en Europa. Podemos también expresarlo de manera inversa: este encuentro, al cual se suma sucesivamente el patrimonio de Roma, ha creado Europa y permanece como el fundamento de aquello que, con razón, puede llamarse Europa.

A la tesis de que el patrimonio griego, críticamente purificado, sea una parte integral de la fe cristiana, se opone la petición de la des-helenización del Cristianismo –una petición que desde el inicio de la edad moderna domina en manera creciente la investigación teológica. Visto desde un punto de vista más cercano, se pueden observar tres estadios en el programa de des-helenización: que a pesar de estar interconectados entre si, son claramente diferentes en sus motivaciones y objetivos el uno del otro.

La des-helenización emerge desde sus inicios en conexión con los postulados fundamentales de la Reforma del siglo XVI. Considerando la tradición de las escuelas teológicas, los reformadores se veían confrontados con un sistema de fe totalmente condicionado por la filosofía, es decir, de frente a una determinación de la fe basada en un sistema de pensamiento ajeno. Como resultado, la fe no aparecía más como palabra histórica viviente, sino como elemento inserto en la estructura de un sistema filosófico. El principio del sola Scriptura en cambio, busca la fe en su forma más pura y primordial, como se encuentra presente originariamente en la palabra bíblica. La metafísica aparece como una premisa derivada de una fuente distinta, de la cual es necesario liberar a la fe para hacerla volver a ser totalmente sí misma. Con su afirmación de haber tenido que arrinconar el pensar para dar espacio a la fe, Kant obró en base a este programa con una radicalidad imprevisible para los reformadores. Con ello ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso al todo de la realidad.

La teología liberal del siglo XIX y XX aportó un segundo estadio en el programa de la des-helenización, con representantes sobresalientes como Adolf von Harnack. Cuando yo era estudiante, y durante los primeros años de mi actividad académica, este programa fue también fuertemente operativo en la teología católica. Como punto de partida se utilizaba la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacobo. Durante mi lectura inaugural en Bonn, en 1959, busqué de afrontar este argumento. No pretendo retomar ahora todo el discurso, sin embargo, me gustaría tratar de poner en luz, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de des-helenización respecto a la primera. Como pensamiento central, aparece en Harnack la vuelta al simple hombre Jesús y a su mensaje simple, que se daría antes de todas las teologizaciones y, justamente, antes incluso que las helenizaciones: sería este mensaje simple el que constituiría el verdadero culmen del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría dado un adiós al culto a favor de la moral. En definitiva, Él viene presentado como padre de un mensaje moral humanitario. La finalidad de esto, en el fondo, trata de poner al cristianismo en armonía con la razón moderna, liberándolo, justamente, de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la Trinidad de Dios.


En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento plantea nuevamente la teología en el cosmos de la universalidad: teología, para Harnack, es algo esencialmente histórico y por tanto, estrictamente científico. Lo Que la Teología indaga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y por consiguiente también sostenible en el conjunto de la universidad, en el fondo está la auto-limitación moderna de la razón, expresado de forma clásica en las “criticas” de Kant, pero ulteriormente radicalizada por el pensamiento de las ciencias naturales.


Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, que los éxitos técnicos han confirmado. Por una parte se presupone la estructura matemática de la materia, digamos su racionalidad intrínseca, que hace posible comprenderla y usarla en su eficacia operativa: este presupuesto de fondo es, por así decirlo, el elemento platónico en el concepto moderno de naturaleza. Por otra, se trata de utilizabilidad funcional de la naturaleza para nuestros propósitos, y en este caso sólo la posibilidad de controlar la verdad y la falsedad mediante el experimento suministra una certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede, según circunstancias, estar más de una o de otra parte. Un pensador tan positivista como J. Monod se declaró un convencido platónico o cartesiano.

Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. La primera consistiría en que sólo el tipo de certeza derivada de la sinergia entre la matemática y la empiría nos permite hablar de cientificidad. Toda disciplina que pretenda el estatus de ciencia debe someterse a este criterio. Y así también las ciencias que se refieren a las cosas humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, buscan acercarse a este canon de la cientificidad. La segunda, importante para nuestra reflexión, es el hecho de que el método como tal excluye el problema de Dios, haciéndolo aparecer como problema acientífico o pre-científico. Con esto, sin embargo, nos encontramos ante una reducción del radio de acción de la ciencia y la razón que es necesario poner en cuestionamiento.

Volveré después sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, en un intento a la luz de esta perspectiva por mantener a la teología dentro del carácter de disciplina “científica”, del cristianismo sólo quedaría un mísero fragmento. Pero hemos de decir más: es el hombre mismo que con ello sufre una reducción. Puesto que, entonces, los interrogantes propiamente humanos, es decir aquellos de “de dónde” y “hacia donde”, los interrogantes de la religión y del ethos, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la “ciencia” y deben desplazados al ámbito de lo subjetivo. Es el sujeto quien decide, en base a sus experiencias, lo que considera ser materia religiosa, y la “conciencia subjetiva” se trasforma, en definitiva, en la única instancia para determinar lo ético. Pero de esta forma, el ethos y la religión pierden su fuerza y capacidad para crear comunidad y caen en el ámbito de la discreción personal. Esta es una condición peligrosa para la humanidad: lo constatamos en las patologías amenazantes contra las religiones y contra la razón, -patologías que necesariamente deben ser desenmascaradas, cuando la razón se reduce hasta tal punto que las cuestiones de la religión y del ethos no las incumben. Lo que permanece de los intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución o de la psicología y de la sociología, es simplemente insuficiente.

Antes de llegar a as conclusiones a las cuales conduce todo este razonamiento, debo aludir todavía brevemente a la tercera etapa de des-helenización que se difunde actualmente. En consideración al encuentro de la multiplicidad de las culturas gusta decir hoy que la síntesis con el helenismo, realizada en la Iglesia antigua, habría sido una primera inculturación, que no debería vincular a las otras culturas. Estas deberían tener el derecho de volver atrás hasta el punto que precedía a aquella in culturización para descubrir el simple mensaje del Nuevo Testamento e in culturarlo de nuevo en sus respectivos ambientes. Esta tesis no es simplemente errónea: es incluso basta e imprecisa. El Nuevo Testamento, de hecho, está escrito en lengua griega y lleva consigo el contacto con el espíritu griego, -un contacto que fue madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente hay elementos en el proceso formativo de la Iglesia antigua que no deben ser integrados en todas las culturas. Pero las decisiones de fondo que, justamente, se refieren a la relación de la fe con la búsqueda de la razón humana, estas decisiones de fondo forman parte de la fe misma y son su desarrollo, conformes a su naturaleza.
Con esto llego a la conclusión. Este tentativo, hecho sólo a grandes líneas, de crítica de la razón moderna desde su mismo interior, no incluye absolutamente la opinión de que ahora se deba volver atrás, a antes del iluminismo, rechazando las convicciones de la edad moderna. Aquello que en el desarrollo moderno del espíritu es válido viene reconocido sin reservas: todos estamos agradecidos a las grandiosas posibilidades que eso ha abierto al hombre y a los progresos en el campo humano que nos han sido dados.


El ethos de la cientificidad, por lo demás, es voluntad de obediencia a la verdad y por tanto expresión de una actitud que forma parte de la decisión de fondo del espíritu cristiano. No la marcha atrás, no la crítica negativa es por tanto nuestra intención; se trata, en cambio, de un ensanchamiento de nuestro concepto de razón y del uso de ella. Porque con todo la alegría frente a las posibilidades del hombre, vemos también las amenazas y debemos preguntarnos cómo dominarlas. Lo conseguiremos sólo si razón y fe se reencuentran en un modo nuevo; si superamos las limitaciones auto-decretadas por la razón a lo que es verificable en el experimento, y la abrimos nuevamente toda su amplitud. En este sentido la teología, no sólo como disciplina histórica y humano-científica, sino como teología verdadera y propia, es decir, como interrogante sobre la razón y la fe, debe tener su puesto en la universidad y en amplio diálogo de las ciencias.


Sólo de este modo nos hacemos también capaces de un verdadero dialogo de las culturas y religiones, -dialogo de que tenemos una necesidad urgente. En el mundo occidental domina ampliamente la opinión de que solamente la razón positivista y las formas de filosofía derivadas de esta sean universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo ven en esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón, que frente a lo divino es sorda y relega la religión al ámbito de las sub-culturas, es incapaz de insertarse en el diálogo de las culturas. Y sin embargo, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su intrínseco elemento platónico, lleva consigo, como he intentado demostrar, un interrogativo que la trasciende junto a sus posibilidades metódicas. Ella misma debe simplemente aceptar la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales operantes en la naturaleza con un dato de facto, sobre el cual se debe basar su recorrido metodológico. Pero la pregunta de por qué esto es así, permanece de hecho y debe ser canalizada por las ciencias naturales a otros niveles y modos de pensar -a la filosofía y a la teología. Para la filosofía y, en modo diverso, para la teología, el escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente la de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento: rechazarla significaría una reducción inaceptable de nuestro escuchar y responder.

Aquí me viene en mente una palabra de Sócrates a Fedone. En los coloquios precedentes se habían tocado muchas opiniones filosóficas equivocadas, y entonces Sócrates dice: Sería comprensible que uno, molesto ante tantos errores, durante el resto de su vida despreciara todo discurso sobre el ser y lo denigrase; pero en este caso perdería la posibilidad de conocer la verdad sobre el ser y sufriría una gran pérdida.


Occidente, desde hace mucho tiempo, está amenazado por esta aversión contra los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir un gran daño. El coraje de abrirse a la amplitud de la razón, y no el rechazo de su grandeza, es el programa con el que una teología dedicada a la reflexión sobre la fe bíblica, entra en la disputa del tiempo presente. “No actuar según razón (con logos) es contrario a la naturaleza de Dios”, había dicho Manuel II, partiendo de su imagen cristina de Dios, al interlocutor persa. Es a este gran logos, a esta vastedad de la razón, a la que invitamos en el dialogo de las culturas a nuestros interlocutores. Reencontrarla nosotros mismos siempre de nuevo, es la gran tarea de la universidad.


Nota: El Santo Padre desea proporcionar una versión posterior de este texto, complementado con notas a pie de página. Por lo tanto, el presente texto debe considerarse como provisional.








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